Fé y obediencia



Para el día de hoy (31/03/14):  
Evangelio según San Juan 4, 43-54



La sumisión a la opinión pública suele llevar al olvido de los principios, de los destinos y a renegar de toda ética. Es la opinión pública, en ese aspecto, un monstruo voraz.
Poco tiempo atrás, Jesús de Nazareth se había ido de su querencia rechazado con rabia por los suyos; hasta intentaron despeñarlo en un cerro cercano. Por las líneas anteriores, se podría presuponer que Él no regresaría a Galilea, notoriamente hostil y reactiva a cualquier novedad y enseñanza.

Pero el Maestro tiene una tenacidad asombrosa, y en los umbrales del Reino es precisamente en donde ha de abandonarse el no se puede.

En los ámbitos humanos, nunca nada es tan lineal, no exacto, ni predeterminado. Y tal vez, todos nos volvemos terriblemente parecidos en el dolor, desde el sufrimiento; allí es donde uno se despoja de los rótulos que diferencian y separan.
En el Evangelio para el día de hoy destaca la angustia de ese funcionario real frente a su hijo que está en las últimas, en Cafarnaúm.
Es un funcionario real, es decir, un burócrata de la estructura de poder del violento usurpador Herodes, ese tetrarca de Galilea que gbierna mediante el terror y una absoluta falta de escrúpulos, respaldado por el poderío de las legiones romanas. Pero aquí, ello podría tener relevancia para nosotros; para Cristo hay un doliente y hay un amor de padre desesperado.

Los milagros son profusos, abundantes, tan desbordantes como lo es el mismo amor de Dios. Pero es menester tener ojos capaces de ver, una mirada que pueda descubrirlos en la cotidianeidad. Porque suceden, y suceden en la insondable urdimbre de la Gracia de Dios y la fé del hombre.

Todo se resuelve allí.
En la fé expresada en confianza: confiamos en Alguien antes que en algo, en una idea, en un dogma.
En la obediencia, que no es hacer torpes venias a caprichos quen nos resultan extraños y ajenos. La obediencia es escuchar atentamente -ob audire- y actuar en consecuencia.

Allí suceden los verdaderos milagros, que son mucho más que hechos prodigiosos o espectaculares. 

Un milagro acontece cuando, a pesar de que broten señales de que todo está perdido, la vida prevalece.

Paz y Bien

En la piscina de Siloé



Cuarto Domingo  de Cuaresma

Para el día de hoy (30/03/14):  
Evangelio según San Juan 9, 1-41



Los pacientes aquejados de ceguera y de otras dolencias referidas a la vista no eran infrecuentes en la Palestina del siglo I: las tormentas de arena frecuentes y el fuerte sol que pegaba contra las rocas blancas -provocando un reflejo muy agresivo- solía agredir las córneas. Por eso mismo, los ciegos y muchos con problemas de visión podían encontrarse en todos los sitios.

El no vidente estaba condenado a una vida de miseria, mendigo perpetuo y dependiente absoluto de la ayuda y compasión de los demás. Aún así, y como si no fuera suficiente su padecer, religiosamente imperaba la idea que la ceguera -y toda enfermedad- era el producto del castigo divino por los pecados propios o de los padres. Esa concepción estaba ampliamente aceptada, y era defendida y reivindicada hasta límites absurdos por quienes representaban la ortodoxia de la fé de Israel, especialmente escribas y fariseos.

En ese panorama es que, frente a un ciego al que encuentran a su paso, los discípulos le preguntan al Maestro acerca de los causantes, y no de las causales -el pecado- a los que dan por supuestos.

Porque en el tiempo nuevo de la Gracia, el Dios de Jesús de Nazareth, Dios Abbá de nuestras esperanzas no es un Dios que castiga, un Dios punitivo, un Dios de balanzas y méritos. Es un Dios que es Padre y Madre, un Dios que ama.
Y desde ese Dios este Cristo, en cada situación -por ingrata y dolorosa que se aparezca- vé una oportunidad de que se manifieste la gloria de Dios. Y la Gloria de Dios es que el hombre, la humanidad, viva plena y feliz.

Esa idea del por algo será ha persistido a través del tiempo. Aún se siguen viendo los sufrimientos como castigo divino, sumergiendo aún más a los que sufren en su dolor.
No se trata de eludir la carga y las consecuencias del pecado. Se trata de tener siempre presente que el Padre de Jesús es un Dios de Misericordia infinita, que sana y salva desde el perdón.

La liberación de este hombre ciego -simbólicamente es la nueva creación desde el mismo barro primordial- no se limita a recuperar las funciones ópticas. Jesús de Nazareth le restituye su plena humanidad derribando esas ideas que excluyen y someten, y el hombre aparece erguido con todas su facultades, en humanidad plena.

Cuando la noticia se disemina, las almas severas de siempre elevan su queja. Lo que ha hecho este rabbí galileo -transgrediendo además el sábado- jamás, nunca puede ser cosa de Dios.
El hombre tenía impedidos sus ojos, pero los ciegos en verdad son otros.

Nosotros también debemos acudir a la piscina de Siloé. Es preciso sacarnos costras de preconceptos, y atrevernos a dejarnos deslumbrar por la luz del mundo del hermano mayor, Cristo el Señor.
Porque ese Dios sólo ansía nuestro bien, nuestra vista plena de verdad, sin condiciones, a pura bondad.

Paz y Bien

Fariseo y publicano, monólogo y plegaria



Para el día de hoy (29/03/14):  
Evangelio según San Lucas 18, 9-14


Los fariseos carecen hoy de una fama respetable; por el contrario, son el ejemplo antitético de la vida cristiana. Muchas veces, por las actitudes que en aquel tiempo tuvieron con Jesús y sus discípulos, la calificación es comprensible; sin embargo, todo prejuzgamiento siempre, inevitablemente, es peligroso y tiene poco de justicia.

Los fariseos eran hombres muy religiosos, que es esmeraban a diario en la piedad, en aras de agradar a su Dios. Y en el tiempo del ministerio de Jesús, se habían vuelto aún más severos y puntillosos, pues ansiaban preservar la identidad nacional de Israel y la fidelidad a la Torah inmersos como estaban en una dominación romana que no se limitaba a lo militar, sino que poco a poco iba carcomiendo su cultura y sus tradiciones. A la par de ello, los publicanos -judíos ellos también- recaudaban impuestos mediante prácticas corruptas y extorsivas para la potencia opresora. 
Así, mientras unos tratan de mantenerse fieles al Dios de sus mayores, otros de sus hermanos expolian al pueblo judío sirviendo al extranjero, al invasor romano.

Esa premisa quizás nos ayude a profundizar más la parábola que Jesús nos ofrece desde la Palabra en el día de hoy.

El fariseo se yergue de pié en el Templo, y levanta la vista orgulloso. Implícitamente, la Palabra nos indica que reza sólo, que evita el menor contacto con el impuro, con el pecador, con el publicano. En su oración descolla tanto el ego, que no hay lugar ni para la adoración, para la confesión o para el arrepentimiento: sólo una expresión de gratitud por sí mismo.
El fariseo atesora su propio carácter como parámetro de medida de los demás, y eso es lo que lo pierde. Porque la prerrogativa del juicio es de Dios, y estas circunstancias, el fariseo es un usurpador que desde un altar de puro orgullo juzga y desprecia al otro, encarnado aquí en el publicano.
En realidad, el fariseo no ora, sino monologa. Se habla y se reza a sí mismo, pues la oración es diálogo y, especialmente, escucha atenta de ese Dios que siempre nos habla y nos está buscando.

En cambio, en las antípodas de esta actitud, el publicano está inmóvil, tanto que no se atreve a levantar la mirada. Se sabe indigno y se reconoce culpable de las miserias que ha provocado, y del daño que ha ocasionado a su propio pueblo: se reconoce miserable y pecador, y como tal ni siquiera espera justicia. Sólo implora merced, ruega por misericordia.
En su simple pero a la vez intensa súplica, busca el perdón, la reconciliación, la paz consigo mismo y con su Dios.

