El límite de los imposibles




Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, mártir

Para el día de hoy (09/08/14) 

Evangelio según San Mateo 17, 14-20




En los tiempos del ministerio de Jesús de Nazareth, las enfermedades mentales y las patologías neurológicas, como en el caso del Evangelio para el día de hoy la epilepsia, eran consideradas como producto de la injerencia directa o de la acción de espíritus demoníacos. Por tanto, cada enfermo y sus familias necesariamente estaban condenados al sufrimiento propio de su enfermedad y al ostracismo y la condena social.
A ello debía añadirse una cuestión no menor: según los preceptos legales-religiosos que se encontraban vigentes por aquel entonces, toda enfermedad era consecuencia del pecado propio o de los padres, castigo divino adecuado por ignotas culpas. Por tanto, el enfermo devenía en impuro, es decir, en incapaz e inhábil de participar en la vida religiosa y comunitaria, impureza que se contagiaba y transmitía a aquellos que se estaban en contacto con el impuro primario.

Así entonces veremos en varias oportunidades al Maestro retirarse de las ciudades a la soledad: ello no es únicamente por una necesidad de silencio y oración, sino que sucedía a continuación de algún signo de sanación. A Él no le importaban las consecuencias que debía soportar por sanar a tantos, por rebelarse contra esas rígidas normas que desbordaban de inhumanidad y poco o nada tenían que ver con el Dios que Él bien conocía y revelaba, el Dios Abbá de nuestra Salvación.

Pero los milagros no son solamente intervenciones espectaculares de Dios en la historia mientras el hombre observa como un mero espectador pasivo. La Encarnación inaugura el kairós, tiempo santo de la Gracia, tiempo santo de Dios y el hombre, y los milagros acontecen cuando se conjuga el amor y la bondad de Dios con la fé del hombre.

El padre de ese niño, con seguridad, sufría por partida múltiple. Sufría como sufren los papás y las mamás que viven por y para sus hijos, y que no se quedan de brazos cruzados aún cuando todo le diga que no, que hay que aceptar y resignarse frente al dolor. Pero sufría también la portación de ese estigma que su hijo ni nadie debe portar ni merecer, estigma de impureza o de cualquier clase o categoría. Por eso frente a esos discípulos limitados y vacilantes que no pueden hacer nada por su niño, acude al mismo Cristo en busca de auxilio. Quizás sea un hombre sin formación, con muchos conceptos erróneos o deficientes; pero porta lo más importante, que es confiar, confiar en la persona de Jesús de Nazareth, porque sabe en su corazón que será escuchado, que Él todo lo puede, y más aún, nada pide para sí mismo, es un padre que ama y sufre y suplica por su hijo.

Y el enojo y la reprimenda del Maestro nos pueden sorprender por su fuego, por su apasionamiento. Llama a sus discípulos -y a muchos de los presentes- generación perversa e infiel, y estos términos no han de ser leídos en una perspectiva peyorativa social, sino espiritual: es una generación per-versa la que no es con-versa, la que no se atreve a creer, porque todo está allí, al alcance de cada corazón.
La comparación que les sugiere a los suyos no es, como una lectura ligera indicaría, entre la fé de los discípulos y Él mismo. Ellos deben dirigir sus miradas a ese hombre, a ese padre que cree y que merced a esa confianza obtendrá, a pura caridad, la salud/salvación de su hijo.

Porque el límite de los imposibles se corre y desdibuja cuando la humanidad, cada uno de nosotros, se atreve a creer y confiar.

Paz y Bien

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