Con la libertad de los hijos



Para el día de hoy (30/04/14):  
Evangelio según San Juan 3, 16-21




Siempre tenemos presentes en nuestra imaginación sendas balanzas, balanzas que detentará Dios y que, según su inclinación favorable o contraria nos hará obtener los premios eternos o la condena definitiva. Ello se corresponde a una dura imagen de un dios juez, jurado, fiscal y verdugo todo a la vez, rápido y eficaz en sus castigos en el final de la existencia terrena o en una potencial existencia postrera.

Esa mentalidad religiosa se corresponde a una espiritualidad pseudo comercial, de acumulación de méritos piadosos que se trocarán por los favores divinos.

Nada más ajeno al amor de Dios, nada más contrario a la Cruz. Porque la cruz es una locura y un escándalo desde las limitadas razones humanas. Supone la ejecución abyecta de los marginales, infiere derrota y humillación, epítome de todos los fracasos.

Pero en esa cruz de la Pasión de Jesucristo y por esa cruz todos vivimos.
Esa cruz es señal perenne del amor asombroso e insondable de Dios, que es capaz de entregar a su mismo Hijo para nuestra salvación. Porque nos ama, a buenos y malos, a justos e injustos, especialmente a los que andan extraviados, agobiados de sombras y miserias.

El Dios de Jesús de Nazareth, por ese mismo amor de Padre y Madre nos ha conferido en la Resurrección la identidad plena de hijas e hijos, y con ello, nuestra libertad. La libertad de salvarnos, la libertad de hundirnos en los fosos de los que nunca se sale porque no se quiere.

La Salvación es don y misterio, pero es también invitación a ser partícipes necesarios. No somos espectadores pasivos, ni robots, ni marionetas manipuladas por hilos invisibles. Desde esa misma condición filial, asombrosamente podemos elegir entre la luz y las sombras.

Somos muy pero muy valiosos a los ojos de Dios, y Él confía en nosotros mucho más que las pequeñas muestras de confianza con que sabemos retribuirle.

Quizás no nos hemos convencido aún que a las hijas y a los hijos se les reconoce su identidad porque llevan a cada instante el rasgo primordial de la familia. Y este rasgo -mucho más que el adn, lejos de cualquier tribu- es precisamente el amor, que se expresa en humilde silencio, en gestos de compasión, en acciones solidarias, en pasos de servicio generoso, en fiestas de liberación. Ahí resplandece la luz de esta familia creciente que llamamos Iglesia.

Paz y Bien

Nacer de nuevo, nacer de lo alto



Para el día de hoy (29/04/14):  
Evangelio según San Juan 3, 7b-15



Durante demasiado tiempo hemos oscilado entre repudiar lo corporal -la carne- en pos de una supuesta y etérea vida espiritual. Pero mucho más gravoso ha sido que gustosamente hemos abierto sendos paraguas que impiden que el sol del Evangelio, que la lluvia fresca del Espíritu nos toque, casi como que nos hemos vuelto inmunes a cualquier novedad, una religiosidad definitivamente establecida que no admite cambios, y por eso mismo conversión.

Amor ritual, literalidad en la Palabra, la fé como un acontecimiento social más que se practica los domingos y fiestas de guardar y concienzudamente se olvida el resto de los días.

El bautismo, con su profunda simbología de sumergirse en las aguas para emerger a una vida nueva, feliz ingreso a la comunidad cristiana, ha de renovarse de continuo, tal como renovamos las promesas bautismales en magnas celebraciones.
Porque las cosas mundanas, por buenas que fueren, son limitadas e inmanentes. Son tantas las creaciones de aquí abajo que gustamos de elevar a rangos divinos, y suelen convertirse en causa de opresión, de exclusión, de rostros severos en donde la alegría de la mesa y la fraternidad compartidas no tienen espacio para crecer y florecer.

Nacer de lo alto es permitir que el Espíritu del Resucitado nos transforme. Es renegar felices de esa torpe soberbia de imaginarnos todas las cosas que podemos hacer por Dios, cuando en realidad el universo de la Gracia inaugurado por Cristo es más bien todo lo que Dios quiere hacer generosa e incondicionalmente por nosotros.

Nacer de nuevo, nacer de lo alto es permitirnos la trascendencia, los asombros, descubrir que en nuestra misma cotidianeidad hay mucho más que lo aparente, atreverse a saborear la eternidad que es posible por esa indescriptible bondad de la Encarnación, de Dios con nosotros, tiempo santo de Dios y el hombre.

Nacer de nuevo es volvernos capaces de confiar que en medio del horror y de las tinieblas de la muerte, la vida prevalece cuando se ama sin límites, como el amor mayor de Cristo elevado en la cruz, señal de espanto pero más señal definitiva de amor que jamás se agota, luz para todas las naciones, todos los pueblos de todos los tiempos.

Paz y Bien



Nicodemo y el viento de Dios



Para el día de hoy (28/04/14):  
Evangelio según San Juan 3, 1-8




Los Evangelios no tienen demasiada precisión historiográfica pues no es su intención primera: son relatos teológicos -espirituales- antes que crónicas históricas.
Sin embargo, muchos datos verificables nos brindan, y esa información no es primordialmente una cuestión de legitimidad de los Evangelios, sino pistas para que nos adentremos en la profundidad de la enseñanza de Jesús de Nazareth.

Así entonces, los datos que poseemos y la investigación de numerosos eruditos nos indican que Nicodemo integraba el Supremo Consejo de Israel, el Sanedrín, que era de formación farisea y que tenía una gran relevancia entre sus pares, y es por ello que el Evangelista lo identifica como príncipe o notable entre los judíos. Es preciso darle la verdadera relevancia del Sanedrín -también llamado Sinedrio- concentraba el poder religioso, comunitario y político de la vida judía de aquel entonces con una contundencia a menudo opresiva. Su poder sólo estaba limitado por el pretor romano con el respaldo de las legiones imperiales.

Quizás por ello es que Nicodemo se dirige en la noche al encuentro de Jesús. Es una visita clandestina, y probablemente responda a una necesidad de salvaguardar su influencia y prestigio, toda vez que los odios y recelos contra el profeta galileo estaban cada vez más enconados, y cada enseñanza pública suya desataba violentas polémicas. Tal vez Nicodemo quiere conocer mejor a este supuesto provocador, y es una fé incipiente que debe madurar y crecer: su talante respetuoso y sincero no hace presuponer que venga con el talante de muchos de sus pares sanedritas, que se acercaban a Jesús de Nazareth para sorprenderlo en su heterodoxia, en sus errores, hallando motivos para condenarlo y así quitarlo del medio.
Nicodemo lo reconoce como rabbí, como Maestro, y no ha debido ser cosa fácil: el magisterio oficial estaba reservado a los maestros reconocidos, escribas y fariseos del Sanedrín. Sabe, aunque de manera imperfecta y posiblemente equivocada, que todo lo que Jesús hace puede realizarlo porque Dios está con Él.

La respuesta de Jesús a ello sorprende por su talante abrupto. Es que a veces es necesario sacudones fuertes para enderezar los pasos, para disipar letargos. 
Lo que sucede es que Nicodemo está subordinado a una mentalidad perimida, que no se condice con la Buena Noticia, esquemas de literalidad, de ausencia de trascendencia, de tradiciones que suelen ser traiciones.

Es por eso que Nicodemo ha de nacer de nuevo, nacer a la Gracia, transformar toda su existencia a la luz del Espíritu de Dios. Si queremos estar en verdad vivos y plenos, debemos renacer de una vez por todas.

El viento no puede detenerse ni controlarse ni verse pero sabemos que está allí, y vemos cuando mueve las nubes y mece las ramas de los árboles.
Así el Espíritu Santo, viento de Dios. 
Es necesario nacer de nuevo para ser capaces de advertir que está allí, que sopla donde quiere con absoluta libertad, y lo sabemos por todas las acciones buenas y santas que impulsa y anima.
Hay que atreverse y animarse a nacer de nuevo para ser hijos e hijas del viento de Dios.