Uno de ellos se cree con derechos divinos adquiridos mediante la acumulación de actos virtuosos, y supone que por eso mismo tendrá -en esta vida y en la postrera- recompensas y dividendos por su exacta religiosidad.
El otro, se humilla frente a la inmensa santidad amorosa de Dios que lo desborda, y por eso mismo abre las puertas de su corazón a la Gracia, que es mucho más que un cambio de costumbres y actitudes.

Nos queda plantearnos si nuestra plegaria es sólo un discurso, o si en verdad escuchamos y respondemos esa voz paciente que en las honduras de nuestros corazones nos susurra Abbá, asombrosa palabra para el regreso y el perdón y el abrazo.

Paz y Bien

Tan cerca, tan lejos



Para el día de hoy (28/03/14):  
Evangelio según San Marcos 12, 28b-34




El escriba que interpela a Jesús en esta ocasión es, si se permite la expresión, sapo de otro pozo. A diferencia de sus pares, se dirige a Jesús con hambre de verdad y revestido su corazón de honestidad, pues quizás sutilmente se rebele contra esa postura de sus congéneres de prejuzgarle, de la falacia constante, de buscar de continuo el error para hallar justificaciones condenatorias. Y esa honestidad y esa sinceridad, para el escriba y para todo creyente es el paso segundo de toda conversión.

Paso segundo porque el paso primordial es siempre el de Dios que sale en nuestra búsqueda, Padre misericordioso al rescate de los hijos extraviados.

Aún así, el buen escriba porta en su mente los estrechos paradigmas de una fé retributiva y aferrada a la observancia estricta de normas y preceptos. Por eso mismo, no está inquiriendo cuál es el primero de los mandamientos dentro de una escala descendiente, sino más bien dentro de la Ley de Moisés, cuál es la Ley de leyes, cual es el precepto que es clave para todo los demás.
Esto debe entenderse en el horizonte de la religiosidad de la época: la Ley judía engloba seiscientos trece mandamientos, trescientos sesenta y cinco -uno por cada día del año- de carácter prohibitivo o negativo y doscientos cuarenta y ocho -uno por cada hueso del cuerpo- de carácter permisivo o positivo. En medio de ese cúmulo de normas, es dable suponer que todos los escribas se sientan inclinados a buscar al que encabeza y sustenta al resto, para así obedecer la Ley con la mayor exactitud posible.

La respuesta de Jesús no se hace esperar, y se dirige al núcleo mismo de la fé de Israel: Shema Ysrael, Escucha Israel, ama a Dios por sobre todas las cosas, con todo el corazón, con toda el alma, con todo el espíritu, con todas las fuerzas.
Pero aquí comienzan las sorpresas: ese mandamiento primordial tiene dos facetas inseparables, que son el amor a Dios y el amor al prójimo. 

Como los maderos de la cruz, la mirada hacia el cielo ha de estar indisolublemente unida al abrazo a quien está a nuestro lado. Una sin la otra deja de ser fé, convirtiéndose en teísmo o en una ideología laica sin trascendencia.

Y sobre todo, detenernos a pensar quién ese prójimo. Si es el igual, el cercano, el par, o es aquél hermano al que salgo a buscar.

El buen escriba desde su honestidad asiente sin vacilaciones. El culto primordial es el amor a Dios y el amor al prójimo.

Está muy cerca del Reino, muy cerca.
Sin embargo, a pesar de todo, aún está muy lejos. Le queda un largo trecho cordial por recorrer, pues -como todos- debe arribar a la tierra prometida de la Gracia de Dios, tiempo de Salvación, de eternidad entretejida en lo cotidiano, de desbordante amor de Dios que se brinda sin condiciones a toda la humanidad.

Paz y Bien


Cuando hablan los que no tienen voz




Para el día de hoy (27/03/14):  
Evangelio según San Lucas 11, 14-23



En la plenitud del ministerio de Jesús de Nazareth, no podrían haberlo insultado con mayor ferocidad: al sanar a un hombre aquejado de mudez, haciendo que recuperara el habla, lo tildan de agente o ejecutor del príncipe de los demonios. Justamente a Él, que pasaba haciendo el bien sin condiciones y a todos por igual.
Esos hombres -escribas- que lo injuriaban habían venido especialmente desde Jerusalem con el ánimo dispuesto para el juicio y la condena. No hay en ellos hambre de verdad, y por eso mismo se vuelven ciegos ante lo evidente.

La imagen de un dios severísimo y castigador, raíz y fundamento de todas las penurias y enfermedades como consecuencia lógica de los propios pecados se contrapone a la Misericordia que desborda al Maestro, que prodiga sin límites.
Y que ese mudo pueda volver a hablar los descoloca, los descalifica, los reduce a severos cultores de sus normas pero no de su Dios.

Así también nos suele suceder, aún hoy.
Muchos -demasiados- no tienen voz propia. Por la pobreza, por la miseria, por todas las cautividades impuestas, especialmente las que son consecuencia de las crueles colonizaciones mentales y de la falta de educación, mujeres y hombres se ven obligados al silencio tenebroso y estéril, a una lenta agonía que no se advierte. En los casos más graves, ni ellos mismos se dan cuenta de la falta de voz.

Pero casi siempre, a la falta de voz se corresponde la ausencia de vos, de tú, de nosotros. Porque puede ser que se recupere el habla, pero no será una sanación plena si no hay reciprocidad, es decir, corazones dispuestos a la escucha.

Para muchos poderosos -gobernantes, políticos, villanos, líderes religiosos, violentos y tantos otros- sigue siendo conveniente la reducción al silencio. Y también es motivo de diatriba cuando los discípulos actuales del Señor sanan a esas almas aisladas.

Habrá que rogar que nuevas voces re-creadas vuelvan a escucharse. Y que recuperemos la capacidad santa de oír, de escuchar al hermano, voz de Dios que nos congrega.

Paz y Bien



La plenitud de la Ley y los profetas



Para el día de hoy (26/03/14):  
Evangelio según San Mateo 5, 17-19



Este pasaje que nos ofrece el Evangelio para el día de hoy es muy llamativo, y una lectura superficial puede llevar a un particular estado de confusión, pues las discusiones entre el Maestro de un lado y escribas y fariseos del otro eran cada vez más descarnadas, violentas, que desataban en sus oponentes furia y ganas de acallarlo y suprimirlo, toda vez que cuestionaba la interpretación que ellos hacían de la Ley de Moisés y el modo opresivo que imponían para su cumplimiento.

En ese sentido, parecería que Jesús de Nazareth es un provocador y un infractor constante de normas y preceptos, alguien contrario y opuesto a esa Ley que sus adversarios decían defender y de la que se consideraban intérpretes únicos y ortodoxos.

No obstante todo ello, el Maestro hace una afirmación asombrosa y de consecuencia inmensas: Él no ha venido a abolir a Ley o los profetas, sino a darles pleno cumplimiento.
Ello implica que la Antigua Alianza no ha sido jamás abolida -como bien lo señalaba Juan Pablo II-, que cobra su verdadero sentido en Cristo, y que tanto la Ley como los profetas son expresión en la historia humana de los designios de Dios para la Salvación del hombre.

El sábado es para el hombre enseñaría. Esa Ley y esos despertares que brindaban los profetas fueron dones del Altísimo para que aprendamos a convivir, para edificarnos como comunidad, para levantarnos de la esclavitud como un pueblo nuevo.
Y adquieren su significado definitivo con el Redentor, expresión máxima del amor de Dios.

Ley y profetas, a la luz de la caridad, implican una ruptura con esa nefasta costumbre de fines que justifiquen los medios, es decir, cumplir normas absurdas y opresivas desvirtuadas por caprichos mundanos para que la humanidad pueda erguirse en toda su dignidad de hijas e hijos amados por Dios.

