La buena semilla



Para el día de hoy (31/01/14):  
Evangelio según San Marcos 4, 26-34



Estas parábolas del Maestro confrontan totalmente con esas ganas y esas ansias de lo automático, de lo impositivo, de lo instantáneo.
¿Qué no daríamos, tan a menudo, porque lo que anhelamos se resolviera u obtuviera de golpe, a modo espectacular, sin otro esfuerzo que el de pasivos y embelesados espectadores de shows religiosos?

Jesús de Nazareth translada, sospechosamente, el ámbito de lo sagrado, de lo que inferimos atado al templo y a la liturgia, a un espacio totalmente profano, el de los labradores, el de la paciencia y la espera que se despliegan en la cotidianeidad.

El problema estriba, quizás, en que nos confundimos. Tenemos vocación y misión de sembradores confiados, no de crecedores. Las bondades de la semilla son misteriosas, es decir, que escapan a la simple verbalización y a los límites acotados de la razón, y esas bondades no son destellantes.
Su fuerza imparable es humilde, sencilla, modesta, y aún así, el mínimo grano de mostaza se convertirá en el mayor de los arbustos, frondoso de sombras y refugio, pleno de frutos y rinde.

Tal vez haya un modo de saber si las semillas que vamos sembrando -en este oficio de pura confianza, de fé- es el camino correcto, y si esas semillas son las verdaderas, las mejores.

La clave está en la frondosidad de la planta que crezca.

Cuando ella crece y se vuelve frondosa, y así alberga muchos pájaros, es que su origen es muy bueno. Y más, cuando esos pájaros son de diverso color, tamaño y origen, a veces de orígenes extraños y casi imposibles.
Por ello, cuando la Iglesia se vuelve frondosa y hogar de muchos pájaros -tantos, que a ninguno rechaza- es que ha sembrado la buena semilla, y es que ha permanecido fiel.

Paz y Bien


La luz, el destino final



Para el día de hoy (30/01/14):  
Evangelio según San Marcos 4, 21-25


Jesús fundamentó gran parte de su enseñanza a partir de lo que había aprendido junto a José y María de Nazareth en el día a día de ese pequeño caserío galileo, que lo cobijó desde su primera infancia hasta los treinta años.
Él sabía bien el valor de las lámparas para los hogares, que por lo general tenían una sola habitación grande para toda la familia. Allí se comía, se dormía, se vivía. El aceite de las lámparas era muy caro, y las velas difíciles de conseguir y también costosas para los pobres, por lo que la única lámpara familiar había de ubicarse lo más alto posible en esa habitación para que todos pudieran iluminarse en plena noche.
A veces, los pobres son los que valoran más las cosas por el esfuerzo en procurarlas y porque nada les llueve. Y desde esa valor, a menudo encuentran respeto, cuidado y trascendencia insospechadas, que establecen un trazo que vá mucho más lejos de lo obvio.

Lo eterno está escondido, paradójicamente, bien a la vista en nuestra cotidianeidad.

En esta sobreabundancia tecnológica que vivimos, lo más sencillo se nos ha perdido de vista. Y junto a ello, esa malsana tendencia que quedarnos puertas adentro, es decir, hablar entre y a los que consideramos propios, mi familia, mis amigos, mis hermanos en la fé.
Nada de eso está mal, claro está, pero en cierto modo negamos tácitamente el sentido y dirección de esa Buena Noticia, que es ilimitada, irrestricta, y está destinada a todos los confines del universo y a todas las gentes. Por ello, mientras sigamos empeñados en hablarnos hacia dentro, nuestras lámparas estarán escondidas en cajones o bajo las camas.

Porque la misión y mandato del Maestro es que la luz de Dios, la mejor de las Noticias llegue con su luz a todos, luz que es liberación, luz que es dignidad sin ambages, luz que es justicia, luz que es alegría.
Luz que es plenitud, que es felicidad, y es la felicidad y no otra cosa ni concepto el destino final de cada mujer y cada hombre.

La luz resplandece en palabras, en gestos sencillos, en la escucha, en el servicio desinteresado, en la solidaridad, en la fiesta de mesa grande y compartida, Dios ofrecido a sí mismo para que nadie deambule en ninguna tiniebla.

Paz y Bien  

Sembradores de esperanza



Para el día de hoy (29/01/14):  
Evangelio según San Marcos 4, 1-20



Muchos de los oyentes habituales de las enseñanzas del Maestro eran pescadores y campesinos galileos, y entre estos últimos seguramente habría varios labriegos, profusos conocedores de las cuestiones de la siembra, de las semillas y cosechas.
Como conocedores expertos en su oficio, las cosas que este hombre les cuenta es una locura sin asidero. Ellos saben bien que no hay semilla alguna ni terreno conocido que rinda treinta, sesenta o cien por ciento. Y peor aún: ese sembrador que esparce la semilla tan azarosamente, como al descuido, es por lo menos un bobo imperdonable, un imbécil redomado que desperdicia semillas -ellos lo sufren siempre-, semillas que son escasas y muy caras. 

Desde su punto de vista, la lógica es incuestionable, y quizás por ello mismo el Maestro expresa la parábola de esa manera. Porque si algo tiene el Reino de Dios es una ilógica santa y asombrosa.

Pero el Maestro sabe, pues conoce bien a sus paisanos y lee como nadie los corazones. Y es por eso que les habla de esa manera tan desproporcionada y referida a las cosas del día a día de esos hombres.
Se trata de la dinámica maravillosa e imparable de la Gracia, y se trata de lo eterno entretejido en lo cotidiano, el Dios de la Vida en urdimbre con el hombre por el misterio bondadoso de la Encarnación.

Nosotros, en algún momento de la historia, quizás lo hemos extraviado, porque a la mujer y al hombre de hoy no le hablamos de las cosas de Dios desde lo que conocen, desde lo que viven, de ese Dios que está presente y vivo en cada uno de sus instantes.

Si bien es importante el oficio del sembrador, su cuidado y su dedicación, lo que verdaderamente cuenta es la fuerza increíble que esconde la semilla. Se trata de una cuestión de confianza, y la confianza es hermana de la fé y de la fidelidad. Se trata de que con algo tan pequeño como una simple semilla, en terrenos inciertos, Dios puede lograr que haya una cosecha magnífica, inconmensurable.