Paz y Bien

Hacedores de puentes

San Juan XXIII
San Juan Pablo II





Santo es el que vive con Dios, el que vive para siempre aún muriendo.

Hay muchísimos, todos frutos del infinito amor que Dios nos tiene. A muchos de ellos no los conocemos, pero están ahí en comunión orante. A algunos de ellos la Iglesia los eleva al honor de los altares como señal luminosa para el pueblo de Dios y para todos los pueblos, especialmente cuando se hacen presentes sombras y tinieblas, porque han vivido la fé, la esperanza y el amor hasta las últimas consecuencias y continúan siendo auxilio de estos peregrinos que somos.

Hoy es un día muy especial, Domingo de Misericordia, y domingo de júbilo para toda la Iglesia. Dos pontífices han sido reconocidos santos, San Juan XXIII y San Juan Pablo II. 
No es un dato menor: lejos de cualquier análisis, el término pontífice significa literalmente hacedor de puentes.
Ambos tendieron puentes entre la Iglesia y el mundo y, principalmente, entre los hombres, entre los pueblos, desde la compasión, desde la esperanza, desde la mansedumbre. Hombres fieles al amor sencillo y eterno de María de Nazareth, hombres que transparentan a Cristo mismo, Dios con nosotros, hombres inquietos de vida orante, hombres del Espíritu Santo.
Celebremos estas vidas que hoy recordamos y que se nos vuelven a ofrecer generosas e inclaudicables

Alabado sea Jesucristo!

Paz y Bien

Ricardo

  
San Juan Pablo II y el entonces padre arzobispo Jorge Mario Bergoglio SJ -Francisco PP- 
en ocasión de su creación cardenalicia, el 21/02/2001


Espíritu del Resucitado



Domingo de la Divina Misericordia

Para el día de hoy (27/04/14):  
Evangelio según San Juan 20, 19-31



Los discípulos se hallaban encerrados, puertas y ventanas trancadas, porque el miedo se adueñó de ellos, porque temen correr la misma suerte del Maestro, un horizonte angosto y espantoso. Las puertas están tan cerradas como sus corazones: en ese preciso momento no son discípulos, ni pescadores de hombres o seguidores de Jesús, ni siquiera han regresado al viejo oficio de varios de ellos en el mar de Galilea. Son sólo un grupo de hombres asustados y con una fé vacilante a pesar del testimonio de varios que certificaban que el Maestro está vivo.

Pero para Cristo no hay puerta cerrada que obste ni temor que impere. La presencia del Redentor es causa de paz y alegría.
El Señor brinda sus paz a los suyos y es una infinita Shalom, bendición de Dios, antes que la simple ausencia de conflictos.Esa paz será perdurable, y estará en los tiempos de fiesta, en los tiempos de llanto y en una cotidianeidad que descubrirán asombrosa. Por ello esos hombres transforman su pasmo y sus temores en alegría plena, pues el Maestro está con ellos, más vivo que nunca.

Él se queda para siempre, y los discípulos ahora son hombres que tienen una misión. Antes estaban paralizados de miedo, ahora movilizados en sus corazones.
La Iglesia naciente, la Iglesia de todos los tiempos se sabe acompañada por el Espíritu de Aquel que vive para siempre, y ha de encender luces de perdón y de liberación, y hará buenos y santos nudos re-ligando a las gentes, tan separadas entre sí. Es la más humana de las misiones, y quizás por ello sea la más santa.

Uno de los Once, Tomás el mellizo, no estaba cuando el Maestro se hizo presente. Quizás una tristeza inmensa por la muerte cercana, quizás el descubrirse tan venal, tan laxo en su fé, tan de esconderse cuando las cosas se ponen difíciles, lo empujan a la soledad y a los caminos. Esa ruptura con la comunidad eclesial nunca es buena, ante todo, porque la fé no crece individualmente, se alimenta en comunidad, y especialmente en el seno de esa comunidad bendita, la Iglesia.
Pero también es dable razonar que, a pesar de su incredulidad, Tomás sea un buscador tenaz. Sabe que su fé es tibia e incompleta, que la fé no es una idea sino más bien creer en Alguien. Enorme cabeza dura que durante ocho días completos resiste los seguros embates de los otros diez.
Pero cuando el Resucitado se presenta, todo cambia para siempre: ahí están sus llagas, ahí están sus heridas, ahí está Dios.

A nosotros nos está faltando, tal vez, algo de esa compasión en germen que anida en el corazón del incrédulo Tomás, y es la de descubrir a Cristo en tantos heridos y llagados que hay en nuestras calles, para curar heridas, para anunciar que la muerte no vá a prevalecer, para ser fieles al Espíritu del Resucitado.

Paz y Bien




En clave de Resurrección



Para el día de hoy (26/04/14):  
Evangelio según San Marcos 16, 9-15



La Palabra para el día de hoy nos brinda una pintura fiel de los creyentes en general, pero muy particularmente de esta familia que llamamos Iglesia.

Jesús Resucitado se aparece en primer lugar a María Magdalena; ella, presa del fervor y de la emoción del reencuentro -Cristo ha ido en su búsqueda y la ha interpelado, disipando su dolor y sus dudas- corre al encuentro de Pedro y los otros. Pero es mujer, y no pertenece al círculo primordial de los apóstoles, y ellos no le creen.

Posteriormente, su aparición acontece en el camino a Emaús y en la mesa y el pan compartidos junto a dos discípulos que tampoco son parte de ese grupo que anduvo con Él tres años. Ellos cuentan su intensa experiencia y esa verdad que los sobrepasa, pero tampoco les creen.

Luego, el Señor se aparece a los Once y les echa en cara su incredulidad, su obstinación en seguir en lo viejo, en aferrarse a la muerte, en dejarse dominar por el miedo y la tristeza. Esos hombres lo han dejado solo, uno lo ha traicionado, otro lo ha negado concienzudamente, y en todos ellos no abunda la esperanza.
Sin embargo, son el cuerpo apóstolico y ha de ser signo para todos nosotros.

El cuerpo apostólico está compuesto por hombres tan pecadores y quebradizos como cada uno de nosotros, y a menudo sus escándalos nos sobrepasan. Sin embargo, ellos tienen una misión que jamás se acota a sus limitaciones y quebrantos: su misión, que también es la nuestra, es una misión de justicia y liberación, de servicio y de alegría con ellos y a pesar de ellos.

Toda niebla se disipa cuando la existencia propia y la de la Iglesia se interpreta en clave de Resurrección.
Desde allí sabemos sin vacilaciones que la muerte no prevalece, que la vida es mucho más tenaz de lo que imaginamos, que Dios está presente y visible en todos los crucificados, y que quien ama ha de vivir para siempre.

Esa certeza no es nuestra, es la absoluta verdad obtenida para todos nosotros por Cristo, pagada a precio de sangre, y es también impulso que no puede frenarse.

Porque la misión es llevar esa noticia nueva y buena, esa noticia definitiva a todas partes y a todas las gentes, desde el Resucitado, con el Resucitado y para el Resucitado.

Paz y Bien

El regreso al pasado, la pérdida del horizonte



Para el día de hoy (25/04/14):  
Evangelio según San Juan 21, 1-14



Esos hombres tenían por oficio la pesca, es decir, eran avezados pescadores profesionales. Conocían bien las aguas en las que solían navegar -el mar de Tiberiades llamado también de Galilea-, conocían la influencia de las mareas y las mejores horas para recoger peces.
Ellos salen a pescar según lo que saben, encabezados por Pedro, quizás con las ganas de sumergirse en lo conocido, en orden de apaciguar su angustia y su desconcierto: les resulta muy gravosa y confusa la Pasión y muerte del Maestro, y aún no han asimilado en toda su trascendencia la Resurrección, y quizás la vuelta a los quehaceres cotidianos, en su apacible rutina los calme y serene.