Así, ni una coma ni una tilde han de ser pasadas por alto y debe transmitirse ese amor de generación en generación, en afán generoso e incondicional de servicio y Buenas Noticias.

Paz y Bien

Anunciación del Señor, Anunciación de María



La Anunciación del Señor

Para el día de hoy (25/03/14):  
Evangelio según San Lucas 1, 26-38



Deliberadamente, la liturgia irrumpe la rítmica penitencial de la Cuaresma con la luminosidad de la Anunciación. No es casual, es causal, pues se trata del mismo amor, porque la Pasión del Señor es la ratificación eterna de ese Dios con nosotros que se nos amanece al calor de Nazareth.

La Palabra nos sitúa en Nazareth, pequeña aldea sin mayor relevancia en los mapas ubicada en la Galilea de los Gentiles.
Varios siglos atrás, había sido ruta de invasión de las tropas asirias: Galilea fué ocupada militarmente, gran parte de su población original deportada y, a la vez, se la colonizó mediante la implantación de población extranjera y pagana. Ochocientos años después, Galilea era mirada con desconfianza y desprecio por la contaminación que suponía esta colonización importada a los ojos puristas de los jerosolimitanos.
Algo de ello veremos en las disquisiciones de Herodes, de los fariseos y de ciertos discípulos -Natanael- al suponer que nada bueno podría esperarse que viniera desde Nazareth, desde Galilea, sambenito clasificatorio de condena perpetua.
Galilea, entonces, es la periferia menor de donde poco o nada ha de suceder, sin un pasado relevante ni un futuro posible y mejor.

Allí en Nazareth se hace presente Gabriel, el mensajero de Dios, despliegue del infinito, irrupción en la historia humana de la eternidad misma. Se le presenta a una muchacha judía -casi una niña- pequeña y sin importancia, comprometida según los usos y costumbres de la época con un hombre llamado José, un carpintero del que se dice que desciende -oscuramente- del rey David; es un carpintero de sangre noble pero muy venido a menos, y parece que lo que importa es precisamente que él regirá como todo varón los destinos de esa niña.
La asimetría es abismal: la eternidad frente a la pequeñez total de la muchachita.

Sin embargo, la presencia de Gabriel allí, en ese lugar, en ese exacto momento de la historia y ante esa niña ínfima es toda una toma de posición del Dios que lo envía. 
Es impresionante la actitud del Mensajero: es la voz de Dios, y se dirige a esa muchachita con un respeto y una delicadeza inusuales, como pidiéndole permiso.

María está desconcertada, y es tal vez por ese encuentro tan disímil: ella es tan pequeña y la enormidad de Dios se le hace ajena, no de ella, no para ella. Pero el Mensajero transmite sólo buenas noticias, la mejor de las noticias, y es que Dios está con ella, causa de todas las alegrías, señal para todos nosotros que no quedamos librados a nuestra suerte.

Todo queda en las manos de esa mujer tan joven, que ya no será solamente María, sino que será llamada Llena de Gracia.
Es el tiempo nuevo y asombroso en el que Dios teje la historia junto a la humanidad.
La decisión de esa mujer cambiará el devenir humano, transformará los tiempos, modificará el cosmos.
El sí de María inaugura el tiempo de Dios y el hombre, de Dios con nosotros, de la eternidad urdida en el aquí y el ahora.

Ya nada será lo mismo. La niña será madre del Salvador, madre de una era infinita, madre de los vivientes.
Y todo comienza allí en la pequeñez y el silencio de esa aldea de los bordes, porque el Dios de María de Nazareth germina la vida allí en donde menos se lo espera.

Paz y Bien





Monseñor Romero, no te olvidamos

Monseñor Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, mártir de El Salvador, de Latinoamérica y de toda la Iglesia.
24 de marzo de 1980 - 24 de marzo de 2014

No te olvidamos, y esta obligación sagrada de la memoria es impulso también para el compromiso con los pobres y por la justicia y la paz, la Buena Noticia de Cristo.

Tu vida entera ha sido un regalo inmenso para nuestra hermana El Salvador. Tu ofrenda generosa es luz para toda la Iglesia.

Los hombres buenos viven para siempre

Paz y Bien

Ricardo

Profeta en otras tierras





Para el día de hoy (24/03/14):  
Evangelio según San Lucas 4, 24-30


Los paisanos nazarenos de Jesús oscilaban del asombro al enojo, y por entre esos extremos afloraba la rabia; es que Él no había realizado en su querencia el mismo nivel de hechos milagrosos y sorprendentes al igual que en Cafarnaúm, y se sentán ofendidos. Lo consideraban, en cierto modo, propiedad exclusiva nazarena, y como tal reivindicaban el derecho a exigencias, a que se comporte de acuerdo a lo que ellos son y desean.

Pero un profeta auténtico jamás permitirá que su misión esté gobernada o condicionada por lealtades menores a un círculo interno y restringido. Un profeta es, ante los demás, un hombre libre.
Además, no se prodigará por resultar agradable. Dirá a menudo cosas inconvenientes y molestas de tan veraces, cosas que la gran mayoría preferiría jamás escuchar.

Así entonces, en su misión profética el Maestro se revela frente a todas esas gentes que creen concerle bien tomando partida a favor de los pobres a los que se anuncia a Buena Noticia, la liberación de los cautivos, la vista a los ciegos, la libertad a los oprimidos y un año interminable de Gracia y Misericordia de parte de Dios. Deliberadamente omite el pasaje que anuncia el día de venganza del Dios de Israel frente a sus enemigos, y otra vez el asombro y el enojo.
El Dios que les presenta Jesús en poco se parece a la imagen que ellos poseen y que han enriquecido con sus deseos privados. Y no está ausente tampoco cierto tinte de desprecio: este hombre es el hijo del carpintero -algunos tal vez murmuren algo del embarazo sospechoso de su madre-, por lo que no puede hablar de esa manera, carece de antecedentes familiares y de autoridad para dirigirse de esa manera, justamente a ellos.

Pero, aunque las pupilas puedan irritarse, siempre es preferible la luz a la calma falsa de la oscuridad. Y los nazarenos se aferran a las sombras.
Nadie es profeta en su tierra, y Cristo es profeta de todos los pueblos, de todas las tierras, de todas las naciones.

Señales de dura contradicción serán las menciones a la viuda de Sarepta y al general sirio Naamán, ambos gentiles, ambos enemigos, ambos extranjeros, ambos benditos por la misericordia de Dios. Sin embargo, en vez de volverlos a una razón cordial, los enciende de furias y tratan de despeñarlo, de matarlo como a un perro rabioso, de quitarse esa molestia que no soportan, y prefiguran sin saberlo los espantos y desprecios mayores de la Pasión.

Pero el Señor pasa en medio de los propulsores de la muerte.
Porque Él no pertenece a nadie, y aún así es de todos, de toda la humanidad, y se escapa maravillosamente de aquellos que por serios motivos pretenden su exclusividad y su manipulación.

Cuaresma es tiempo de conversión, tiempo de sinceramiento, de mirar si aceptamos a ese Cristo que se encamina con decisión a todos los pueblos del mundo.
Y si somos capaces de escuchar a tantos profetas de Dios que la Providencia nos regala en nuestros barrios, en nuestros empleos, en nuestras calles, en cada esquina.

Paz y Bien




La samaritana y la sed


Domingo Tercero de Cuaresma

Para el día de hoy (23/03/14):  
Evangelio según San Juan 4, 5-42



Un pozo de agua, en las comunidades donde el líquido vital escasea, es un bien inestimable. Por eso mismo, el pozo suele convertirse, junto a la sinagoga, en centro social de cada aldea o poblado.
Hacia allí se dirige un Jesús muy cansado, agobiado de calor y sed, una imagen tan humana que hasta se nos hace distante de un Dios todopoderoso que gustamos de imaginar, lejano e inaccesible.
 