Se trata de sembrar esperanzas, esperanzas en que todo puede cambiar, en que todo puede ser mejor, en que todo puede volverse humano y justo, es decir, de Dios, plenamente santo y floreciente.

Paz y Bien

Vínculos nuevos




Para el día de hoy (28/01/14):  
Evangelio según San Marcos 3, 31-35



No debió de resultarle, anímicamente, nada fácil ni sencillo a Jesús de Nazareth permanecer inalterablemente fiel al sueño de su Padre, el Reino, que anunciaba e inauguraba a través de todo su ministerio.

Por un lado, sus enemigos enconados que buscaban menoscabarlo mediante el descrédito, el insulto y el desprecio velados, el objetivo de limar su estatura bondadosa frente a un pueblo creciente que en Él confiaba y le seguía.
Por otro lado, sus mismos parientes que no llegaban a comprenderlo, al extremo de considerarlo loco, alienado, trastornado, fuera de sí. 
Más la postura de los suyos ha de entenderse en el contexto en que se desarrollaba su ministerio, en esa cultura y sociedad judía del siglo I de nuestra era. Luego de varios siglos de invasiones extranjeras, de dominios imperialistas por pueblos extraños, de exilios, cautividades, destierros y destrucción de los símbolos nacionales, el pueblo de Israel se aferraba al último reducto que preservaba su identidad, y que era precisamente la familia. Aunque familia no debe ser leído aquí con ojos de siglo veintiuno, sino con el carácter propio de esos tiempos, es decir, los naturales lazos biológicos de padres, hermanos, abuelos y los imprescindibles vínculos tribales, de clan patriarcal que implicaban pertenencia y protección.

Ese Jesús que los suyos habían visto crecer, y del que esperaban siguiera el oficio paterno -artesano o carpintero-, que formara una familia, que viera transcurrir sus años en esa aldea galilea cumpliendo cabalmente con la fé de sus mayores, a los treinta años abandona la casa familiar, el entorno diario y se larga a los caminos con una misión que lo impulsa. Parece revestido de un fuego que lo consume, habla de un Dios muy extraño que perdona, que ama, al que llama su Padre, reparte como lluvia fresca por todas partes sanación a los dolientes y enfermos y, como si no bastara, se junta a comer y beber con los despreciados, con los réprobos, con los que nadie en su sano juicio se sentaría a ninguna mesa.
En ese desconcierto es que pretenden llevárselo de regreso a Nazareth, y su presencia en Cafarnaúm -haciéndose anunciar, todo un signo- es la advertencia del ya basta, hay que regresar a lo conocido y dejarse de molestar con estas locuras de Reino, de Hijo del Hombre y de todas esas locuras que seguramente han de atraer desgracias para todos.

En ese grupo que lo requiere ansioso está su Madre. Sin embargo, aún en su no comprender al Hijo que ama, prevalece su corazón manso y enorme, y esas dudas que la acucian han de enaltecerla.

Porque el Maestro no redobla la apuesta profundizando las contradicciones y propiciando una ruptura brutal con lo viejo, con lo antiguo. En realidad, lo que declara con un todo que tal vez incomode es una invitación a ensanchar la familia, a crear vínculos nuevos y mucho, mucho más profundos que los establecidos por la genética y la sociedad.
Invita, nada más y nada menos, a ser parte su padre, su madre, su hermano y su hermana, un Dios que se revela familiarmente cercano, al que se lo conoce no tanto desde la razón como más bien desde los afectos entrañables que no pueden quebrarse ni olvidarse.
Así María de Nazareth es Madre por gestarlo, Madre por parirlo, Madre por cobijar en su alma la Palabra y dejar que germine vida nueva, Madre por escuchar esa Palabra de Vida y Palabra Viva y ponerla en práctica.

Todos, indefectiblemente y sin excepción de ninguna clase, estamos convidados a forjar estos lazos nuevos, extrañas ligazones que atan para liberar, una familia creciente en donde todos son tenidos en cuenta, todos son importantes, todos son queridos y cuidados.
A esta familia algunos la llamamos -con todo y a pesar de todo- Iglesia. Pero quizás lo más importante no sean los nombres identificatorios, sino la inefable y asombrosa cercanía de un Dios Pariente de cada uno de nosotros.

Paz y Bien

Acciones de descrédito



Para el día de hoy (27/01/14):  
Evangelio según San Marcos 3, 22-30



La influencia de Jesús de Nazareth, especialmente en las gentes más sencillas, era creciente y se ampliaba a medida que Él recorría los caminos junto a los suyos, sanando dolencias, purificando corazones agobiados, anunciando la Buena Noticia a los pobres.

Bajo cualquier apreciación esta influencia puede ser tranquilamente considerada un desafío planteado a aquellos que detentaban los poderes, especialmente el religioso. Sin embargo, un hombre así como el rabbí galileo, desde una perspectiva más profunda, puede visualizarse como un gran peligro, toda vez que anda liberando a las gentes de tantos miedos, miedos que se utilizan con fines de sumisión de las almas, de dominio, de opresión, aún cuando todo ello se realice -dolorosamente- en nombre de Dios.

Jesús actuaba y enseñaba por y en nombre de un Dios de amor, de bondad y de perdón. Y el amor, para cualquier poder, es una amenaza.

Pero a su vez, Cristo no es un zelota bravo que quiere imponer libertad a su pueblo mediante el uso de la fuerza, ni un heresiarca que busca ganancias propias mediante la confusión y la división, ni un provocador gratuito y soberbio. Él sigue adelante sin otra ambición que permanecer fiel al proyecto de su Padre, hasta las últimas consecuencias.

Triste y cruelmente, en aquel entonces y ahora también, se suele ir creando -progresivamente- un ambiente hostil contra el disidente, contra la voz contraria, contra lo nuevo a partir del descrédito, suponiendo que mediante esas maniobras el objetivo irá perdiendo apoyo, respaldo y ascendiente sobre el pueblo. Y una vez, en soledad y abandonarlo, golpear duramente hasta acabar con quien se ha convertido en una gravosa molestia. En esta empresa sombría se embarcan en siniestra sociedad escribas junto a fariseos, y en determinado momento sumarán a los herodianos: Jesús también era percibido como peligroso por el poder político.
Por eso comenzarán a murmurar -la acción clásica de opinión pública- de que Jesús actúa como actúa porque el poder del Maligno está con Él. Ello supone dos cuestiones: desde ese pueblo tan religioso, un espanto indecible, y así hacer pasar las mentes de un profeta y un rabbí de Dios a un mago con poderes oscuros y malvados.
Desde la ortodoxia, acumular argumentos para juzgarlo y condenarlo.