En realidad, ellos han olvidado el epítome de su oficio, su labor llevada a la eternidad: esos hombres han sido consagrados como pescadores de hombres, pero parecen que insisten en permanecer como expertos en simples peces, regresando al un pasado que no los desestabiliza.

Por ello acontece la aparición del Resucitado a la orilla del mar. En nuestros momentos más confusos, el Cristo de nuestra salvación siempre está a nuestra vera para brindar su palabra de aliento y su mano de auxilio, y es menester volvernos capaces de reconocerle.
Así, esos expertos en pesca -cansados de esfuerzos vanos- aceptan las indicaciones de ese Cristo que les habla con cálida familiaridad; algo intuyen, pues hombres sabios en su oficio como ellos no hubieran seguido las instrucciones de ningún desconocido, más bien lo hubieran rechazado con cajas destempladas.

Porque en los momentos en que la fé se oscurece, cuando se pierde el horizonte, cuando nada se logra, hay que obedecer, sin vacilaciones. Y obedecer no es aniquilar la voluntad en pos de el capricho de un tercero: obedecer es escuchar con atención y actuar en consecuencia.

De ese grupo de pescadores pecadores -abatidos y agotados- el Discípulo Amado reconoce en la orilla a Jesús de Nazareth vivo y presente. El amor prolonga al infinito la capacidad de mirar y ver.
Y allí sí: la pesca deviene asombrosa, desbordante, increíblemente fructífera más allá de cualquier previsión.
Hay que hacer lo que Él nos diga, como nos señala María de Nazareth: el resto es cosa que Él multiplica sin límites.

Porque es el Maestro el que moviliza y convoca, y es Él el que nos espera con la mesa tendida, con el pan de la Palabra y con el pan que es Él mismo en cada Eucaristía en donde nos reunimos sus hermanos.

Paz y Bien


El Crucificado, el Resucitado



Para el día de hoy (24/04/14):  
Evangelio según San Lucas 24, 35-48




Hay una geografía de la Salvación que escapa a los trazos de cualquier mapa, y que es eminentemente teológica, es decir, espiritual. Porque durante todo su ministerio, Jesús de Nazareth no ha dejado de sorprender brindándose en plenitud en los sitios más inesperados, periféricos y marginales: Belén y Nazareth, su misma Galilea, la Decápolis, Tiro, Samaria. 
A la vez, esos sitios minúsculos e irrelevantes a los ojos de poder mundano se conjugaron con un servicio afectuoso y entrañable ofrecido incondicionalmente a los que no cuentan, a los marginados y excluidos de siempre, a los cautivos de toda opresión, prostitutas y publicanos, leprosos y extranjeros, impuros de toda laya. Precisamente esa actitud suya confunde y escandaliza a todos aquellos que esperan a un Mesías glorioso, pleno de realeza palaciega, de poder temporal, de templo enorme y fastuoso.

La Palabra hoy nos brinda una continuidad de ese mismo tenor: el sitio en donde se presenta Jesús es en medio de una comunidad naciente encerrada tras las puertas y en sí misma, aterida de miedo, revestida de desesperanza, a la espera inminente de que el poder religioso caiga sobre ellos para detenerlos y, así, tener el mismo final que el Maestro, un final de criminal, de estigmatizado, de rotunda violencia y desprecio.
Pero Su Palabra re-crea, y renueva las almas, y es esa Paz conferida el nuevo logos que los reconstituye y libera.

Ellos creen presenciar un fantasma, pues aún el Cristo de sus esquemas no se condice con los padecimientos de Jesús de Nazareth.
Cuando Dios no encaja en nuestras fotografías escasas, deviene en una caricatura que asusta.
Pero allí están las heridas de las manos y de los pies, y ese Cristo vivo se sienta a comer con ellos, signo de comunión y de esa realidad definitiva y salvadora: el Crucificado es el Resucitado, y sus heridas dolorosamente adquiridas son su credencial.
Las heridas del Resucitado son entonces las cartas de presentación de Dios mismo, y serán también el modo de descubrir a Dios en los hermanos llagados, en todos los crucificados con los que a diario nos encontramos y solemos ignorar, heridas que vuelven a decirnos en tempestuoso silencio que allí, en el hermano quebrantado, está Dios.

Por eso, a pesar de nuestros miedos, de todas las puertas que cerramos, de todas las falsas imágenes, debemos permitirnos el asombro de volver a descubrir a Dios allí donde parece que su ausencia es causa de dolor. Y en su Nombre, llevar el aceite del perdón, el vino de la esperanza, la Buena Noticia de que la muerte no prevalece, justamente en donde toda noticia ni es nueva ni es buena.

Paz y Bien

Peregrinos de Emaús



Para el día de hoy (23/04/14):  
Evangelio según San Lucas 24, 13-35



El Evangelio para el día de hoy trasluce una gran emoción por parte del Evangelista Lucas, y es riquísimo en teología, es decir, en espiritualidad. 
Esa emoción de Lucas tiene que ver con el Resucitado y tiene que ver con la fé de aquellos discípulos que no pertenecen al círculo primero de los Once apóstoles ni han sido testigos excepcionales de la Resurrección, su crecimiento en la fé a partir del encuentro con Cristo vivo.

Son dos hombres que regresan desde Jerusalem a una aldea situada a unos diez kilómetros, Emaús. Son dos discípulos que probablemente pertenezcan al grupo elegido de setenta y dos misioneros, y que van juntos siguiendo la enseñanza de Jesús, el ir de dos en dos, en solidario apoyo mutuo. Uno de ellos se llama Cleofás, pero del otro se ha obviado el nombre, quizás con la deliberada intención de colocar allí el nuestro.

Ellos regresan desolados y entristecidos, pero aún así conversan acerca de lo que ha acontecido y de lo que les ocurre a ellos mismos, y es el indicio primordial de toda comunidad, el diálogo. En sus almas pugna por ganar la partida el caos, toda vez que batalla la imagen mesiánica que portaban de un Mesías real, que impone su gloria mediante una victoria aplastante sobre sus enemigos y libera a Israel. Y batalla contra esa realidad de un Cristo servidor sufriente, tratado como un delincuente abyecto, muerto como un proscrito, abandonado a los horrores de la cruz ejecutoria.
En la ruta se une a ellos un tercer peregrino al que no reconocen, y que es Cristo vivo. Sus ojos -o, más bien, su mirada- aún está incapacitada de reconocerle, pues portan viejos esquemas perimidos, y en su fuer interior ansían que todo vuelva a ser como antes.

Pero nada será lo mismo, nada será igual. Este tiempo es un tiempo nuevo, definitivo y definitorio.

Y así, con una paciencia inaudita, Jesús les hace releer la historia de su pueblo desde las antiguas y vibrantes voces de los profetas. Nosotros también hemos de releer la historia de nuestros pueblos y la historia de nuestras propias existencias a la luz de Dios: es allí donde adquiere verdadero sentido, donde el término destino no es condena resignada sino bendición esperanzada.

Casi al final del camino, el tercer peregrino parece despedirse y seguir de largo; sin embargo ellos lo invitan al hogar, a la mesa común, y es esa hospitalidad la que eleva la temperatura cordial, la que permite milagros.

Ellos lo reconocen al partir y compartir el pan bendito, y comienzan a recordar que sus corazones ardían cuando Él navegaba mar adentro de las aguas santas de la Palabra. Y es ese reconocimiento propio y de Cristo los que pone alas a sus pies, y vuelve ligeras sus almas: corren a contar a los demás esa asombrosa noticia, una carrera alegre que es misión de toda la Iglesia.