La hora es inusual e inconveniente. Hacia el mediodía en Palestina hace demasiado calor para tareas tan pesadas como llevar un cántaro y sumergirlo a las profundidades del pozo comunitario para acarrear agua. Quien vá a esa hora, trata de no encontrarse con otros, protegidos a la sombras frescas de las casas. Pero, quizás, esa mujer no encuentre otro momento más propicio.
Ella es mujer y para colmo samaritana, es decir, una enemiga impura de Israel, objeto de habituales miradas de desprecio, y portadora de las restricciones religiosas de su propia cultura, edificada alrededor del templo de Garizim. A menudo, imposiciones restrictivas así constantes conducen a los excluidos al refugio esquivo de ghettos edificados en sus mismos corazones, en mínimo intento de protección frente a un mundo hostil.

Jesús es judío hasta los huesos, es varón y es un rabbí itinerante al que no le importa transgredir ciertas imposiciones culturales, sociales y religiosas si éstas devienen en inhumanas. Santa rebelión frente a las dictámenes absurdos que se escudan tras rótulos de tradiciones a respetar.

El Maestro tiene sed por el camino recorrido y por el calor. Sin embargo, la sed verdadera y más profunda es la de la mujer, una sed que no logra disipar el cambio frecuente de hombres en su vida.
Ella no tiene un nombre citado para identificarla puntualmente, quizás con el designio de que nos volvamos capaces de reconocer a tantos sedientos errantes y olvidados por el motivo que fuere.

Porque el encuentro con Cristo descubre la sed perdida.

Y Él, agua eterna de vida perpetua, hace que no hagan falta más pozos de Jacob. El pozo de agua viva ha de hallarse en las honduras de cada persona.
Y se vuelven relativos el templo de Garizim, el templo de Jerusalem y cada templo de todo sitio frente a la enormidad de la Encarnación: cada mujer y cada hombre son templos vivos y latientes del Dios de la vida.

Ella dialoga con el corazón en la mano con ese Cristo que la busca y la escucha, y eso precisamente es lo que llamamos oración.

Quiera Dios que nunca nos falte la sed. Que el agua fresca, el manantial inagotable está allí, al alcance de todo aquel que quiera beber, sin restricciones ni condiciones, pura gracia.

Paz y Bien



El desbordante amor de Dios



Para el día de hoy (22/03/14):  
Evangelio según San Lucas 15, 1-3. 11b-32

 

De una manera ligera, en esta lectura podríamos llegar a considerar que hay, al menos dos parábolas referidas a cada uno de los hijos.

El hijo menor que busca de afanes vanos, reniega de su padre y dilapida su existencia, que no es otra su fortuna. Llega al extremo de ignorar a ese padre anticipando su muerte, una muerte en su corazón, y es por ese mismo motivo que reclama la porción de la herencia que le corresponde legalmente -un tercio- en su calidad de hijo menor. Lo que no se explicita y que es bastante obvio, que una herencia ha de reclamarse por los herederos cuando fallece el testador. 
En el plano simbólico, el hijo menor se vá a un país lejano, de un modo muy diferente al del emigrante que se vá de su patria en busca de un futuro mejor; este hijo se diluye en una vida licenciosa que supone ilimitada, pero a la vez rompe abruptamente con sus raíces, y ello implica que también se disuelve su identidad y que reniega de sus antepasados, de su historia.

-es significativo, muy significativo, que llamemos precisamente a la Palabra de Dios Testamento, antiguo y nuevo-

Volvamos al hijo menor: lo que imaginaba inacabable se termina, se queda sin un cobre y, para peor, una gran hambruna azota la región en donde se ha establecido. Sólo puede trabajar como porquerizo, cuidando los cerdos, y para un hijo de Israel es una de las indignidades mayores, expresamente prohibida por la ley de Moisés. Hasta envidia el alimento menor de la piara, que nadie le ofrece.
Su regreso es obligado, más no regresa como hijo. Lo impulsa el hambre, la soledad y el desamparo, y tal vez cierta carga de conciencia culposa, y es por ello que todo el camino vá ensayando el discurso que prepara para suplicarle al Padre un puesto como jornalero. Ni imagina volver a ser hijo.

El hijo mayor parece el epítome del muchacho anterior, el opuesto. Toda su vida ha cumplido con exactitud lo que le han mandado, ha trabajado hasta deslomarse, y nunca se le ha reconocido nada, ni siquiera algún premio por esa fidelidad para celebrar con amigos. He ahí el gran problema: este hijo mayor se ha comportado como un observante puntilloso y obediente de las órdenes, y espera su premio, su salario. No se considera un hijo, sino más bien un jornalero que siempre pondrá distancia entre el patrón al que, apenas y a penas, llama padre.
El sonido de la música y la celebración, a su regreso del campo, se le hace emboscada antes que festejo. Supone que al que ha regresado le corresponde un justo y adecuado castigo, que por lo menos beba la misma hiel que derramó, el sabor salobre de muchas lágrimas doloridas. Al no querer ingresar al hogar, se autoexcluye en su enojo y soberbia, y hasta considera al menor como ese hijo tuyo, negándole así su condición imborrable de hermano.

Sin embargo, el hilo conductor y lo que realmente decide -literaria y teológicamente- es la actitud del Padre.
No cuenta las torpezas y ofensas del hijo menor: fija su atención en el horizonte añorando el regreso del hijo amado y perdido. Y no se conforma al intuirlo caminar, andrajoso, en el sendero del retorno. Sale corriendo desaforado a su encuentro: no le importan protocolos ni el qué dirán -a un patriarca se le exige como norma cierta compostura-. Él sale impetuoso e imparable porque el hijo ha regresado, y por ello no hacen falta discursos elaborados ni fórmulas que obtengan unas migajas de perdón. Este Padre abraza, besa, viste de fiesta al hijo, a los parientes, a sus trabajadores y amigos, comparte la alegría con todos porque es motivo de celebración: ese hijo había perdido no solamente fortuna, sino identidad y dignidad. Ya no será un esclavo, sino que volverá, a pesar de todas las miserias que eligió, a ser un hijo con todos sus derechos por la ley primera del amor, por esa misericordia imposible de medir.

El amor de Dios es el amor desbordante de este Padre que también se des-vive por el hijo mayor, porque quiere la familia congregada, plena, feliz. Porque no hay motivo de reconvención o queja, sino de celebrar que Dios nos sale constantemente y a toda velocidad al encuentro de nuestros corazones errantes.

Paz y Bien

La piedra angular



Para el día de hoy (21/03/14):  
Evangelio según San Mateo 21, 33-46




Cualquier judío de su época lo sabía bien: la viña, simbólicamente, representaba a Israel, creada, plantada y cuidada por Dios, y a su vez cedido su uso y sus beneficios a los hijos de Abraham. Por ello el Maestro capta enseguida la atención de sus oyentes con la parábola que hoy nos ofrece el Evangelio.

A través de la historia, ese Dios -único propietario de la viña- fué enviando servidores y mensajeros con palabras certeras para los viñadores, pues el Dueño advertía que las uvas de la cosecha iban de mal en peor, y que el vino, en consecuencia, sería avinagrado e intomable, un signo de vidas dilapidadas, de existencias que se apagan.
Sin embargo los viñadores, con creciente violencia, fueron desoyendo a estos enviados; a algunos, brindándoles su más perfecta indiferencia. A otros su desprecio. A otros, una violencia explícita.
Pero el Dueño es tenaz, porque la viña tiene sentido cuando dá frutos buenos. Ese tiempo de cosecha no es un abstracto post mortem como solemos degustar, sino que está revestido de un aquí y un ahora.
No es un horizonte difuso, una zanahoria lejana a la que nos encaminamos a golpes duros de palos, es bien concreto, y el Dueño es tan paciente como persistente.

Llegado el tiempo de tantos rechazos, envía a su Hijo, en la suposición de que su propia sangre ha de ser escuchada. Pero los arrendatarios, los concesionarios, no lo escuchan y lo matan, gesto brutal de soberbia y desprecio e intento falaz de apropiarse de la viña. Sin un heredero vivo y con un Dueño lejano, ellos reivindicarían legalmente su propiedad.