Como siempre sucede, estos argumentos carecen de demasiado sustento, porque más temprano que tarde la verdad sale a la luz, y los signos/milagros que realiza Jesús son señales del amor de Dios, que expulsa y hace retroceder todo mal.

Por ello mismo, cuando la misión de anunciar la Buena Noticia -hechos, gesto y palabra- no encuentra obstáculo alguno es el momento de comenzar a preocuparse. Cuando la Iglesia no es atacada ni perseguida, es el tiempo de reflexionar con absoluta sinceridad acerca de su fidelidad al Evangelio.
Y cuando dejamos de considerarnos pecadores, incompletos, limitados, allí sí están los fundamentos para toda ruina.

Todos, creyentes, incrédulos e indiferentes dependemos de la misericordia de Dios.
Que su bendición siga descendiendo sobre nosotros como paz, como bien, como perdón que sana y libera.

Paz y Bien


Pequeños pescadores de mares enormes



Para el día de hoy (26/01/14):  
Evangelio según San Mateo 4, 12-23


La convocatoria a los primeros discípulos que nos brinda el Evangelista Mateo resulta muy extraña para las tradiciones de su época; en aquél entonces, los hijos de las principales familias judías -las más tradicionales y las de mejor posición socioeconómica- buscaban afanosamente a los rabbíes destacados para pasar a ser parte de los, por lo general, reducidos grupos de discípulos que aprendían de ellos la Ley, siempre en modo académico, estáticamente ubicados en un sitio predeterminado.

Jesús de Nazareth rompe con esta costumbre establecida, y es Él mismo quien sale en búsqueda de sus discípulos; se ha invertido la postura, y no son aquellos quien buscan un rabbí de quien aprender, sino que es el Maestro quien los invita.
Su enseñanza no será una acumulación progresiva de erudición, tras montañas de escritos enjundiosos -que pueden ser muy buenos y hasta santos-. Su enseñanza no es la transferencia pasiva de conocimientos, sino un caminar, un compartir la vida misma a diario, el conocimiento de Cristo que es el fundamento de todo destino y roca firme de la fé. Se trata de conocer para actuar como Jesús actuaba, vivir como Jesús vivía, amar como Jesús amaba, y no hay manual de instrucciones. Todo es enteramente personal, y más aún.

Este Cristo que sale al encuentro es signo cierto de las primacías de Dios, que siempre -de continuo, sin rendirse jamás, sin descanso- nos sale al encuentro, nos convida, nos busca primero.

Sin caer en una ligera y estéril lectura sociológica o ideológica, los primeros discípulos, sinceramente, son unos don nadie, sin relevancia ni fortuna, sin una genealogía que exhibir ni glorias que relatar. Se trata de hombres comunes, hombres de esfuerzo y trabajo cotidiano, sabedores de ganarse el pan, de las luchas cotidianas, con sus idas y vueltas, con sus fidelidades y sus quebrantos.

Quizás y lejos de toda épica, el Maestro buscó y sigue buscando mujeres y hombres ordinarios, corrientes, casi invisibles entre las multitudes pero capaces de seguir sus pasos, de ponerse en pié, de confiar/se a ese Cristo que no los abandona nunca, ni siquiera en los momentos más oscuros.
A veces puede tratarse de mujeres y de hombres a los que la vida ha dejado heridas salobres y dolorosas, recuerdos gravosos, pasados pesados y que sin embargo se atreven a renegar de la mera supervivencia, y se animan a vivir con ese Dios que lo descubren en sus días, en su cotidianeidad, en el día a día, minuto a minuto, aquí y ahora.

Estos pescadores son pequeños, muy pequeños y frágiles, la más brava, el más fiero también. Todos somos quebradizos y portamos el sayo de nuestras limitaciones. Y la tarea se asoma harto complicada, que no imposible. El mar que nos toca navegar es enorme y peligroso para nuestros escasos barcos.
Más se trata de irse mar adentro a echar as redes, para mantener a muchos pequeños peces con vida, una vida que sabemos disponible y abundante para todos sin excepción, una vida plena, feliz, total, que se nos ofrece a diario y que es el Reino de los cielos, cielos cercanos, al alcance de cada corazón.

Pescadores tan pequeños como vos y yo, como tú y ella, como todos nosotros, como la frágil barca que llamamos Iglesia y que a pesar de las tormentas se mantendrá firme, y nadie perecerá.
Porque la conduce Aquél que camina sobre las aguas terribles del desconcierto, las olas del miedo y las tormentas de la duda.

Paz y Bien


Testigos del Resucitado




La Conversión del apóstol San Pablo

Para el día de hoy (25/01/14):  
Evangelio según San Marcos 16, 15-18




Decisiva a la hora de un juicio es la producción de prueba testimonial. Si se busca justicia, los testigos han de ser veraces, manifestar acerca de lo que saben y conocen con certeza, de primera mano, no de oídas. -no se puede hablar de las bondades del sabor de un plato con sólo leer el menú-

Los cristianos tenemos por vocación primordial y distintiva, precisamente, el ser testigos. Más el testimonio no radica en la puntillosidad cuando se recita un dogma, en la exactitud fedataria al momento de exponer una serie de ideas maravillosas, surgidas hace dos milenios en Galilea y nutridas por tradiciones a través de los siglos. Los testigos somos primeramente y ante todo testigos de Alguien que está vivo y presente, Alguien que ha roto el cerco en apariencia infranqueable de la muerte, Jesús de Nazareth, el Resucitado.
Nuestro testimonio es fiel y es veraz si se refiere a Cristo, si surge de los rescoldos que nos enciende el Espíritu y de esa necesidad incontenible de contarle a los demás lo que el Maestro ha hecho en nuestras existencias, las vivencias personales, un Dios que es vida para siempre y para todos, vida plena, vida feliz.