Pues todos somos peregrinos de Emaús, pacientemente cuidados por Cristo, y le reconocemos y encontramos en la Palabra y en el Pan compartido.

Paz y Bien






Aferrados al Resucitado



Para el día de hoy (22/04/14):  
Evangelio según San Juan 20, 11-18




A María Magdalena un temporal de lágrimas la desborda, su alma tormentosa de tristezas. Mientras Pedro y el Discípulo amado constatan que la tumba está vacía -las vendas caídas y el sudario enrollado devienen en signos- y comienzan a intuir que Jesús está vivo, ella permanece fuera del sepulcro llorando, en esa oscuridad cerrada que precede al alba. 
Cuando por fin decide asomarse dentro, encuentra a dos ángeles, uno a la cabecera y otro a los pies de la losa en donde estuvo el cuerpo del Maestro, símbolo de los dos ángeles que custodiaban el arca de la Alianza. Aún así, en ella puede más la tristeza que el temor, y esos mensajeros no se le vuelven una señal de Dios, sólo simples interlocutores que le preguntan por el motivo de su llanto.

Ella presupone -con cierta razón, justo es decirlo- que los mismos que lo condenaron a esa muerte horrorosa ahora han decidido robarse el cuerpo para borrar de la faz de la tierra cualquier recuerdo de ese rabbí galileo, y evitar que la tumba se convierta en punto de encuentro y peregrinación de sus seguidores.

Todo su llanto y su tristeza son producto de un amor entrañable, presagio del alba que le llegará. Porque ella vá en busca de un cadáver que venera, de un muerto, y no espera encontrarse con un hombre vivo.
Es una extraña paradoja: los enemigos de Jesús, en su soberbia y sus odios, se habían vuelto incapaces de ver al Mesías vivo y presente entre ellos; ahora, quien lo ama con sinceridad tampoco atina a descubrirlo vivo.

En nuestra humana lógica, no es aventurado pensar que el Maestro se presentaría resucitado en primer lugar a su Madre o a sus discípulos más cercanos, y nó, tal vez, a esta Magdalena que lo llora, del mismo modo que en los esquemas preconceptuales que adoptamos no imaginamos escuchar la voz de Dios desde determinadas personas que consideramos menores o indignas. Pero los caminos de Dios son insondables y asombrosos, y María de Magdala es elegida como primer testigo privilegiada, misionera de los mismos apóstoles de la mejor de las noticias, que Jesús está vivo.

Ella lo reconoce cuando es llamada por ese Cristo por su propio nombre: es el Buen Pastor, y las ovejas reconocen su voz. Toda vocación es un llamado particularísimo, personal, con nombre y apellido.
María se aferra a los pies de Jesús, por su amor y también porque añora lo que pasó, quiere aferrarse al Cristo que andaba por los caminos haciendo el bien y anunciando la Buena Nueva, quiere retener la otra imagen conocida anterior a la Pasión.

Pero nada será igual.

Ella debe aferrarse al Resucitado. Y aferrarse al Resucitado es no quedarnos quietos, es alborotar las almas dormidas -hagan lío dirá proféticamente el papa Francisco-, es avisar a los que aún no lo saben que el Maestro vive para siempre, que la muerte ya no decide, que todo es posible, y que todos los seguidores del Señor ya no son solamente discípulos: merced a la infinita bendición del Resucitado, a precio de sangre, todos los que le siguen ahora son sus hermanas y hermanos, y han de encontrarse con Él en todas las Galileas del mundo, en donde pocos esperan que pase algo y algo bueno pero que en realidad es en donde todo recomienza de una vez y para siempre.

Paz y Bien



Testigos de la primera hora



Para el día de hoy (21/04/14):  
Evangelio según San Mateo 28, 8-15



Esas mujeres se encaminaron hacia el sepulcro movidas por un amor entrañable al Maestro que había sido ejecutado en la cruz. Van a cumplir con los ritos mortuorios, van en búsqueda de ese cuerpo muerto que veneran, las honras afectuosas que persisten y que no disipa ningún duelo.

Pero se dirigen a una casa de muerte, un sepulcro prestado, un muerto inocente. Sin embargo, sucede algo extraordinario y ese amor que profesan lo que quizás les permita ese asombro poblado de lágrimas y alegría, y es que han encontrado al Señor vivo, hablándoles mansamente con palabras de consuelo y paz.
Es que la vida suele hacer eso, nos sale al cruce y nos despierta en medio de nuestras noches, de las sombras que gustamos permitirnos.
Nada será igual, y ellas -a quien nadie, excepto el mismo Dios, tiene demasiado en cuenta- son testigos privilegiadas del Resucitado, evangelizadoras de los apóstoles pues llevan a los discípulos dispersos y ateridos de miedo la mejor de las noticias, Cristo está vivo, la muerte no tiene la última palabra.

Sin embargo, hay otros testigos también. Ellas no son las únicas.
Unos soldados habían sido ubicados a la entrada del sepulcro para evitar pretendidas manipulaciones, el afán de ponerle vigilancia a ese muerto inquieto al que muchos le temen. Ellos también son testigos de lo acontecido, pero no son testigos de amores sino fedatarios de las tinieblas: con pasmosa facilidad aceptan el dinero sobornador que les ofrecen para comprar su silencio, para que se expanda la muerte que campeó en en la cruz. Terribles los que los compran pero terribles los que se venden, el dinero socio indispensable de la muerte.

Fieles a la verdad, testigos del Resucitado, hemos de irnos a todas las Galileas para el reencuentro, las Galileas donde nada se espera, las periferias olvidadas, para juntarnos con los hermanos del Señor a compartir alegrías, la vida misma.

Paz y Bien




Domingo de Pascua: El éxodo definitivo




Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor

Para el día de hoy (20/04/14):  
Evangelio según San Juan 20, 1-9



María Magdalena se encamina hacia el sepulcro al alba, cuando aún afirma su fuerza la noche pero, sin embargo, se intuye muy cercano el amanecer. Esa oscuridad refiere a la hora del día y refleja a su vez las sombras que pueblan el alma de María.

Pero a pesar de sus sombras, el amor que profesa es un amor que no se rinde, que no se resigna, que es augurio de que hay otro horizonte posible aunque la razón y los sentidos le indiquen lo contrario.

Probablemente, una lectura lineal nos señale que recién a esa hora se puede visitar la tumba del Maestro Amado, pues las rígidas prescripciones del Shabbat lo impedirían con anterioridad. Pero es menester mirar mas allá de lo evidente. Se trata del primer día de la semana pues una nueva creación acontece, un nuevo éxodo de liberación que no es tránsito sino que se revelará definitivo.

La enorme piedra del sepulcro está corrida, pero no se ha movido para permitir posibles salidas desde su interior; en realidad, es signo y presagio para las almas dolientes que se acercan a esa casa inútil de la muerte.

María de Magdala se horroriza, pues supone que ha sucedido al fin una afrenta postrera por parte de los odiadores religiosos, y es el hurto del cuerpo de Jesús, con el ánimo de borrar de la faz de la tierra todo recuerdo del Maestro, y también evitar que el sitio se convierta en un peligroso sitio de peregrinación para sus seguidores. Es una suposición justificada y razonable, más ella sigue pensando en el Maestro muerto. Aún la Resurrección no ha madurado en su alma, pero igualmente no se queda quieta en sus lamentos, y corre presurosa en búsqueda de Pedro y del Discípulo Amado.

El encuentro no puede ser más desparejo ni más disímil: un discípulo de talante místico, el bueno y voluble Pedro, tan dado a los arrebatos y con una misión tan grande, y la Magdalena, sólo una mujer que casi no tiene derechos ni relevancia. Aún así, con todas esas tonalidades tan particulares que hasta parecen contrastes insalvables, allí hay una comunidad, allí está la Iglesia, y la clave es que todos ellos -todos nosotros- somos amados incondicionalmente y para siempre por Dios, y que los congrega el Resucitado.