Llegados a este extremo, los dirigentes de Israel se dan cuenta que se dirige puntualmente a ellos. 
Porque con Cristo el Reino ha llegado, ahora mismo está entre nosotros. Y vida que no florece, vida que perece; sin embargo, es un Dios Abbá, un Dios que ama como un Padre y cuida como una Madre, y no se trata de castigo sino más bien, este perecer, de la consecuencia necesaria.

En la arquitectura y albañilerías de la antigüedad, la piedra angular era una piedra o pilar de gran tamaño que se colocaba en el punto de unión de dos muros, brindándoles fortaleza y soportando el peso de toda la construcción. Sin esta piedra angular, las paredes se derrumban y todo se viene abajo.

Cada vez que se rechaza a los enviados de Dios -padre, madre, amigos, desconocidos mensajeros, profetas de barrio, los pobres, las vidas consagradas- nuestros edificios se conmueven, y corremos serio riesgo de derribo.
No escuchar la voz del Hijo a través de sus hermanos, es viña desperdiciada, es casa derrumbada, es templo/existencia inútil.

Paz y Bien

Nuestras omisiones




Para el día de hoy (20/03/14):  
Evangelio según San Lucas 16, 19-31



El contraste no puede ser mayor, y el Maestro lo utiliza como hipérbole, como medio de enseñanza, de llamada, de clamor por atención y conversión.

De un lado, un hombre inmensamente rico que viste de púrpura -símbolo de riqueza y poder- y lino finísimo, una de las telas más costosas y de uso restricto dado que es tan cara. Nada dice Jesús acerca de que este hombre es violento, es un corrupto, un explotador, un ladrón. Nada de eso, pero curiosamente no tiene nombre -aunque tradicionalmente se lo identifique como Epulón, que es una derivación del vocablo griego epulabatur, el que remite a aquél que gusta de celebrar banquetes. O sea, un banqueteador consuetudinario, de festejo diario sin pausa, todos esplendorosos banquetes.

A la puerta de su casa -que también podemos suponer, al menos, un palacete- se encuentra el último de los hombres. De manera curiosa, nuevamente, este hombre sí es identificado como Lázaro, cuya raíz aramea remite Eleazar, a Dios ayuda
Lázaro no tiene ropajes lujosos: está revestido de llagas en todo su cuerpo. En un signo de suprema miseria, los perros lamen esas lesiones, y Lázaro ansía saciarse con las sobras que caen de la mesa del rico.
En esa época, se acostumbraba limpiarse la grasa de los dedos con trozos de pan, que luego se arrojaban como basura a los perros. Éste es el banquete que añora Lázaro, pero tampoco puede, siquiera, acceder a esas migajas, lo que delata su postración absoluta.

Llegado su tiempo, los dos mueren. Hasta en la misma muerte la brecha se amplía, pues el rico es sepultado y el pobre posiblemente sea arrojado a una fosa común.
Sin embargo, trasciende que el pobre es honrado en el seno eterno de Abraham, es decir, en la vida perenne de Dios, mientras que el rico encuentra por destino la desolación perpetua.

El rico pide la ayuda de Lázaro en carácter instrumental, como un peón. Pero la distancia entre ambos es insalvable, pues el abismo ya se ha establecido en esa puerta cerrada de la casa/corazón de Epulón.

Dicen por allí, con notable certidumbre, que para que el mal triunfe no cuenta tanto la pericia de los malos, sino que los buenos se queden de brazos cruzados. Ésa, precisamente, sea nuestra condena: las omisiones, es decir, todo el bien que podríamos haber hecho al prójimo y no lo hicimos es la carga que nos hunde en los abismos de la muerte,

En este tiempo de llamado a la conversión y al regreso a Dios -que es siempre regreso al hermano- es tiempo también de abrir los ojos y no dar la espalda a tantos Lázaros que agonizan en silencio a nuestras puertas, que son amados inmensamente por Dios, que hay mucho por obrar y nada que entregar a cómodas resignaciones, que es mucho lo que se pierde cuando no hacemos nada, aún cuando a veces hagamos cosas malas, y que la justicia comienza aquí y ahora y se extiende hacia la eternidad, porque la Salvación, que es don y misterio, no es cosa sólo del más allá sino que tiene parte de sus cimientos en el más acá, y que aún hay muchos abismos que cerrar porque no hicimos todo lo que debemos y lo que podemos hacer.

Paz y Bien

San José de Nazareth



Solemnidad de San José, esposo de la Virgen María

Para el día de hoy (19/03/14):  
Evangelio según San Mateo 1, 16. 18-21. 24a




El lugar en el mundo de donde uno proviene -el pago, la querencia, la patria chica-, que no necesariamente es el lugar de nacimiento, suele marcar el carácter de cada persona, e influye en todos los órdenes de la existencia, especialmente en los afectos, en el modo de ser, en la tonada. 

Galilea, y en ella Nazareth, estaba varios escalones por debajo en la estimación de la nación judía. Debido a encontrarse en un sitio geográficamente estratégico, fué pasto de conquista para los enemigos de Israel a través de los siglos y muchas veces ocupada y colonizada. Así entonces era sospechosa de cierta impureza racial y por ello de heterodoxia religiosa por la influencia foránea; también es dable suponer cierto desprecio de los habitantes de Judea y especialmente de Jerusalem para con los provincianos galileos.
A tal punto, que los Evangelios lo retratan con precisión: los escribas, los sacerdotes y hasta uno de los discípulos -Natanael- daban por sentado que nada bueno podía salir de Galilea, de esa Nazareth menor, aldea ignota que casi no cuenta.
Ser galileo y, más aún, ser nazareno era ser de la periferia, de donde nada ha de esperarse, casi un marginal, un judío kelper de segunda categoría.

Sin embargo, en esa frontera misma de la existencia, allí Dios comienza a tejer la Salvación. Y toda la historia dará un giro que significará un regreso a la humanidad misma, señal cierta de que Dios elige lo pequeño, lo que no cuenta para que acontezcan los milagros.

Del carpintero nazareno José sabemos, en apariencia, muy poco. Sólo en apariencia, porque lo que nos relata el Evangelio es profundísimo e imprescindible.

Llama la atención de San José su silencio.

Sin embargo, no se debe a la omisión de palabras; el silencio de José es enorme y refulgente a través de los siglos.

Es el silencio de los que viven y respiran la justicia, practicándola en cada uno de los instantes de su existencia, porque ajustan su voluntad a la voluntad de Dios.

Es el silencio de aquellos que, aún con la razón confundida y mareada por el peso de los acontecimientos, jamás se resignan ni reniegan de su confianza en el Dios que los sostiene.

Es el silencio de todos aquellos que ofrecen su pequeñez cuidando y protegiendo la vida de los demás, héroes a menudo anónimos y silentes sin los cuales estaríamos huérfanos de solidaridad.

Es el silencio estruendoso de los hombres íntegros, de aquellos que jamás -por ningún motivo- se corrompen, que aman el trabajo porque sus manos encallecidas son la medalla que refleja la dignidad conquistada a puro esfuerzo.

Es el silencio fructífero de aquellos que se saben plenos, felices frente al deber cumplido. Y que no buscan protagonismos porque quien cuenta e importa es el otro, y a su vez se retiran al silencio porque ya han saboreado la eternidad en estos arrabales, la trascendencia de ofrecer lo que se es para que el otro sea, y sea feliz.

Es el silencio santo de los que creen y aman sin condiciones.