No se trata de ganar adeptos, de engrosar estadísticas y pertenencias, sino de transmitir la mejor de las noticias a todas partes, especialmente allí en donde toda noticia suele ser mala, un retroceso humano, un regreso a las sombras. Y no queda solamente en mujeres y hombres, la humanidad sin excepciones: la Buena Noticia ha de manifestarse a toda la creación, con un afecto prefencial por la naturaleza que es el gesto y acto amoroso creador del Dios de la Vida, y que hemos dejado de lado. No sólo la hemos descuidado, sino que en aras de materialismos varios la hemos agredido hasta el hartazgo.

La Salvación es don y misterio insondable de la ternura de Dios, que se ha hecho uno de nosotros para que no seamos espectadores pasivos o títeres involuntarios de voluntades divinas, sino protagonistas humildes de una vida que apenas está comenzando y que no tiene fin. Porque condenarse no es un castigo de Dios sino la elección de quienes quieren permanecer en las sombras del egoísmo, de la tibieza, del no arriesgarse, de la negación del prójimo cercano y lejano, de la resignación y la no trascendencia.
Por ello, un signo tan sencillo como el Bautismo es comienzo santo: es Dios mismo que nos invita a expandir la familia a límites insospechados, una familia creciente en donde todos cuentan, un nacer para no morir jamás.

Contra toda especulación de espectacularidad -esas ansias de shows banales y pasajeros- los milagros siguen aconteciendo en santa urdimbre del amor de Dios y nuestros pequeñísimos esfuerzos.
Junto al Resucitado todos los malos espíritus que oprimen mentes y corazones indefectiblemente retroceden; odios, soberbias, desprecios, alienación y exclusiones exclamarán sus quejas, pero han de dejar de hacer daño y suprimir la imagen de Dios que está en cada mujer y cada hombre, y que tiene por horizonte la felicidad.
Junto al Resucitado acontece el milagro de entendernos aunque hablemos distintos idiomas, en el escandaloso dialecto de la solidaridad y la compasión y, sobre todo, de la escucha atenta del otro.
Junto al Resucitado, todas las ponzoñas que arrecian y acosan devienen agua fresca, no hacen daño. A menudo los problemas y los males tienen la estatura que nosotros mismos le adjudicamos.

Porque el Reino -sueño y proyecto infinitos de Dios- crece y germina en comunidad que es familia, que es salud, que es liberación, que es vida que no se rinde y rumbea tenaz desde un cielo que ahora mismo se nos asoma en el aquí y el ahora.

Paz y Bien

 

Elegidos y enviados



Para el día de hoy (24/01/14):  
Evangelio según San Marcos 3, 13-19


Las Escrituras están pobladas de signos y símbolos que son como trampolines para que tomemos impulso, para trasponer las escasas fronteras de la pura literalidad y sumergirnos en las aguas santas del misterio, del infinito, de la eternidad, de Dios mismo.
Signos que nos orientan con certeza la mirada, señales con un destino preciso.
Símbolos que son ventanas que se abren al día, día de sol -sin demasiados razonamientos, con una profundidad asombrosa-, para no quedarnos en lo poco que somos capaces de ver.

El Evangelio para el día de hoy nos regala así varios símbolos, a pesar de que en apariencia su extensión es pequeña. 

El envío misionero sucede en la montaña, símbolo del encuentro con Dios, y es a partir de un encuentro muy personal con el Dios del universo que se descubre la vocación -que debe ser cultivada, cuidada, edificada-, y que es iniciativa bondadosa de ese Dios que nos sale al encuentro.

Son doce los elegidos, los instituídos por el Maestro como discípulos, símbolo de las doce tribus de Israel, las que llevaron desde la cautividad de Egipto la promesa inquebrantable de un Dios que siempre cumple sus promesas, y es la continuidad a través de los siglos del amor y la constancia de un Dios que jamás nos abandona, que nunca renuncia a sus hijas e hijos, que pone toda su confianza en la humanidad con todo y a pesar de todo.

Los nombres responden a hombres concretos, de carne y hueso. La vocación siempre es personal, se dirige a cada uno de nosotros con nuestros caracteres, con nuestros aciertos y nuestros errores, con nuestras fidelidades y nuestros quebrantos aún a riesgo de la traición mayor. Es que se trata de la locura indescriptible del amor mismo.

Los sueños infinitos de Dios para toda la humanidad por la que se desvive, su proyecto, sólo pueden expresarse y concretarse a través de la comunidad que Él mismo reune, congregación cordial que tiene que ver con los sentimientos antes que con las razones: es la re-unión junto a Jesús de Nazareth y no la adopción de un corpus de ideas y preceptos religiosos.
Esa comunidad se distingue por ser elegida por la misma ternura de Dios, sin que influyan méritos o esfuerzos previos: de Dios son siempre las primacías.
Esa comunidad tiene por misión anunciar la mejor de las noticias a todos los sitios, a todo el mundo, hasta los confines del universo, en un esfuerzo cotidiano por desalojar con bondad y mansedumbre el mal que hiere, aliena e impide la plenitud, el ser felices. 
Y es una comunidad que está inmersa en todas las Galileas de las periferias del mundo: no mira al resto desde alturas soberbias ni a través de distantes monitores, sino que se funde con los más pobres, en donde resplandece el rostro mismo de Dios.

Una comunidad que soñamos, que amamos, que a veces nos duele a morir, y que llamamos Iglesia.

Paz y Bien



En medio del pueblo



Para el día de hoy (23/01/14):  
Evangelio según San Marcos 3, 7-12



El conflicto con las autoridades religiosas de Israel fué in crescendo, brutal e inclemente. Ya le habían impuesto la etiqueta de blasfemo y aberrante, del nó porque nó, y aunque Él afanosamente no la buscara, la ruptura sucedió. En adelante Jesús de Nazareth ya no podría enseñar en las sinagogas pues escribas, fariseos y herodianos -en especial, los dos primeros- dictaminaron su excomunión de la peor de las formas, es decir, mantenerlo bajo sospecha permanente de infractor y hereje. Nunca concedieron ni una posibilidad de consideración a la bondad, a la salud, a la escucha.
Sin dudas, el poder es una droga perniciosamente adictiva cuando no es servicio hacia los demás, y el poder de esos hombres oscilaba peligrosamente pues se exhibía carente de autoridad, de verdad, de legitimidad.