Pedro y el Discípulo Amado corren con las prisas de la caridad y la urgencia de la fé; es el segundo el que llega primero, porque no hay distancia que limite o retrase a los que aman. Pero es Pedro el que ingresa al sepulcro, pues deberá confirmar a sus hermanos, que no están presentes, en esa fé en el Cristo que ha regresado de la muerte.

Las vendas están en el suelo, el sudario enrollado con cuidado en otra parte, mortajas inútiles para una muerte que no perdura, ni hay un muerto al que cubrir. Son signos ciertos de que el cuerpo estuvo allí, de que el cuerpo no ha sido robado -el cuidado del sudario depositado lo revela- y trascienden la muerte misma. Poco tiempo atrás, cuando un Lázaro redivivo salía de su tumba, debió ser liberado de vendas y sudario para reasumir su vida normal: Cristo emigra del vientre de la tierra desatado, señal de libertad absoluta, de independencia vital, del Dios Viviente al que no condiciona ninguna atadura.
Ellos ven y creen, y para arribar al puerto de la Resurrección aún deberán navegar un trecho más: todo tiene su tiempo, su proceso, su germinación, don y misterio de la fé.

El éxodo definitivo es esa tumba vacía, señal exacta de que hemos sido liberados de la muerte, Cristo vivo entre nosotros, todas las promesas cumplidas, todas las esperanzas encendidas para siempre.

Muy Feliz Pascua de Resurrección.

Paz y Bien



 

Sábado de Gloria: Nos encontraremos en todas las Galileas




Sábado de Gloria
Vigilia Pascual


Para el día de hoy (19/04/14):  
Evangelio según San Mateo 28, 1-10




Ellas debían esperar que terminaran las prescripciones e inhibiciones del Shabbat, y es por eso que al amanecer del día siguiente se dirigen a la tumba que han prestado otros para el cuerpo muerto del Maestro, de ese Maestro que se ha ido de este mundo tan pobre como vino, sin nada, hasta una tumba prestada.

Ellas van a visitar una tumba, con los afectos doloridos por la pérdida reciente, del Inocente que han ejecutado. Ellas salen a campo abierto cuando todos los demás, por miedo, se esconden revestidos de vergüenza. Ellas van, a pesar de que su gesto afectuoso se asome como inútil, porque el Maestro ha muerto.

Pero María de Magdala y la otra María permanecen tenazmente fieles. Y aunque no entiendan aún lo que en verdad ha sucedido y lo que el Maestro les ha enseñado, no se resignan, no se rinden, y es al calor de ese amor que se germina el amanecer que aún no encuentran, símbolo también de nuestras propias existencias, caminos temblorosos y oscilantes entre la oscuridad cerrada y el sol de cada amanecer.

Ha pasado lo impensable, aconteció algo asombroso. Quizás sea de una magnitud tan grande, que a la vez implique un acontecimiento cósmico representado en el sismo. Porque tiembla la tierra y tiemblan los poderosos, que son esos custodios inútiles de la muerte que a su vez están como muertos. Y presunto muerto custodiado está vivo, demoliendo cualquier imposición mortuoria y opresiva.

La roca que obstruye la entrada es muy pesada, pero es sólo una piedrita comparada con Aquél que lleva en sí todos los horizontes, la historia misma de la humanidad resignificada y latiendo en su corazón sagrado. Por eso la roca está removida: no tanto para obstruir la salida de Cristo, sino para que esas mujeres y todos nosotros podamos entrar, y dar testimonio que esa tumba vacía deviene inútil, que los albergues de la muerte no prosperan, que los imposibles -los nunca, los jamases, los no se puede- no tienen destino.

El Señor ha resucitado, la muerte no tiene la última palabra. Y a ese Cristo de nuestras alegrías y nuestras esperanzas lo encontraremos vivo y presente en todas las Galileas, allí en la periferia de la existencia, rodeado de sus hermanas y hermanos que no cuentan pero que cobijan y viven al calor de esa vida que se nos ha recuperado para siempre.

Muy Feliz Pascua de Resurrección para todos.

Paz y Bien
 

Sábado Santo: una extraña ausencia, un muerto inquieto



Sábado Santo


Para el día de hoy (19/04/14):  
Evangelio según San Lucas 23, 50-56


Por diversos mecanismos culturales y psicológicos, cuando acontece la muerte se dá curso a los ritos mortuorios, que en una dura lógica parecen aumentar el redoble de los tambores del dolor, como para que no queden dudas de que se trata de un momento para estar hecho trizas.

Aún así, todos los que hemos perdido un ser querido sabemos bien que lo verdaderamente triste sucede en el regreso a la cotidianeidad, cuando toda la parafernalia fúnebre cede su intensidad. Hay un sitio vacío en la mesa, una voz que no se escucha, un aroma peculiar que no se percibe, un espacio que se expande vacío. 
A menudo ser un sobreviviente es gravoso y complicado, máxime a la hora de las ausencias. Y además -suele suceder- que consideramos la real valía de algo o alguien cuando nos falta, cuando ya no lo tenemos o no está con nosotros.

En esos trances estaba aquel grupo de gentes que seguía a Jesús de Nazareth, algunos de los cuales compartieron a diario vida, caminos, enseñanzas durante tres años. Quizás ahora, sumidos en la insomne noche de la derrota y el fracaso ignominioso, comenzaban poco a poco a entender las cosas que Él les hubo de enseñar con una paciencia que no supieron corresponder, y que culposos rumian en miedosa soledad. El Maestro está extrañamente ausente, pues en su muerte se les vuelve verdad inquebrantable lo que en vida no entendían o aceptaban, como si muriéndose les hubiera ratificado y explicado a un precio altísimo lo que realmente cuenta.

Unas mujeres se han mantenido firmes; María su madre y unas pocas más, fieles hasta el fin, permanecen en pié aún cuando el dolor les embarga los corazones. Pero como mujeres, poco pueden hacer: sin embargo, albergan en sus honduras un amor tan profundo que las vuelve custodias de la esperanza, a pesar de un mar de lágrimas.

Los cuerpos yertos de los ajusticiados habían de ser arrojados a una fosa común, como un residuo abyecto teñido de maldición. Y parece que a este rabbí hasta muerto lo quieren sumir en toda posible ignominia.
Pero en los momentos así, cuando tristeza y desesperación hacen un dúo cruel que paraliza, la vida suele sorprendernos con almas nobles que irrumpen en la monotonía de la pena con su mano generosa, con su gesto compasivo.
José de Arimatea y Nicodemo abandonan todo anonimato anterior -cierto discipulado clandestino- y se presentan al pretor romano, reclamando con valentía el cuerpo muerto del ajusticiado galileo. Son hombres revestidos de entereza y dignidad, y sus acciones no son inútiles: los moviliza la devoción, un amor entrañable, y ese gesto quizás cuente más para los vivos que para el Inocente que ejecutaron.

Pobre Cristo diríamos sin vacilaciones, pero también Cristo Pobre, que se vá tal como vino, sin nada, pobre y humilde, habitante helado de una tumba prestada que muere como tantos otros, y quizás esa muerte es la afirmación final de su solidaridad con esta humanidad venida a menos que solemos ser, un Dios compañero de nuestros dolores.

Las mujeres observan a los dos hombres: ellos colocan, con cierta urgencia por el Shabbat, el cuerpo del Maestro que amaban en su lúgubre hogar postrero, sin advertir que en ese amor que lloran está germinando la promesa definitiva. Porque cuando se ama, cuando se ama sin resignaciones, la muerte no define ni tiene la última palabra

Hay algo extraño: el pretor Pilatos decide poner una guardia armada delante de la tumba. Hay argumentos de política y de cautela que lo obligan. Pero en realidad, Cristo es un muerto inquieto al que tampoco detendrá esa pesada piedra de la entrada.