San José de Nazareth ofreció -aún a riesgo de sentirse ajeno y fuera de lugar- el inmenso amor que sentía por la esposa que amaba, esa muchachita judía llamada María.
San José brinda al Redentor un nombre, una identidad, una familia, una ascendencia legal y real, sin la cual el Mesías sería sólo un niño sin importancia ni relevancia, el producto de algún romance prohibido.
San José es el que protege esa vida en ciernes, en el seno de la esposa que ama, en la niñez de ese hijo que es suyo, tanto o más que si fuera continuación de su propia sangre.
San José deja su impronta bondadosa en ese Hijo maravillosa: por eso mismo, ese Hijo -años después- llamaría e identificaría a Dios como Abbá, nombre cariñoso y quizás la primera palabra que pronunció en su infancia primera.

San José intuía lo que su Hijo enseñaría más adelante, y es que Dios se hace familia de toda la humanidad.

San José, con el temor y la fuerza imparable del amor, llamaba Hijito al Dios en el que creía, y ese es el signo de que cosas extraordinarias han sucedido y seguirán aconteciendo si nos atrevemos a creer.

Paz y Bien


Filacterias




Para el día de hoy (18/03/14):  
Evangelio según San Mateo 23, 1-12



La enseñanza de Jesús de Nazareth, dirigida hoy a los discípulos y a todo el pueblo, a veces se explicitaba al modo de una crítica feroz, de invectivas durísimas. Y los destinatarios de esas palabras filosas eran, en este caso, escribas y fariseos que detentaban el poder religioso en la nación judía.

Aquí es menester hacer un alto: la crítica se dirige a la ética, a la actitud de esos hombres como dirigentes espirituales de su pueblo, más no como judíos. Inferir cualquier rasgo -por leve que parezca- de antisemitismo no sólo es estúpido, sino que es ajeno y abiertamente contrario al Evangelio, una afrenta inconmensurable al Dios de la vida que, tristemente, hemos ejercido por siglos y suele perdurar, matizada con argumentos ideológicos.

Cierto es que el Maestro critica la actitud y el obrar más no la función. Esos hombres ocupaban la cátedra de Moisés, es decir, eran custodios de la sagrada herencia espiritual de Israel que es también nuestra herencia y parte de nuestra tradición; en los momentos críticos de su historia, supieron mantener vivo el rescoldo de la identidad nacional y sus vínculos espirituales amenazados por guerras, destierros e invasiones extranjeras. Por ello mismo habla de escucharlos en tanto intérpretes de la Ley y los profetas, pero de ningún modo seguirlos a ellos como ejemplos de vidas virtuosas.

Él señala las posturas típicas de esos hombres: amaban figurar, ser reconocidos y venerados por el pueblo, y así escogían los lugares de honor en los banquetes, los primeros bancos en las sinagogas, el reconocimiento doctoral, y como parte de esa figuración, alargaban los flecos de sus mantos y agrandaban las filacterias.

El término filacteria proviene del griego phylacterion, que remite a objetos destinados a protección piadosa y, más aún, artilugios cuasi amuletos. Para la fé de Israel, el término es injusto y lejano a la verdad, toda vez que en rigor el uso de amuletos es idolátrico y está terminantemente prohibido. Así entonces, el nombre original de las filacterias -en hebrero y arameo- es tefilin, que son pequeños estuches o envolturas de cuero que se ciñen al brazo que no es útil y a la frente del creyente, pues en esos envoltorios se guardan pasajes de la Torah, símbolo de llevar la Palabra de Dios a todas partes, y en todos los estamentos de la vida.
El problema real era la ostentación y la exterioridad, y así esas filacterias se agrandaban en el afán del reconocimiento ajeno, convirtiéndolas así de objetos buenos y piadosos en esos amuletos repudiados. Peor aún, es que llevan sólo por fuera la Palabra, pero ésta no cala en sus corazones, y así suponen establecidas sus prerrogativas, sus títulos y poderes.

Porque el poder, cuando no se ejerce como servicio, necesariamente conduce a la opresión, a colocar cargas intolerables en los corazones.

En esta familia grande que llamamos Iglesia, de un modo distinto pero a la vez similar, continuamos agrandando nuestras filacterias en afán de figurar, del poder, del reconocimiento, del dominio que conduce al desprecio y a la minusvaloración del otro. En esos espacios escasos no hay lugar para la fraternidad, y la fé es sólo una práctica del culto los domingos, un rito a cumplir para que todo siga igual, para que nada cambie.

Es tiempo de Cuaresma, tiempo del regreso a lo que en verdad somos, y de encaminarnos a ese destino eterno que se nos propone y ofrece sin condiciones un hermano, el hermano mayor, Cristo el Señor.

Paz y Bien



A imagen y semejanza



Para el día de hoy (17/03/14):  
Evangelio según San Lucas 6, 36-38



Hay cuestiones familiares que se adivinan o se intuyen no tanto por los rasgos físicos, sino por los caracteres, por el talante, por el modo de ser en el mundo. Y eso cobra especial valor en un mundo globalizado que tiende a desdibujar y uniformar identidades.
Así, quizás, sea un modo de saber cómo y quienes somos, y adonde pertenecemos por lo que hacemos y por cómo lo hacemos antes que esgrimir credenciales o certificados de pertenencia.

Jesús de Nazareth amplió los acotados lazos biológicos o sociales de tribu o clan a una familia inmensa, de hijas e hijos de Dios, hermanos suyos en verdad y realidad. Nada de como si fueran, nada de eso; certeza indiscutible de pertenencia familiar.

Tal vez, entonces, los cristianos -aquellos que nos declaramos pertenecientes a la familia de Cristo, discípulos y seguidores- nos hemos esforzado demasiado en la portación de esas tarjetas o documentos que nos confieren una pretendida pertenencia religiosa. Porque entendemos lo religioso como la adhesión a dogmas, el cumplimiento de preceptos, la identificación litúrgica; todo ello no está nada mal, claro que nó, pero el riesgo innato es quedarse atrapados en templos de piedra, y postergar u olvidar que el culto primero al Dios de la vida comienza en el templo vivo y latiente del hermano. Porque el culto verdadero es la compasión, y la religión que todo lo trasciende es la misericordia.

Demasiado aferrados a las escasas medidas humanas, solemos olvidar que el amor no es mesurable ni cuantificable. Sin embargo, decide destinos, vida o muerte, trascender o perecer.
Sin temor a ciertos desvíos fervorosos, vivir a imagen y semejanza de ese Dios que es misericordia es ratificar que somos sus hijas y sus hijos y que por ello somos capaces, con Cristo, de transformar este rostro inhumano del mundo desde la solidaridad, el perdón, la generosidad y la justicia.

Paz y Bien

Transfiguración, plenitud de sentido



Segundo Domingo de Cuaresma

Para el día de hoy (16/03/14):  
Evangelio según San Mateo 17, 1-9




La liturgia nos vuelve a situar en el camino directo a Jerusalem, donde aguarda a Jesús con cruda certeza el horror y el espanto de la crucifixión. 
Más Él no vá en soledad lo acompañan los discípulos, cariacontecidos y muy probablemente deprimidos ante esa imagen dolorosa que no terminan de aceptar. Ese Cristo de la Pasión, ese Mesías escarnecido y derrotado les encallece el corazón de tristeza y los reviste de miedo. Ellos, como discípulos y seguidores, no han de esperar menos.

En la cima del monte -símbolo del encuentro pleno con Dios- Jesús se transfigura; es una teofanía, es decir, una manifestación pura de Dios.
Este Cristo resplandeciente que dialoga con Moisés y Elías -la Palabra que fundamenta la Ley y los profetas- se vuelve transparente para los discípulos, para que renueven ánimos y esperanzas, para que no bajemos los brazos, para que todo se torne pleno de sentido.
Porque sin Transfiguración, Jesús de Nazareth sólo será un galileo alborotador, un rabbí subversivo,  un marginal más que predicaba cosas a veces extrañas y complicadas, a veces bonitas, pero sólo un hombre, un condenado quizás injustamente, cuyo cadalso dibuja los límites.
La Transfiguración empuja más allá de cualquier previsión esas mezquinas fronteras que nos imponemos, y abre la ventana al verdadero horizonte, que ya no es el horror y el escarnio, sino que es el amor mayor en el que refulge el amor mismo de Dios, un Cristo que cierra abismos y establece puentes para que la muerte no tenga la última palabra.