En una contrapunto sinfónico, a la execración de las autoridades religiosas, a su envidia y severos recelos, el pueblo sencillo lo busca con denuedo, lo sigue adonde vaya, confía en Él sin demasiadas vueltas. Puede que aún tengan ciertos vicios en sus almas de los que deban aligerarse, y ciertas imágenes que les enturbien la mirada -las ideologías pueden ser gravosas-, pero la multitud lo sigue con ansiedad y confianza, y es el primer paso de la fé, el confiar en la bondad de Jesús de Nazareth que es el amor mismo de Dios y es su doctrina, una doctrina que se aprende en la misma existencia, corazón adentro, antes que en las academias.

Venían de la misma Judea, la de la ortodoxia, la de los más puros, la de esa Jerusalem resplandeciente e imponente. Venían los sospechados campesinos y pescadores galileos, sus paisanos. Venían los idumeos, sureños ellos y casi extranjeros. Venían los norteños de Tiro y Sidón, más gentiles que judíos, y aún así, a nadie rechazaba. 
En esa multitud radica el símbolo de todas las naciones de la tierra, de todos aquellos que sólo en ese Cristo encontrarán respuesta. Probablemente, sea menester que el Maestro deba subirse a un pequeño bote por el empuje de las gentes, y no sólo por su propia seguridad: hay que calmar los ánimos, hay que aplacar un poco las ansiedades para que no sobrevengan esos amontonamientos en donde se pierde la singularidad, esa identidad propia de cada uno tan amada por Dios.
Y hay un tiempo de crecimiento: quizás aún no puedan reconocerle como Mesías, pero lo que verdaderamente cuenta y permanece es la confianza en Su persona.

Como bautizados con una inequívoca vocación misionera, es menester que la Palabra nos interpele. Y especialmente nos sinceremos para decir en verdad de qué lado estamos, si en el ámbito de los circunspectos juzgadores del amor y la compasión, o en el cómodo balcón tibio de los que observan y dictaminan acerca del pueblo sin involucrarse, con un escondido sentimiento de superioridad culpógeno.
O definitivamente, gratamente embarrados nuestros pies en medio del pueblo sufriente en el que Dios ha acampado y se ha quedado para siempre.

Paz y Bien 


De lo urgente y lo importante



Para el día de hoy (22/01/14):  
Evangelio según San Marcos 3, 1-6



A veces por esta vida acelerada e inhumana en la que muchos estamos inmersos, se nos pasan por alto ciertas cuestiones fundamentales del ministerio de Jesús de Nazareth. Se trata de saber reconocer que es lo verdaderamente urgente, lo que no admite postergación bajo ninguna razón, qué es aquello de lo que hay que ocuparse aquí y ahora desde la mirada del Maesto, que es la mirada y la acción misma de Dios.

Muchos dirigentes religiosos de su época se preocuparon in extremis por las acciones y actitudes del rabbí galileo: su sistema de preceptos era tan ceñido y rígido que cualquier desvío se consideraba peligroso, y era sometido a un intenso escrutinio: ello, en gran medida, se debe a que Jesús pone en entredicho el sitio o ámbito de radicación de lo sagrado. Así, como un alud creciente, la observación de esos hombres fariseos -profundamente piadosos- no era una mirada justa y apreciadora de verdades sino que, vieran lo que vieran, ya habían emitido su dictamen, y ese galileo era un incordio y un anatema. Por eso mismo siempre estaban a la espera de un quebranto flagrante de las normas y la ortodoxia, pues la condena estaba dispuesta.

Pero Jesús lee los corazones como nadie, y sabe de las oscuridades crueles que se crecen en el interior de esos hombres severos. Es ése el motivo por el que al hombre de la mano paralizada lo hace pasar al frente, al centro de la atención de todos los presentes: el que sufre debe ser el centro mismo de la comunidad, pues allí están las preferencias de Dios.
Ese hombre tiene varias cargas: una discapacidad física que le impide trabajar y ganarse el pan, estrechar una mano amiga, abrazar, acariciar, y además, está estigmatizado. Su enfermedad lo convierte en un impuro ritual al que es mejor evitar, su enfermedad es consecuencia del pecado, y en cierto modo, no trabajar, no amar y portar esos sayos pesadísimos que le imponen es una forma de estar muerto en vida.

Pero es el tiempo de la encarnación, de un Dios con nosotros y entre nosotros, de un Dios que bondadosamente se desvive por la plenitud de mujeres y hombres. Todo aquello que menoscaba dicha plenitud es opuesto a Dios, y Cristo es liberación, sanación de cuerpos, de mentes, de almas, de comunidades.
Nunca puede postergarse el auxilio al que sufre, jamás, aún cuando ello pueda, en cierta medida, chocar con ciertos mandatos o preceptos religiosos, por importantes que estos fueran.

Como una nota no menor, acontece en ese ámbito una extraña alianza -de carácter violento y mortal- entre fariseos y herodianos, quienes entre sí se odiaban cordialmente. Sin embargo, no es tan difícil la lectura de su razón: el ministerio de amor de Cristo pone en entredicho la autoridad religiosa pero también la autoridad política -en este caso los herodianos. Porque en aquél entonces y en nuestros tiempos también la religión es un vórtice de control y sometimiento social, y cuando ello se subvierte, se encienden las alarmas de los poderosos.

Paz y Bien


Pedagogía del cuidado



Para el día de hoy (21/01/14):  
Evangelio según San Marcos 2, 23-28


El sábado -Shabbat- era una institución muy importante para la fé de Israel, a tal punto que tenía, además de su fundamental influencia religiosa, su correlato social y comunitario. Se trataba de imitar a su Dios, que descansó el séptimo día, y ello no implicaba el valor negativo de la prohibición de realizar trabajo alguno, sino del descanso, del reencuentro familiar, del restablecer los vínculos desgastados, de la oración.
Es un día importantísimo pues se rehace la familia, el hogar, la relación con Dios.

Lamentablemente, y a través de una casuística literal que bordea lo absurdo con una severidad a menudo cruel, el día que era en gran medida sanación y bienestar devino en imposición gravosa, intolerable.

