San José de Nazareth



Solemnidad de San José, esposo de la Virgen María

Para el día de hoy (19/03/14):  
Evangelio según San Mateo 1, 16. 18-21. 24a




El lugar en el mundo de donde uno proviene -el pago, la querencia, la patria chica-, que no necesariamente es el lugar de nacimiento, suele marcar el carácter de cada persona, e influye en todos los órdenes de la existencia, especialmente en los afectos, en el modo de ser, en la tonada. 

Galilea, y en ella Nazareth, estaba varios escalones por debajo en la estimación de la nación judía. Debido a encontrarse en un sitio geográficamente estratégico, fué pasto de conquista para los enemigos de Israel a través de los siglos y muchas veces ocupada y colonizada. Así entonces era sospechosa de cierta impureza racial y por ello de heterodoxia religiosa por la influencia foránea; también es dable suponer cierto desprecio de los habitantes de Judea y especialmente de Jerusalem para con los provincianos galileos.
A tal punto, que los Evangelios lo retratan con precisión: los escribas, los sacerdotes y hasta uno de los discípulos -Natanael- daban por sentado que nada bueno podía salir de Galilea, de esa Nazareth menor, aldea ignota que casi no cuenta.
Ser galileo y, más aún, ser nazareno era ser de la periferia, de donde nada ha de esperarse, casi un marginal, un judío kelper de segunda categoría.

Sin embargo, en esa frontera misma de la existencia, allí Dios comienza a tejer la Salvación. Y toda la historia dará un giro que significará un regreso a la humanidad misma, señal cierta de que Dios elige lo pequeño, lo que no cuenta para que acontezcan los milagros.

Del carpintero nazareno José sabemos, en apariencia, muy poco. Sólo en apariencia, porque lo que nos relata el Evangelio es profundísimo e imprescindible.

Llama la atención de San José su silencio.

Sin embargo, no se debe a la omisión de palabras; el silencio de José es enorme y refulgente a través de los siglos.

Es el silencio de los que viven y respiran la justicia, practicándola en cada uno de los instantes de su existencia, porque ajustan su voluntad a la voluntad de Dios.

Es el silencio de aquellos que, aún con la razón confundida y mareada por el peso de los acontecimientos, jamás se resignan ni reniegan de su confianza en el Dios que los sostiene.

Es el silencio de todos aquellos que ofrecen su pequeñez cuidando y protegiendo la vida de los demás, héroes a menudo anónimos y silentes sin los cuales estaríamos huérfanos de solidaridad.

Es el silencio estruendoso de los hombres íntegros, de aquellos que jamás -por ningún motivo- se corrompen, que aman el trabajo porque sus manos encallecidas son la medalla que refleja la dignidad conquistada a puro esfuerzo.

Es el silencio fructífero de aquellos que se saben plenos, felices frente al deber cumplido. Y que no buscan protagonismos porque quien cuenta e importa es el otro, y a su vez se retiran al silencio porque ya han saboreado la eternidad en estos arrabales, la trascendencia de ofrecer lo que se es para que el otro sea, y sea feliz.

Es el silencio santo de los que creen y aman sin condiciones.

San José de Nazareth ofreció -aún a riesgo de sentirse ajeno y fuera de lugar- el inmenso amor que sentía por la esposa que amaba, esa muchachita judía llamada María.
San José brinda al Redentor un nombre, una identidad, una familia, una ascendencia legal y real, sin la cual el Mesías sería sólo un niño sin importancia ni relevancia, el producto de algún romance prohibido.
San José es el que protege esa vida en ciernes, en el seno de la esposa que ama, en la niñez de ese hijo que es suyo, tanto o más que si fuera continuación de su propia sangre.
San José deja su impronta bondadosa en ese Hijo maravillosa: por eso mismo, ese Hijo -años después- llamaría e identificaría a Dios como Abbá, nombre cariñoso y quizás la primera palabra que pronunció en su infancia primera.

San José intuía lo que su Hijo enseñaría más adelante, y es que Dios se hace familia de toda la humanidad.

San José, con el temor y la fuerza imparable del amor, llamaba Hijito al Dios en el que creía, y ese es el signo de que cosas extraordinarias han sucedido y seguirán aconteciendo si nos atrevemos a creer.

Paz y Bien


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