Transfiguración es plenitud de sentido y canastas llenas de esperanza.
Transfiguración es volver a descubrir que lo que cuenta es oír y escuchar al Hijo del hombre, Jesús de Nazareth, Señor y hermano nuestro.
Transfiguración es sabernos amados hasta el extremo con afecto de padre y cuidado de madre por ese Dios que nos tiene, sin condiciones, por predilectos, únicos, hijas e hijos.

En ánimo de pura praxis que no piensa demasiado, con Pedro también nos gustaría afincarnos allí, en ese encuentro inmensamente pacífico y asombrosamente pleno. Pero en cierto modo, ello implica guardarnos esa transparencia y ese resplandor para unos pocos.

Es menester volver al llano, allí mismo en donde campean las sombras, para que esa luz llegue a todos los rincones, a los corazones doloridos, a los espíritus resignados, a las almas doblegadas, porque vale la pena vivir aunque nos amenacen tantas cruces, porque es bueno y es causa de plenitud ofrecer la propia existencia para que otro viva, porque todo puede cobrar sentido santo y eterno.

Paz y Bien

Shalom de liberación



Para el día de hoy (15/03/14):  
Evangelio según San Mateo 5, 43-48



Con presupuestos humanamente muy razonables, estamos atrapados en una lógica que, necesariamente, deja un tendal de muertos y heridos, y que no vá más allá de nosotros mismos, carece de trascendencia, se agota en su misma raíz.

Pero con Jesús de Nazareth no hay lugar para el no se puede. Él toma las tradiciones de su pueblo -tan comunes a todos los pueblos- y las resignifica.
En la ley de Moises y la cultura de Israel, estaba explícito el mandato de amar al prójimo, es decir, amar al par, al judío, al otro hijo de Israel. El forastero que es el extranjero que ha sido asimilado por Israel también debe ser amado y respetado; ahora bien, nada dice acerca del extranjero.
La extranjería -total ajenidad- no tiene ningún condicionamiento moral ni obligación ética, por lo que es perfectamente odiable, y obviamente eliminable sin cargo de conciencia a la hora de la guerra. El lejano -que puede estar a sólo unos metros- está separado por una brecha infranqueable.

Aún así, el Dios de Jesús de Nazareth es el Dios del prójimo, del forastero y del extranjero, que no realiza estas disquisiciones que son tan nuestras sino que sólo mira y vé hijas e hijos.

Esos proyectos tan actuales en donde es posible y justificable el odio en todas sus expresiones y formas refinadas, nada tiene que ver con el Reino. 
De tal palo tal astilla sentencia verazmente el saber popular, y si nos reconocemos hijas e hijos de ese Dios Abbá, no podemos ser distintos ni menos que Él.

No hay lugar para abstracciones ni para conformismos banales en los templos y predicaciones. Más que una utopía, tiene su encarnación concreta en este mundo tan violento y cruel, porque es el único modo de sanar corazones y acercar a las gentes.

Shalom no es sólo un deseo de paz: es la bendición efectiva y eficaz de ese Dios que es liberación para todos los corazones heridos, para que florezca la vida, para que retroceda la muerte.

Paz y Bien

Culto y justicia



Para el día de hoy (14/03/14):  
Evangelio según San Mateo 5, 20-26




Seguir a Jesús, ser su discípulo no es nada fácil. Entraña exigencias y condiciones que no están predeterminadas: en la ilógica del Reino, tienen su fundamento en el amor primero de Dios, y en la ofrenda total que hace el Maestro de su propia existencia. Pide porque, ante todo, se ha brindado sin reservarse nada para sí.
En esa aparente paradoja, ser discípulo implica todo un compromiso antes que la adquisición de prebendas y derechos, la responsabilidad de ser testigo fiel de la bondad de Dios descubierta en la propia vida, el sumergirse corazón adentro para reconocer qué es lo que nos va socavando, qué es lo que se nos muere, qué es aquello que debe modificarse o quitarse, pues en esas honduras se encuentran las raíces mismas de todo lo que hacemos y todo lo que somos.

De allí el mandato de superar la justicia de escribas y fariseos. Es un éxodo, y como tal es doloroso, trabajoso pero infinitamente necesario para nuestra liberación, sueño y ofrenda de ese Dios que se desvive por nosotros.
Pues escribas y fariseos era hombres profundamente religiosos, puntillosos en el cumplimiento de las normas, la ortodoxia y exactos en la piedad. El error es suponer que ese cumplimiento superficial de normas acumula beneficios santos que ameritan recompensas y premiaciones divinas. En esa concepción no hay corazones transformados -hay un interés manifiesto-, hay egoísmo, y por sobre todo, hay una negación expresa de la Gracia, del amor incondicional del Creador.
Así entonces no se permite a Dios ser Dios, sino que se porta y se rinde culto a una caricatura o un ídolo que se adecua a necesidades egoístas y banales.

De este perentorio llamado a la conversión no está desligado el prójimo. Por el contrario, toda relación con Dios se refleja en la relación con el otro; pero es el tiempo de la Buena Noticia, de Dios Familia, y ese otro no es una abstracto ni una generalización. El otro es concreto, el otro es mi hermano aún cuando no nos coincida la biología.

Deber santo es que el hermano viva, y viva en plenitud. Enojos e iras, insultos y maldiciones son modos -a veces no tan sutiles- de negar la fraternidad, de sacrificar al prójimo en el ara del materialismo, del homicidio espiritualmente concreto del hermano.

No corresponde tampoco la extrapolación hasta el absurdo que implica renegar del culto y la piedad. Sin embargo, todo comienza y adquiere sentido desde la misericordia que se respira incondicionalmente. Porque a Dios se le rinde culto en el hermano, y por eso el culto primero es la compasión, el escándalo de la solidaridad que no deja nada pendiente, deudas a saldar que lesionan las almas.

Celebramos a Dios celebrando la vida, y la vida no se celebra individualmente, a solas, sino con el otro, cuando crece el nosotros, cuando la comunión abre paso a la fraternidad y así obtenemos canastas santas desbordantes de justicia, perdón y paz.

Paz y Bien

La Regla de Oro y la oración



Para el día de hoy (13/03/14):  
Evangelio según San Mateo 7, 7-12




La llamada Regla de Oro tiene muchos siglos de antigüedad, inclusive persiste en numerosas culturas desde mucho antes del nacimiento de Cristo: refiere a principios éticos y morales de reciprocidad que propenden a la convivencia pacífica y justa entre las personas.

Sin embargo, en su gran mayoría prima su enunciación negativa, al modo de no hacer a los otros lo que no quieres que te hagan a tí mismo. Se trata de una cuestión básica y fundamental, propia del sentido común... aún cuando éste sea el menos común de los sentidos.
Pero el Maestro invierte la negatividad expresada, y esta regla de oro se transforma en una afirmación positiva y, por tal, proactiva, pues supone un salto enorme desde la pasividad de no hacer algo malo -primum non nocere, primero no hacer daño- a vincularse con el prójimo haciendo el bien, y ese camino que Jesús define como la Ley y los profetas es el modo de abrir las puertas a la fraternidad, a la justicia, a la comunidad, a la convivencia pacífica y fructífera que conocemos como comunión.

Aún así, es menester despejarnos de toda tentación de abstracciones. Se trata de acciones concretas y de realidades tangibles que surgen del asombroso acontecimiento mismo de la Encarnación, Dios-con-nosotros.
Es ese Dios que se hace hombre y que se queda con nosotros, Jesucristo, el que no se ha quedado quieto ni observa lo que nos pasa a una distancia insalvable, sino que se pone en movimiento, toma la iniciativa y se acerca en cordialidad salvadora.

De Dios son todas las primacías, los pasos primordiales, la primera palabra.
Es ese Dios el que nos habla con bondad de Padre y afecto de Madre, y por ello mismo la oración, antes que nada, es respuesta a su llamado primero.