Así entonces sucedió un día con el Maestro y sus discípulos. Seguramente venían cansados y hambrientos luego de una de sus muchas travesías misioneras -a veces el cansancio no se trata sólo de distancias sino de intensidad- y atravesaban un sembradío de trigo: casi naturalmente, los discípulos tomaban algunas espigas, las frotaban entre sus manos y masticaban los granos sueltos, un engaño ligero al hambre que tenían.
Pero siempre están atentos los de alma severa, los que mantienen encendido el detector de infracciones sin importarle nada más, y surge la crítica cruel: los discípulos han infringido sin vacilaciones la sacralidad del Shabbat al arrancar las espigas, lo que era considerado como el ejercicio de una tarea -la cosecha- y por ende está prohibido, es anatema.

La acusación no es menor: si esos hombres -avalados por Jesús- quebrantan la solemnidad del sábado han dejado, voluntariamente, de ser judíos. Son apóstatas redundantes y por tales merecen ser expulsados de la comunidad, y debe impedírsele el acceso a la reunión en la sinagoga, y más aún, la entrada al Templo.

Pero Jesús de Nazareth también a ellos les enseña. El anuncio de la Buena Noticia no está limitado a los considerados propios, sino que es universal, pues se trata de cuestiones que a todos, sin excepción, nos implican, Es más que preceptos religiosos, y el Maestro no es un infractor estéril, es decir, un quebrantador de normas que lo hace porque sí, sin motivo, por el mero hecho de la provocación.
Su rebeldía es santa, pues los preceptos son buenos siempre que se orienten al bien mayor que es la vida misma, la vida plena, la humanización total, el restablecimiento de lo que se ha desgastado o fracturado y que impide cualquier alegría.
Porque la gloria de Dios es que el hombre viva, y viva con mayúsculas, que crezca bajo la mirada bondadosa de ese Dios que es Padre y Madre y respire felicidad. Y en estos tiempos tan crueles e inhumanos, quizás también debamos afirmar que la gloria de Dios es que el pobre viva.

Cristo así se constituye como Señor del sábado, Aquél que vive y se desvive por el bien de todas las hijas e hijos de Dios. Se trata de que toda norma debe orientarse al cuidado del otro, a su bienestar, a su crecimiento: todo aquello que se imponga -aún con las mejores razones e intenciones- y que se oponga a que la humanidad florezca al amparo del amor de Dios, es ajeno a sus sueños...y no está nada mal su rechazo.

Paz y Bien

Éxodo de temores




Para el día de hoy (20/01/14):  
Evangelio según San Marcos 2, 18-22


Con motivos a veces fundados, pero también con ansias descalificatorias, se ha encasillado a la secta de los fariseos en la absoluta negatividad y fiera religiosidad enemiga de Cristo. Sin embargo, hemos de señalar que los fariseos eran, ante todo, hombres muy piadosos que procuraban por todos los medios permanecer fieles al Dios de Israel, hombres de plegaria constante, de estudio y reflexión de la Palabra, de reordenar toda la existencia en base a esa fé que profesaban. Con el tiempo, ello se fué tergiversando y devino en un grupo cada vez más sectario que rechazaba cualquier novedad o heterodoxia.
Dos eran los problemas que aquejaban sus almas: por un lado, eran totalmente literalistas, es decir, leían la Torah y la interpretaban en forma literal, olvidando los niveles de profundidad y, especialmente, a Aquél que le daba pleno sentido a esa Palabra.
La literalidad es madre y causal de todos los fundamentalismos, y éstos suelen ser violentos, sectarios y excretan del ámbito de lo propio al distinto, al que no se aferra a cosas que tradiciones a menudo dudosas le han impuesto.

Por otra parte, estaban firmemente establecidos en una religiosidad retributiva, y ello implica que sus actos de culto y pìedad estaban destinados a ganar los favores divinos. Al seguir los preceptos establecidos -sin dudas- obtendrían la bendición de su Dios.

En cierto sentido, Juan el Bautista y sus discípulos también estaban imbuidos de esa mentalidad: de allí que ayunaran con notoria frecuencia, para la obtención del perdón de sus pecados mediante la mortificación del cuerpo, en un perpetuo rictus amargo y de temor por la venganza de su Dios para con los pecadores.

Con Jesús de Nazareth, todo cambia. El Dios que revela es un Dios que ama, un Dios Padre y Madre también que se dona por entero, asumiendo en Cristo a la humanidad frágil y quebrantada para levantarla, para que pueda mirar al sol.
En los albores del Reino que nos ofrece, se encuentra la Gracia, asombrosa e inefable, un Dios que perdona y ama incondicionalmente. Porque la condenación y la muerte son bien nuestras, no son para nada de Dios.

No está para nada mal el ayuno, claro que no. El problema estriba en el sentido que se le otorga, máxime cuando su motor primordial es la caridad, la misericordia y la solidaridad, el encuentro amoroso con un Dios inquebrantablemente fiel que no distingue entre propios y ajenos. Ello es nuestro, esa divisoria fronteriza de aguas nos pertenece. 
Para el Dios de Jesús de Nazareth todas son hijas y todos son hijos.

Con este Dios con nosotros habrá buenas noticias que serán siempre nuevas y renovadoras. Porque la Gracia de Dios nos está re-creando y resucitando a diario, a cada instante.
Cristo es la tela nueva para vestirse el alma de fiesta, Cristo es el vino que nunca se avinagra, que nos enciende las almas, que nos impulsa a celebrar. Toda esta novedad concedida por pura bondad no admite remiendos, ni parches de viejas costumbres.
Siempre hemos de estar dispuestos a ojos de niño -miradas de asombro- porque de continuo todo nos está renaciendo.

Por este Cristo hermano y Señor, con todo y a pesar de todo, la vida ha de ser celebración perpetua de estar vivos, felices de este don y misterio que es la existencia, con la segura certeza de que Él vá con nosotros.

