Diez leprosos




Para el día de hoy (12/11/14) 

Evangelio según Lucas 17, 11-19



En la época del ministerio de Jesús de Nazareth, la Palestina del siglo I, el padecimiento de la lepra implicaba para el enfermo una situación demoledora para toda su existencia.
Socialmente, y ante la imposibilidad de un tratamiento eficaz, al paciente se lo separaba y aislaba de la comunidad -hasta de su propia familia- por el alto riesgo de contagio que ello implicaba, decidiéndose que habitara en tiendas o en cuevas alejadas de cualquier poblado, y librados a las limosnas que pudieren conseguir, las que lógicamente eran escasas.
Religiosamente, la situación se agravaba, toda vez que al leproso se le consideraba el impuro mayor, es decir, el indigno de toda indignidad, incapacitado de ser partícipe de la vida de Israel por haberse contaminado la savia pura del Pueblo Elegido: en esa religiosidad, toda enfermedad se considera consecuencia directa de la acción punitiva de Dios frente a los pecados cometidos por sí mismos o por los padres.

En una sociedad como la judía de aquel entonces, sociedad/política y religión no se diferenciaban, siendo esta última la que poseía la última palabra en todos los órdenes de la vida. tal es así, que quienes determinaban el estado de pureza/impureza, de salud/enfermedad o de lepra son los sacerdotes del Templo. Ellos son médicos que no curan pero que emiten diagnósticos durísimos. La cuestión se agrava, pues el paciente, una vez ratificada su enfermedad por la religión, ha de reconocerse a lo lejos como tal, como leproso, para evitar que los otros hijos de Israel se contaminen. Así entonces se vestirán con harapos, con sus cabellos sueltos y despeinados, y proclamando a los gritos su condición de impuro.
Es una situación de dolor inimaginable, pues al padecer de la misma enfermedad se le añade la conciencia de su impureza -su enfermedad es justa-, y el oprobio infame de gritar su estado para que los demás tomen distancia.
En las limitadas ocasiones en que había remisión de la enfermedad, otra vez eran los sacerdotes los que decidían el final de la infamia, volviendo a declarar al enfermo puro y por lo tanto habilitado para la vida comunitaria, y quienes prescribían los ritos y sacrificios a efectuarse para completar su rehabilitación era, nuevamente, los sacerdotes.

La irrupción de Jesús de Nazareth y sus enseñanzas de la Buena Noticia asustaron a varios y regocijaban a muchos. Al estar totalmente identificado con su Padre, no toleraba una imagen vana y falsa de un dios verdugo, de un dios al que le agraden esas clasificaciones crueles de pureza/impureza, un dios que prodiga la enfermedad tanto más que su bendición.

El Dios de Jesús de Nazareth es un Padre que cuida y una Madre que ama, que no descansa hasta restituir en su integridad a los hijos caídos a la vera del camino, un Dios que se desvive por los excluidos, un Dios que es Salvación incondicional, Gracia y Misericordia.

Esto era bien conocido por las gentes. Por ello mismo los gritos fervorosos de los diez leprosos, suplicando la compasión de ese Cristo que pasa a cierta distancia. El se acerca, sin importarle comentarios ni consecuencias, y los remite a los sacerdotes, a esos mismos sacerdotes que los han condenado a un ostracismo brutal, religiosamente impiadoso, para ser readmitidos con toda dignidad y derechos a su sociedad. En camino hacia el templo, ellos se descubren limpios, es decir, purificados, liberados de toda llaga.
Llamativamente, de los diez leprosos sólo uno regresa a los pies del Maestro, desbordante de gratitud. Es un samaritano, un impuro ejemplar pues los samaritanos son considerados, en el mejor de los casos, abyectos traidores, toda vez que originariamente pertenecientes a Israel, durante las sucesivas invasiones enemigas formaron familia y tuvieron descendencia con extranjeros, lesionando de modo irreparable la sangre pura de los hijos de Israel, y no reconocían tampoco la primacía del Templo de Jerusalem como centro absoluto de la fé judía.
Este hombre -considerado varios escalones por debajo de la condición humana básica- es el único que se ha dado cuenta que en Cristo está la Salvación, y que esa Salvación implica salud, dignidad, fraternal aceptación, cuidado, inclusión sin condiciones, esperanza. Por ello agradece rostro en tierra, desalojando toda resignación.

Los otros nueve han ido, según la costumbre, a presentarse al sacerdote. Quizás se creen con derecho, por pertenencia, a obtener esa bendición. Pero sin dudas, se aferran a esas ideas de que a través de los ritos y las prácticas religiosas prescritas se obtiene el favor divino.
El samaritano regresa agradecido, pues sabe que sólo en Alguien, en una persona, en Cristo se encuentra con Dios y por ello con la plenitud, la felicidad.

Esta parábola quizás debiera recordarse como la del samaritano agradecido, y es un llamado de atención para revisar nuestras gratitudes ausentes.

Paz y Bien


2 comentarios:

pensamiento dijo...

La gratitud es una de las facetas de la humildad. El arrogante considera que no debe nada a nadie.

Caminar dijo...

Con que facilidad olvidamos los dones recibidos.
Pero Dios, a pesar de todo nuca se cansa de regalarnos.
Un abrazo.

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