Orar es ponerse en la misma sintonía eterna de Dios, una eternidad que comienza en el aquí y el ahora.
Orar es descubrirnos mendigos de la misericordia, mínimos y vulnerables -todos, sin excepción- heridos de angustia, lastimados de pecado, dependientes de todo.

El Dios de Jesús de Nazareth es un Dios de pan y peces, de tinajas llenas de vino para que la vida sea una fiesta.
Por eso oramos verazmente abandonando pretensiones egoístas y de satisfacción de deseos menores. Oramos porque se hace posible el encuentro definitivo que ese Dios ha propiciado bondadosamente, por amor paternal, que siempre escucha, que prodiga el bien, que no tiene horarios ni condiciones.

Suplicamos y pedimos porque nos reconocemos carentes y necesitados. Buscamos porque estamos incompletos y tenemos hambre de luz y verdad. Llamamos porque sabemos que toda puerta ha de abrirse, aún la más trabada, aún la que parece infranqueable.

Oramos porque nos reconocemos hijas e hijos.

Paz y Bien

La señal de Jonás



Para el día de hoy (12/03/14):  
Evangelio según San Lucas 11, 29-32



La raíz de la crítica de Jesús a su generación -y a todas las generaciones similares- es la búsqueda de hechos prodigiosos, mágicos, signos en modo espectacular que, de algún modo, legitimen el obrar de Cristo. Pero en realidad, el requerir una señal de esas características en el fondo oculta las ganas de no querer creer, y de pasar por alto el testimonio solar y luminoso de toda la existencia y enseñanza de Jesús de Nazareth, signo absoluto del amor de Dios. Porque todo se oculta a la mirada mezquina de la razón subjetiva, pero resplandece a los ojos de la fé.

Así el Maestro afirma que a esa generación no se le brindará otra señal que la de Jonás. Detengámonos por un momento en esa historia.

Jonás era un profeta elegido por Dios para predicar la conversión a los habitantes de Nínive, capital del imperio asirio, quienes eran feroces enemigos de Israel. En la memoria colectiva judía, perduraban las derrotas y las humillaciones conferidas por los ejércitos y los reyes asirios, y si a eso le añadimos las tradiciones religiosas, cualquier varón que se reconozca como hijo fiel de Israel no sólo evitará todo contacto con ese pueblo extranjero y pagano, de dioses extraños, sino que a su vez deseará -razonablemente- la destrucción de ese enemigo que está muy cerca de sus fronteras, en ansias de prodigar cierta tranquilidad política y geográfica. También, la desaparición de un enemigo fuerte aumenta las posibilidades de Israel de erigirse como potencia sin competencia.

Sin embargo, Jonás es enviado a los ninivitas a predicar el arrepentimiento y la conversión bajo apercibimiento de una destrucción cercana. 
Una lectura lineal nos conduce a imaginar a un Dios que elimina con un simple gesto a los enemigos de su pueblo, sembrador de venganza, de muerte y destrucción. Sin embargo, se trata de algo mucho más profundo, y es que la elección de una vida en pecado -es decir, en deterioro progresivo por el mal vivido- conduce necesariamente al abismo. Somos nosotros los que nos aniquilamos en nuestras miserias.

Jonás es reticente y renuente a ir hacia la capital enemiga, más los motivos no son los que imaginamos. Él sabe bien que el Dios de Israel es rico en misericordia, clemente y compasivo, lento para la cólera, y lo que en realidad está ofreciendo a los ninivitas es una mano amiga de Salvación. En su prejuicio, huye hacia Tarsis. Prefiere escapar de la misión que Dios le ha confiado a ser artífice de que la misericordia llegue a esos extranjeros que odia y desprecia. Prefiere la destrucción de los asirios, sin darse cuenta que así socava sus mismos días, y su vida es la que queda malherida, en grave riesgo.
La amenaza de un naufragio lo arroja a las aguas encrespadas del mar, y pasa días en el vientre de una ballena, sepulcro viviente para su espanto y su reflexión. Esa muerte lo devuelve luego de tres días -signo de la Resurrección de Jesús- y su rostro marcado por la terrible experiencia de la muerte cercana y de esa bondad de Dios que lo confunde, lo vuelven indubitablemente creíble y fiable, con la entereza que solemos encontrar en la integridad de tantos hombres y mujeres. Esa entereza convence a los ninivitas, que se convierten a la misericordia de Dios desde el mismo rey al último de los súbditos, incluido el ganado.

Jonás es una señal inequívoca y asombrosa para los judíos de su tiempo: el amor y la misericordia de Dios no tienen límites. Las restricciones las imaginamos e imponemos, y por eso mismo Jonás también es una señal para todos nosotros, que solemos apropiarnos de manera monopólica de las bondades divinas.

Pero este Dios llueve su bondad y su perdón a todas las naciones, y se desvive para que las gentes emprendan el camino del regreso a la humanidad plena, y esto lo sabemos por la revelación de Jesús de Nazareth, que sin lugar a dudas, es algo más, mucho más que el bueno de Jonás.

Paz y Bien






Padre Nuestro: oración del Señor, oración del discípulo




Para el día de hoy (11/03/14):  
Evangelio según San Mateo 6, 7-15



Ante todo, la eficacia de la oración. Jesús de Nazareth nos pone en guardia contra esa extendida costumbre de la repetición de fórmulas predeterminadas en tono de plegaria, que suponen que así se obtienen los favores divinos. Es un mecanicismo falaz, y una espiritualidad basada en la retribución mágica, en la que una pretensa elocuencia logra torcer a su favor los designios de Dios por la acumulación piadosa.

Con una figura plena de simbología, el profeta Isaías lo anticipa con gran belleza: la Palabra de Dios es lluvia fresca que desciende del cielo y no regresa sin antes haber regado y fecundado la tierra. Así entonces el Maestro entiende que la oración es respuesta, es devolución al susurro bondadoso de un Dios que ama y que no se impone a los gritos, que hace fecundar la vida en los corazones que permiten que la semilla germine. 
La primera Palabra, las primacías siempre son de Dios. Por ello la oración cristiana es siempre respuesta a ese llamado primordial de un Dios que Jesús reconoce tan cercano que lo llama Padre, y más aún, Abbá, Papá, Dios de nuestras cercanías, Dios desde los afectos.

Cuando la Palabra se nos hace carne, vida fecunda como María de Nazareth, allí el Evangelio se respira a diario como aire renovado.
Y así, en una asombrosa añoranza, suplicamos a ese Dios que es Padre y es Madre, que es el Totalmente Otro pero que sin embargo habita entre nosotros, que venga su Reino, que la tierra se santifique con su Nombre vivido. Porque no hay que relegar al más allá lo que comienza aquí y ahora en el más acá.
Queremos que se haga su voluntad, y que se manifieste su gloria, y con San Ireneo, esa gloria es que el hombre viva, y viva en plenitud.

Por eso la causa de Dios es también la causa de los hermanos, en los que nos reconocemos y espejamos pues tenemos un mismo origen cordial, un destino infinitamente bondadoso de hijas e hijos por los que ansiamos justicia, paz y pan, pan del sustento y pan de la Palabra.
Entre tantas rupturas y sobreabundancia de violencias, reafirmamos la locura de la fraternidad desde el milagro del perdón recíproco, pues es la misericordia la que sostiene al universo.
Y a pesar de nuestros quebrantos, nuestras infidelidades y limitaciones, suplicamos no abandonarnos a la tentación del yo, del egoísmo, de un mundo escaso y limitado a unos pocos.
Dios de nuestra Pascua y nuestra liberación, no permitirá desde nuestra confianza que el mal campee, porque la Gracia desborda toda mesura.

La oración del Señor, replicada a lo largo de tantos siglos, es también la oración de los discípulos que han encontrado en Cristo al Salvador, al amigo, al hermano.

Paz y Bien


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