Paz y Bien




Testigos del Cordero



Para el día de hoy (19/01/14):  
Evangelio según San Juan 1, 29-34

La escena estremece: Aquél que era esperado con ansias a través de los siglos, que traería la redención definitiva, la liberación plena, aguardaba anónimo entre la multitud, esperando ser bautizado por Juan.
Viste ropas sencillas, de artesano galileo, y su acento nazareno lo delata. Quizás, por imágenes erróneas de realeza y poder mundanamente victorioso, no ha de esperarse mucho de ese hombre joven, provinciano.
Es un perfecto desconocido, pero los que saben mirar y ver, y sus corazones y sus mentes se encienden por el Espíritu de la Vida -el Espíritu de Dios-, logran identificarlo por entre la marea de gente.

Así Juan el Bautista, y su testimonio es clave y magnífico: es el más grande de todos los hombres, enorme en su integridad y en su fidelidad, pero aún así es el más pequeño del Reino que el Señor inaugura.
Porque Juan es capaz de descubrirlo y de señalarlo en voz alta, es quien trae la plenitud, es quien quita el mal que agobia e impide la plenitud, la alegría, la felicidad.

Ese hombre joven es de Dios y es Dios, y Juan quiere disminuir su notable influencia para que las miradas no se detengan en él mismo, sino que se dirijan a Aquél que trae la salvación.

Juan se vuelve transparente, y es ejemplo para todas las generaciones postreras de mujeres y hombres que no quieren protagonismo egoísta, sino que se vuelven señales de auxilio para el pueblo que anda en tinieblas y sumido en la desesperanza: entre nosotros, entre los que van y vienen, humilde y casi desconocido en nuestra cotidianeidad se encuentra ese Cristo que nos dá sentido a nuestras pobres y acotadas existencias, Él mismo que toma en sus hombros nuestras miserias y nos transforma, Aquél que hace que la vida tenga sabor y merezca ser vivida. 
Porque con Cristo la vida amanece y no habrá jamás un final.

Paz y Bien
 

Seguirte, Señor



Para el día de hoy (18/01/14):  
Evangelio según San Marcos 2, 13-17



Seguirte, Señor, es tener la maravillosa certeza de que nos has buscado, que has salido a nuestro encuentro, en nuestros quehaceres cotidianos, en esos presentes a veces tan insípidos de rutina, y les diste un sentido nuevo. Nos brindaste junto a tu amistad incondicional un horizonte seguro hacia donde ir, una razón para vivir -que no sobrevivir-, tu respaldo perpetuo más allá de nuestros quebrantos.

Seguirte, Señor, es descubrir corazón adentro que nunca se nos apaga el rescoldo de eternidad que se nos ha concedido, imagen de ese Dios que se ha llegado hasta aquí y se ha quedado entre nosotros.

Seguirte, Señor, es esa confianza de que sos el mejor médico, ese mismo que jamás abandona a sus pacientes, todos nosotros, tan doblegados por el peso de las miserias que elegimos, la ceguera de nuestras fugas, las camillas de nuestras comodidades, las llagas del egoísmo, la crueldad de ignorar al hermano.
A veces la carga que portamos libremente es tan gravosa... pero aún así, tu invitación sigue firme y constante a pesar de los escasos méritos. Todo es Gracia.

Seguirte, Señor, es saber también que tu mesa es amplia, enorme, y que tienen asientos preferenciales todos aquellos a los que ni soñando invitaríamos a nuestras mesas restringidas. Tu mesa es donde la vida se comparte, la vida se celebra, la vida se agradece, la vida se expande y multiplica.

Seguirte, Señor, es enarbolar humildemente la bandera de tu tenacidad. Desde nuestras mínimas y modestas existencias, seguir, siempre seguir, jamás rendirse ni bajar los brazos, a pesar de tantos rostros circunspectos, agrios árbitros de lo correcto pero jamás de lo justo, lo que se ajusta a la voluntad de Dios.

Seguirte, Señor, es manifestar tu confianza en nosotros, porque creés en nosotros mucho más que lo poco que nos aferramos a tu esperanza. Porque no te importa tanto lo que somos, sino lo que podemos llegar a ser, la vida que podemos acrecentar, la plenitud que siempre está allí, al alcance de cada corazón, esa alegría que no se agota.

Seguirte, Señor, es andar a paso firme sabiendo que nos andás resucitando de tantas muertes con tu perdón y tu misericordia que nos sanan y liberan. 

Paz y Bien

Manos solidarias



Para el día de hoy (17/01/14):  
Evangelio según San Marcos 2, 1-12



Jesús de Nazareth regresa a Cafarnaúm, a la casa familiar de Simón y Andrés, una casa que considera hogar propio, una casa que es Iglesia en donde todos son tenidos en cuenta y respetados, en donde se comparte la Palabra, la vida y la salud. La suegra de Pedro lo sabe bien.

Ha regresado y debe de estar bastante cansado: ha recorrido toda Galilea enseñando, y ha tenido que pasar largos períodos de soledad en el desierto: por los criterios religiosos imperantes, y por haber tocado a un leproso, se había vuelto impuro ritual y social, por ello el ostracismo obligado.
Jesús considera a esa casa como propia, como hogar, y es símbolo de esa Iglesia que ansiamos, un recinto de bondad y justicia en donde Cristo se halle a gusto.

A pesar de su cansancio, no desoye el llamado interior de su vocación, y se pone a enseñar. Y las multitudes, hambrientas de una Palabra buena y nueva -esperanza en ciernes- se agolpan a las puertas de la casa. No cabe ni un alfiler y no se puede pasar por la puerta.
Sin embargo, a pesar del gentío, se encuentran los severos escribas en primera línea, cómodamente instalados. Silenciosos y a la vez juiciosos, ocupan como en todas partes los primeros sitios, y su voluntad no es la de aprender: por el contrario, tienen encendido el detector de heterodoxia, el sensor de blasfemias, los celos por ese joven rabbí galileo que parece querer socavarles su poder y su prestigio.

Pero para otros no es fácil acercarse al Maestro, arrimarse a la vida. Hay muchos postrados por enfermedades, por criterios inhumanos, sometidos por la culpa, incapaces de levantarse por sí mismos, impedidos de movimiento.
Entre el impedimento físico y la marea de gentes, ese hombre derrengado en una camilla se enfrenta a un imposible, a un no vá a poder ser.

