El santo escándalo del pan compartido




Para el día de hoy (03/08/14) 

Evangelio según San Mateo 14, 13-21




En la lectura del Evangelio que nos brinda la liturgia de este domingo, hay una señal que no puede pasarse por alto, y es el deseo y la necesidad de Jesús de Nazareth de irse a un lugar en donde encuentre silencio y soledad, para la oración, para la reflexión. Se ha enterado del homicidio del Bautista, y son varias cosas las que bullen en su corazón: la tristeza demoledora de la pérdida de un ser querido -y el modo de esa pérdida-, la ejecución de un inocente y el indicio cierto de que ahora es su momento y su tiempo, el inicio de su ministerio, el anuncio y proclamación de que el Reino de Dios ya está entre nosotros. Pero también hay un dato que podemos inferir y que no es menor: en el modo de morir del enorme Juan, Jesús descubre también que ha de morir de un modo similar.

Los poderosos de cualquier laya -mundanos, políticos, religiosos- suprimen y trituran a los profetas, a los jóvenes, a las voces claras que hablan de justicia encendidos por el fuego de Dios.

Para muchos profetas en ciernes, esto debería ser motivo claro y suficiente para desistir, para guardarse, para amedrentarse, para vivir una vida relativamente segura y cómoda. Pero Cristo es un profeta fiel, y más que un profeta, y no se echará atrás. Por delante de cualquier ansia y de cualquier estado de ánimo personal -que los tiene, es muy pero muy parecido a cada uno de nosotros, insospechadamente cercano- está su fidelidad y su obediencia a Dios. Esa obediencia supera largamente esa disciplina cuasi militar, es la obediencia cordial de escuchar atentamente a Dios y actuar en consecuencia.

Y su fidelidad tiene sus raíces en esa asombrosa misericordia de Dios. Una multitud agobiada, a la deriva, hambrienta y desolada mueve su corazón. El abandono y el hambre conmueven el corazón sagrado de Cristo que es el corazón mismo de Dios y ambos, hambre y abandono, son afrentas demoledoras al amor, a la creación. Y aquellos que se dicen de Dios, amigos y seguidores de Cristo, no pueden/podemos permanecer como espectadores -aún conmovidos- de tanto dolor. Está en nuestras manos el llenar platos y corazones vacíos, y en cierta forma somos las manos bondadosas de Dios en el mundo, aún cuando lo que se tenga para compartir aparezca mínimo, nimio, insuficiente. Con fé, los milagros suceden.

Pero hay que tener presente que la mesa de Cristo es un santo escándalo, y es escándalo pues es piedra de tropiezo para tanto desorden e injusticias establecidas. No es la mesa de Herodes, donde unos cuantos corruptos sortean espantosamente la vida de los inocentes. No es la mesa severa de los fariseos, mesa escuálida para unos pocos. No es tampoco mesa que distinga entre propios y ajenos.

En la mirada de Jesús de Nazareth no hay amigos o enemigos, cercanos o lejanos, sino solamente hijas e hijos de Dios que pueden y deben sentarse juntos a comer, para que la vida se sustente y se propague. Es mesa incondicional, y es mesa única de tan desproporcionada: miles se alimentan a partir de una ofrenda de pobre, cinco panes baratos y dos pescaditos. 

Esa magnífica y asombrosa desproporción es la Gracia de Dios, y quiera su Espíritu que nuestras mesas se conviertan en acción de Gracias -Eucaristía- por encontrarnos y reconocernos en la misericordia de Aquél que nunca, pase lo que pase y hagamos lo que hagamos, jamás nos abandona.

Paz y Bien
 


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