Es noche cerrada para el silencio, para aguantar, para no rendirse, para beber una vez más el vino de la paciencia, que no siempre es sabroso, pero que nos mantiene encendida la esperanza.

Paz y Bien


Viernes Santo: Aprender a llorar



Viernes Santo

La Pasión del Señor


Para el día de hoy (18/04/14):  
Evangelio según San Juan 18, 1-19, 42


  
Ciertas imposiciones culturales, a los varones, nos han cerrado la posibilidad del llanto en aras de cierto estereotipo de masculinidad. En el otro extremo, el llanto se ha banalizado de tal modo que cualquier circunstancia pública -y a veces no tanto- debe estar humedecida por las lágrimas, como buscando cierta legitimación y validez.

Estas posturas y la realidad indican otra cuestión mucho más grave: la verdad es que hemos olvidado el llanto, que no sabemos llorar.

Llorar por todas nuestras omisiones. Llorar por todo el bien que pudimos haber hecho y expresamente dejamos de hacer. Llorar por el prójimo que ignoramos en los altares del egoísmo. Llorar por acostumbrarnos a la injusticia y a la miseria. Llorar por las esperanzas quebrantadas. Llorar por las confianzas vulneradas. Llorar por oír sin escuchar y mirar sin ver. Llorar por todas las espaldas que brindamos y las miradas que negamos. Llorar por los pobres que son parte habitual del paisaje. Llorar por tantos que agonizan en silencio. Llorar por esas traiciones que nos parecen menores, excusables, supervivencia necesaria. Llorar por tanto dolor permitido y consentido.

Debemos aprender a llorar nuevamente, con lágrimas que nos laven los ojos y nos purifiquen el alma, lágrimas cargadas de dolor y también -claro que sí- de vergüenza.

Hemos de suplicar que un nuevo gallito veraz, el gallo de Pedro, nos vuelva a incordiar con su tenacidad, santo gallo de nuestros despertares.

Así, quizás, con la mirada nuevamente transparente, podamos mirar a ese Cristo que se nos muere en el árbol frondoso y cruel de la cruz, un Cristo que muere por nosotros, por sus ejecutores, por los que lo desprecian, por los que le odian, por los que lo aman, por los Pedro, los Judas y las Marías, por los Pilatos, 
y porque no haya más crucificados en toda la historia de la humanidad, ni chivos expiatorios, ni sangre que se derrame. Porque la elección de un inocente o de Barrabás nunca más debe ponernos en ese trance: todos deben vivir.

Regresemos a un llanto sincero, profundo e interior, para ver a ese Jesús de Nazareth, carpintero galileo, predicador ambulante, amigo de los descastados,de los excluidos, de los pobres, de los que nadie quiere, paciente y servicial, que muriendo de esa manera horrorosa vive plenamente su humanidad y lo ratificará en la Resurrección, afirmación definitiva de Dios, de su sí para con todo el universo.

Paz y Bien

La vida a la muerte vence -una canción-



LA VIDA A LA MUERTE VENCE
Recitado

Nadie mejor que el apóstol
puntea este memorial
mensaje para este umbral
“la vida a la muerte vence”
en su carta Filipenses
resuena este himno triunfal


Tengamos los sentimientos
de Cristo nuestro Señor
su divina condición
no guardó celosamente
se anonadó humildemente
y a un esclavo se igualó.

Se humilló más todavía
porque su amor es tan fuerte
obedeció hasta la muerte
en la cruz, muerte tan brava,
mientras su vida entregaba
para cambiarnos la suerte.

Por eso Dios lo ha exaltado
y colmado de su gloria
el Universo y la Historia
se arrodilla ante su nombre
¡confiesen todos los hombres
que Jesús es el Señor!
¡confiesen todos los hombres
que Jesús es el Señor!
que Jesús es el Señor!
que Jesús es el Señor!

Alejandro Mayol

Intérpretes: La Fuente

aquí puede escucharse:


Jueves Santo: Lavatorio de pies, identidad de Cristo



Jueves Santo

Misa Vespertina de la Cena del Señor


Para el día de hoy (17/04/14):  
Evangelio según San Juan 13, 1-15




Lo que no se acepta por razones, suele ser tierra fértil de los co-razones.
Esa última cena, que para los discípulos es tristeza, es despedida, es final, en realidad es un hasta pronto, una esperanza que no se apaga, la cena primera de muchas que repetirán el encuentro infinito de los hermanos alrededor de ese Dios que se vá para quedarse más plenamente.

Lo que sucede en ese ámbito, en esa noche y durante esa cena abre una brecha cósmica, pues revela en plenitud la identidad de Cristo, el misterio de Dios y la clave de la humanidad plena, eso que llamamos felicidad, tres facetas de la misma eternidad.

No se trata de un nuevo culto, de una nueva liturgia establecida, pues acontece en medio de la cena. En caso contrario, el lavatorio de pies se hubiera realizado en un comienzo respetuoso o en un final solemne. No es tampoco un rito de purificación -como las abluciones para lavarse las manos- ni gestos de humildad simbólica.
Lo que Cristo dice y hace responde a su realidad más profunda, a su identidad plena con Dios.

Es por ello que se quita el manto, enrollándolo a la cintura; en la Palestina del siglo I, el manto es la prenda de vestir principal, sin la cual un hombre andará casi desnudo. Así entonces, quitarse el manto es despojarse de sí mismo, a una intemperie absoluta.
En ese entonces también, lavar los pies, limpiar los pies de la tierra del camino era una tarea menor que le correspondía únicamente a los esclavos. Las familias menos pudientes lo hacían cada uno por sí mismos, pues no era algo que se podía delegar a nadie, mucho menos a un familiar.

Este Cristo se despoja de sí mismo y se hace esclavo de sus amigos, y como le sucede a Pedro, nos puede crecer cierto conato de rebelión frente a ese Jesús servidor. Es muy persistente la imagen de un Dios lejano, todopoderoso y glorioso, no la de un Dios hermano, un Dios amigo, un Dios servidor que se hace cargo de nuestras suciedades, por gravoso o deficiente que resulte el término empleado.

En realidad, Jesús ratifica hasta las últimas consecuencias todo lo que ha venido haciendo durante su ministerio: ha lavado a tantos descastados, olvidados, excluidos, impuros, restituyéndoles su plena humanidad a partir de su amor y su amistad.

Porque Dios es amor, y más aún, no es un concepto abstracto. No es del todo erróneo afirmar que Dios es también amar.

En la santa ilógica del Reino, la señal que nos deja Cristo y que es herencia para todas las generaciones de toda la historia, es que la renuncia a sí mismo y el servicio generoso e incondicional son fuente de justicia, de santidad, de eso que llamamos felicidad, aún cuando los desprecios militantes, las cárceles del odio y las cruces más violentas se presenten ominosamente cercanas.

Porque el que se atreve a morirse por los demás, ha de vivir para siempre.

Paz y Bien

Miércoles Santo: El valor de un amigo, el precio de un esclavo



Miércoles Santo

Para el día de hoy (16/04/14):  
Evangelio según San Mateo 26, 14-25



A través de la historia, el nombre de Judas está íntimamente asociado, como un sinónimo, para describir a los peores traidores, de tal modo que los que han quebrantado fidelidades serán identificados directamente como otros tantos Judas.

A su vez, desde los mismos comienzos de la Iglesia se ha reflexionado, analizado y escrito acerca de aquellos motivos que llevaron a Judas a actuar de la manera que actuó, entregando al Maestro a manos de sus enemigos.
Sea cual fuere la conclusión -condenatoria, morigeradora de la culpa, justificable, racional- el hecho objetivo es qie más allá de la motivación y la causa, Judas entregó a Jesús a manos de sus enemigos acérrimos libremente, sin coacciones y en pleno uso de sus facultades. Es decir, en plena responsabilidad.

Es menester recordar que los Doce apóstoles fueron elegidos personalmente por Jesús de Nazareth luego de una noche de oración: Él los conocía bien, sabía de sus virtudes y defectos, y con todo y a pesar de todo compartió con ellos cada segundo de cada día durante tres años. Ellos eran más que discípulos, ellos eran sus amigos, en ellos depositaba asombrosamente su confianza.

Sin embargo, muchos de ellos -por no decir todos- no alcanzaban a comprender ni a aceptar las enseñanzas de Jesús, ni a desembarazarse de viejos esquemas, especialmente de esa imagen de un Mesías revestido de gloria que gobernaría Israel luego de una aplastante victoria de sus enemigos. Ellos sólo tomarían plena conciencia luego de la Resurrección, y especialmente en Pentecostés. Hay razones que la mente no puede abordar, que son cuestiones de co-razones.

Es muy probable que Judas fuera del partido zelota, o sea, de ese movimiento que justificaba toda acción con tal de liberar a Israel de la bota romana.
Y sinceramente, para hombres como aquellos, vivir con Cristo y seguirle no sería nada fácil, como no es nada fácil para nosotros cambiar, tan remisos que somos a la conversión.

Desde allí, una somera imagen del porqué acude Judas al Sanedrín para entregar al Maestro. El Sanedrín es la autoridad máxima de Israel, y representa la ortodoxia, la tradición, la confortable calma de lo conocido, mientras que Cristo es un mar sin orillas.
Tal vez por ello el Iscariote se dirige precisamente allí: las treinta monedas de plata son un gesto de máximo desprecio legalista por parte de los sanedritas, toda vez que según la ley de Moisés representa el valor de un esclavo al cual se hiere o se mata.

Treinta monedas, el precio de un esclavo.
Treinta monedas, el valor dado a un amigo inquebrantablemente fiel, que a pesar de saber la traición inminente comparte el pan.
Treinta monedas que se teñirán de sangre.

Nunca deben traficarse los afectos, jamás se debe comercializar lo que se quiere.

Sin embargo, aún en esa espantosa tiniebla que en todo se inmiscuye, prevalece la luz de Dios. Porque a pesar de ese quebranto terrible, Dios permanece fiel, Cristo no baja los brazos ni se resigna a nuestros vaivenes, por horrorosos que estos sean.

Jesús ama hasta el fin y más allá también, y eso es lo que verdaderamente cuenta, y eso es semilla de nuestra esperanza cuando nos acosa el dolor y el desconsuelo.

Paz y Bien


Martes Santo: Una letanía de traiciones



Martes Santo

Para el día de hoy (15/04/14):  
Evangelio según San Juan 13, 21-33. 36-38



Es de noche, y en el ambiente hay un rotundo aire de tristeza y despedida. 
Es preciso detenerse y ahondar en el misterio del corazón sagrado de Jesús: han rechazado su Buena Noticia que es de Dios, lo han despreciado, difamado, perseguido, insultado y tratado como un loco, un borracho, un blasfemo, un endemoniado, un delincuente. Ahora, está a las puertas de una muerte espantosa e ignominiosa. No obstante ello, el Maestro -que como nadie conoce los corazones- sabe el pesar que se abatirá sobre esa pequeña comunidad naciente con su ausencia inminente, y sabe también que será traicionado y negado con fervor.

En nuestras ligerezas, seguramente seremos veloces detractores del Iscariote. 
¿Qué cosas se tejerían en la mente y en el alma de Judas? Porque traicionan los que están verdaderamente cerca, los que están vinculados por las honduras de los afectos, los que se brindan confianza mutua. Y Judas, al igual que los otros discípulos, convivió tres años, cada instante de cada día, con Jesús.
De confianza no carecía: era el ecónomo del grupo, y resguardaba y administraba los recursos comunes para que no les faltase nada y para auxiliar a los pobres también.
Lo presumible es que no supo aguantar a ese Mesías que despreciaba el ejercicio del poder, que alteraba tradiciones tan arraigadas en beneficio del pueblo, un hombre -valga la paradoja- tan humano que se lleva por delante sin vacilaciones lo que se supone inconmovible pues se opone a los sueños de su Padre, el Reino. Y que por sobre todas las cosas, es manso y pacífico, un Mesías que desdeña glorias mundanas y que siempre los sorprende.
No es fácil andar con un hombre así, que barre con todas las seguridades a las que solemos aferrarnos, y quizás por eso este Iscariote -tal vez un zelota honestamente convencido- vaya al Sanedrín con ánimos de entregarle pues ese tribunal representa la tradición, la ortodoxia, la tranquilidad de las costumbres que nunca inquietan.
Pero lo grave, lo verdaderamente grave es que el amor no tiene precio. Nunca, por ningún motivo, han de venderse los afectos.

Dificilísimo trance el del Señor. El traidor -de quien se cuida de no exponer, de no defenestrar ante los demás- se aleja de Él físicamente. Es evidente que nunca estuvo cerca, y es por ello que a la oscuridad del atardecer se adosa la noche de las almas, las tinieblas de la infidelidad.
Esa infidelidad también campeará en los que serán presa fácil del miedo.

Pedro comete el severo error de querer, volublemente, ocupar el lugar de Cristo, y es por eso que quiere dar su vida por Él. Sólo un gallo matinal y el llanto lo devolverán a la realidad de que la gloria de Dios se manifestará en ese Cristo que muere por él, por Judas, por los otros discípulos, por los escribas, por los fariseos, por los herodianos, por todos nosotros y por todo el mundo para que la vida prevalezca y la muerte no tenga la última palabra.

Todo se decide en la fidelidad.

Paz y Bien

Lunes Santo: Un perfume persistente




Lunes Santo

Para el día de hoy (14/04/14):  
Evangelio según San Juan 12, 1-11

El decreto de captura estaba vigente. A Jesús lo estaban buscando los escribas, los fariseos, los herodianos, los siervos de los sumos sacerdotes y la policía religiosa del Templo, y están buscándolo para proceder a su muerte, para ejecutarlo, para religiosamente eliminar ese rabbí galileo peligroso y perturbador.

Un Cristo así, prófugo y precondenado no era buena compañía para nadie. Aún así, muy cerca de Jerusalem está la casa de Lázaro, de María, de Marta. Allí siempre el Maestro se sintió más que a gusto, en familia, abrigado por amigos.
La casa de Betania es el sueño de Iglesia para muchos de nosotros, ese recinto amplio en donde Cristo se siente a gusto, en fraternidad, familiarmente vinculado. 

Allí cuentan esas actitudes primordiales que son Buena Noticia pura: el redivivo Lázaro comparte la mesa con su amigo, y no le importa los peligros que corre por refugiar y acoger a ese hombre marcado y perseguido, un riesgo mortal. Además, un gesto sencillo y profundo: no hay que dejar comer solos a los amigos, la mesa está para alimentarse pero también para compartirse.

Marta, como siempre, excediendo la mera obligación en amorosos afanes de servir. Es la diaconía que nos mantiene vivos y en pié, que nos cuida, que nos protege y sostiene.

Y María, la que sabía beber la Palabra a los pies del Maestro, la que se quedaba con la parte mejor, por ese profundo amor y esa entrañable amistad cumple un gesto sacerdotal: vuelca sobre los pies del Maestro una libra de perfume de nardo -una fragancia carísima, el salario de todo un año de un jornalero su costo- y luego los seca con sus cabellos. Es una unción sagrada porque es una unción amorosa y profética que preanucia la Pasión, y que sabe valorar la importancia del momento. Ella santifica el instante con su servicio mínimo, pues lavar los pies era tarea de los siervos menores y de los esclavos, y era impensable que ua mujer estuviera con sus cabellos sueltos enfrente de un hombre que no fuera su marido. Pero la cercanía con Cristo rompe todos los moldes y esquemas rígidos, y toda la casa se inunda de ese perfume persistente, el perfume del amor a Dios, el perfume del afecto, el perfume del servicio generoso y desinteresado.
Así la Iglesia se perfuma cuando sus hijas e hijos se dedican a su vocación, la compasión que es la flor primera del Reino.

La actitud de Judas es ajena a la Buena Noticia por su mezquindad. Él, al igual que tantos bienintencionados hoy día, es veloz en la crítica y exige que se haga solidaridad a partir de los bienes ajenos. Pero la solidaridad, como hija dilecta de la caridad, comienza por despojarse de sí mismo y hacerse don y bendición para los demás, especialmente para los que más sufren, para los doblegados por la miseria.
Judas esgrime ideología sin amor, Escrituras literales, abstracciones declamatorias en su incapacidad de recibir ni brindar Buenas Noticias.
Judas convivió diaramente con el Maestro tres años. Sin embargo estaba muy lejos de Él.

María se encontraba en el centro mismo del corazón sagrado del Señor, y por eso no vacila en realizar ese gesto que, a ojos escasos, puede parecer extravagante. En realidad extravagante es declamar justicia para los pobres desde una tribuna preferencial, pero jamás involucrarse fraternalmente en su barro, desde su mismo lugar, hacerse presencia.

Santa Semana que nos propone este lunes, para decidirnos cuál es el perfume que debe acompañar nuestra existencia y la de esta familia creciente que llamamos Iglesia.

Paz y Bien

Tu Jerusalem



Domingo de Ramos en la Pasión del Señor

Para el día de hoy (13/04/14):  
Procesión: Evangelio según San Mateo 21, 1-11

Pasión del Señor: Evangelio según San Mateo 27, 1-2, 11-54



El que llega a Jerusalem es el Rey Mesías, aquél que era intensamente esperado, del que los hombres de mirada lejana -los profetas- habían hablado siglos atrás.
 
Son muchos lo que lo esperan con ansias. 
Los enfermos, los que no pueden más, los cautivos de toda opresión, los pobres, las mujeres, los niños, los excluidos, los olvidados, los que no cuentan, un pueblo humillado por sus opresores violentos y hambriento de justicia y liberación.
Sin embargo, otros también afinan sus odios pues lo detestan sin límites, pues se ha vuelto tan peligroso como peligroso es el amor para los poderosos, y por eso encienden los fuegos de la muerte violenta. Pero también viene por ellos, para ellos.
Hay otros también que le brindan una completa indiferencia; aún así, viene para ellos también.

Llega a Jerusalem porque es el centro de todo, es donde se cumplen todas las promesas, es ámbito sagrado.
Extrañamente, no viene rodeado de un ejército imponente y arrollador, empeñado en destruir a sus enemigos en una fulgente y demoledora victoria militar. Ha desdeñado símbolos de poder y poderosos carros de guerra.
Es un hombre pobre de tonada campesina que llega montado en un burrito. Pero ese hombre es Dios mismo que acude al rescate de todos sin imposiciones, casí en silencio, como pidiendo permiso.

Las gentes intuyen que en ese hombre hay algo más que un rabino itinerante, y muchos le adjudican sus propias esperanzas.
En la Palestina del siglo I, el manto es la parte principal del vestido: andar sin manto es, prácticamente, andar semidesnudo. Más aún, poner esos mantos a los pies del Aquél que llega es poner su propia existencia como alfombra de honor y alegrías al Redentor, hossanas cantados que son súplica y son expresiones incontenibles de júbilo. Porque aunque la muerte voraz se asome inmediata, no debe renegarse de este momento único de celebración.

Tu Jerusalem es tu corazón, centro de tu existencia, en donde todo se resuelve y decide.
A tu Jerusalem está llegando el Salvador, tu hermano y tu Señor, y hay que ir a recibirlo porque tenemos la certeza de que Dios siempre cumple sus promesas, que no estamos solos, que siempre la presencia de Dios es motivo de fiesta y esperanza.

Paz y Bien


Uno por todos




Para el día de hoy (12/04/14):  
Evangelio según San Juan 11, 45-57




 En la pequeña Betania, a tres kilómetros de Jerusalem, Jesús había regresado a la vida a su amigo Lázaro, quien había muerto por una grave enfermedad. Muchos de los que estaban allí, en ese hogar que Jesús amaba -casa de Lázaro, de María y de Marta- al ver su profunda emoción y el signo de Lázaro redivivo, creyeron en el Maestro, aún cuando hasta ese momento lo ignoraran con fervor.
El pueblo que creía en este Cristo aumentaba a cada instante, pero aún así varios de esos testigos se encaminaron con presteza hacia donde se encontraban los principales fariseos para relatarles los hechos que habían presenciado.

A pesar de la patente evidencia que aconteció ante sus mismos ojos, esos hombres estaban compelidos a someter a las autoridades religiosas las acciones de Cristo para su escrutinio. Cuando los prejuicios y los esquemas mentales rígidos sobrepasan las cuestiones cordiales, poco espacio queda para la verdad, y como presuponen que se juegan algo muy grande, prefieren trasladar sus inquietudes a quienes verdaderamente detentan la autoridad mayor.

Al enterarse, se desata el pánico, y se forma una impensada alianza entre los rígidos fariseos y los acomodaticios saduceos que, por lo general, se reservaban para sí las máximas jerarquías del Templo -los sumos sacerdotes-. El miedo es capaz de anudar telarañas muy extrañas e intrincadas.
Tales son los fuegos que se encienden, que hasta convocan abruptamente al Sanedrín, consejo supremo de la nación judía que dictaminaba acerca de cuestiones religiosas y civiles también, pues el peligro que infieren es gravísimo: si el rabbí galileo sigue convocando alrededor de sí corazones y voluntades del pueblo -confianza y fé- las gentes iban a dejar de doblegarse a los dictámenes de ellos mismos, y sin dudas ello sería visto por la potencia ocupante romana como un hecho incoercible de subversión.
Esa rebelión incipiente Roma la trataría de una sola manera, aplastándola mediante la fuerza bruta de sus legiones. Así entonces, el Templo quedaría derrumbado, el centro de Israel disperso y la misma nación en peligro, y, sobre todo, ellos mismos perderían todo su poder e influencia.

Ésa es la causa primordial por la cual deciden matarle, y matarle cuanto antes.
Y se conjugan dos libertades: el libre albedrío de esos dirigentes inescrupulosos, que se suponen capaces de disponer de la vida de otros a su antojo porque lo entienden amenaza, y la libertad absoluta de Cristo, que pudiendo escapar se mantiene firme e íntegro porque ante todo cuenta el proyecto de su Padre, aún cuando la sombra de la muerte vaya inundando todos los resquicios.

Para sus propios enemigos mortales la presencia de Jesús tiene una índole comunitaria que deben extirpar. Y es Caifás -sumo sacerdote en ese momento- quien sin saberlo pero merced a su sacerdocio lo define con pasmosa exactitud: conviene que muera un sólo hombre por el pueblo, afirmación cruel de un fin que justifique cualquier medio pero también profecía.

Ese Cristo morirá por todos, por los discípulos, por los que han creído en Él, pero también por los que le odian, los que ansían su muerte, los que lo desprecian y condenan. 
Cristo muere para que el pueblo viva, y viva en plenitud y libertad. Uno por todos, por vos, por mí, por tí, por nosotros, para que no haya más crucificados, para reafirmar de una vez y para siempre esa vida que es Dios mismo.

Paz y Bien

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