Pero los no se puede, esos imposibles que sobreabundan y parecen inamovibles, finalmente aflojan cuando hay manos solidarias dispuestas al auxilio, al ingenio, al escandaloso atrevimiento de la solidaridad. Lo urgente se diferencia de lo importante, y es la comunidad que se involucra con la mirada y las manos puestas en ese Cristo al que todos deben llegar.

Cuando la comunidad de fé -la Iglesia- se enciende de solidaridad, con Cristo por horizonte y destino, los imposibles ceden y acontecen los milagros. Y es tan necesario, a menudo, volverse pies, manos, brazos, piernas para tantos caídos, paralizados en sus almas y en sus cuerpos, camillas de comodidad y de temor.
A veces, aún bajo ciertos apercibimientos de insolencia, es menester abrir ciertas brechas y boquetes en los techos de la Iglesia.

Porque el perdón y la bondad que trae Jesús de Nazareth, Dios y hermano nuestro, sana, salva y restaura la existencia.

Paz y Bien
 


Un apóstol improbable




Para el día de hoy (16/01/14):  
Evangelio según San Marcos 1, 40-45



Como un signo cierto de los tiempos, a partir de la injusticia obrada contra Juan el Bautista, Jesús de Nazareth regresa a Galilea y se larga a los caminos. Lleva a todas partes el anuncio de la Buena Noticia, por los poblados, las ciudades, en donde las gentes trabajan, en las sinagogas en donde se reunen a orar y a hablar de las Escrituras.
Es muy diferente a Juan, que se queda en el desierto, bautiza a orillas del río y allí recibe a muchos. Jesús es dinamismo, es la imagen misma de Dios que sale al encuentro del hombre, y tiene un terrible hambre de enseñanza. Nada ni nadie puede detener su vocación docente, la revelación de ese Dios que es Padre y ama a todas sus hijas y a todos sus hijos.

Como contrasigno, ese hombre agobiado por la lepra es el opuesto total. Es un cuerpo doliente y un alma sometida. En aquel entonces, la lepra era una cuestión sanitaria, una cuestión social, una cuestión económica y una cuestión religiosa, siendo ésta última la principal que subsumía a todas las otras.
Sanitaria, pues no se tenían respuestas médicas que aliviaran las terribles consecuencias degenerativas y contagiosas.
Social, pues al no tener respuesta médica, al enfermo es menester aislarlo de familia y comunidad.
Económica, pues el ostracismo obligado impide que el enfermo se gane el pan diario y permanezca sumido en la miseria, apenas subsistiendo por una ocasional limosna.
Y religiosa, pues los sabios y eruditos habían determinado que la lepra era señal de impureza ritual absoluta, por lo que -además del lógico contagio- era considerado en el escalón espiritual más bajo, todo ello producto del castigo divino frente a pretéritos pecados. Tal es así, que quienes determinaban la presencia o ausencia de la enfermedad eran los sacerdotes. Una vez colocado el terrible sambenito, el leproso no podía vivir en las ciudades, ni acercarse a ningún judío que pasase cerca, exclamando a viva voz su condición de impuro, vestido de harapos y revestido de suciedad. Muerto en vida -pues los casos de remisión eran casi inexistentes- es apenas un cuerpo a la vera del camino.

Y sucede lo impensado. Ese hombre, contra todas las normas estrictas de contacto y segregación se acerca al Maestro, lo aborda y le ruega. Es un hombre que tiene su mente conquistada por ese ideario religioso imperante, pero a la vez es un hombre que no se resigna, y que seguramente ha oído maravillas de ese joven rabbí nazareno que a nadie rechaza, que habla con autoridad, que expulsa espíritus malos. Por ello mismo suplica ser limpiado, purificado, si tal es la voluntad del Maestro, y en esa plegaria hay un reconocimiento de Jesús como Señor: sólo Dios puede purificar, es decir, sólo Dios -para esa mentalidad- puede quitar la pena que ha impuesto. Aún así, su atrevimiento porta una fé grande, y una confianza ilimitada en la persona de Jesús de Nazareth.

Jesús no está cómodo. Él está de camino, de camino misionero, peregrino de enseñanzas nuevas, y no quiere ser presas de multitudes atadas a los fenómenos -que lo consideran un sanador nomás- ni tampoco quebrantar porque sí las normas. La Ley no es mala, la Ley se ha desviado y ya no sirve al hombre.
Jesús está alterado por la interrupción y por esa condena cruel. Por ello se conmueve, y por ello quedan en un plano muy posterior sus enojos eventuales. La compasión ha de signar todo su ministerio, y no vacila en en demoler la costumbre instaurada: así tocará al intocable, al prohibido, y el hombre se ha purificado desde su misma raíz. Ese contacto bondadoso le ha restituido su humanidad plena, su identidad única e irreductible.
El antiguo leproso recibe instrucciones precisas: ha de presentarse al sacerdote, para que éste certifique su estado de salud y pureza. Ha de ser readmitido en la vida comunitaria y religiosa por los mismos que lo han execrado, con la estricta instrucción de no revelar nada de lo que ha sucedido, Cada cosa tiene su tiempo, y si hay alguien que no es amigo de propaganda alguna es, precisamente, el Maestro.

Pero el ex-leproso desobedece, y vá por todas parte contando lo que le ha sucedido. El Maestro caminante se ha impurificado -se contagió esa impureza condenatoria- y por eso debe retirarse a un lugar solitario. El hombre ya sano, es un misionero sorprendente, un apóstol improbable, que anunciará el paso salvador de Dios por su existencia, y eso es lo que llamamos Evangelización: contar la Buena Noticia que nos ha acontecido por nuestros encuentros personales con Jesús de Nazareth.

Paz y Bien


La casa Iglesia



Para el día de hoy (15/01/14):  
Evangelio según San Marcos 1, 29-39



Siguiendo el modo en que el Evangelista Marcos realiza su relato de la Buena Noticia, Jesús de Nazareth comienza su ministerio al enterarse de los terribles hechos acaecidos contra la persona de Juan el Bautista, un hecho político que tiene su raigambre netamente espiritual.
Él ha sabido leer la impronta de los tiempos, y todo indica que la historia está grávida, a punto de parir la Gracia, el Reino.

Luego, Él se encamina a la cotidianeidad del trabajo de unos pescadores galileos, Simón y Andrés, Juan y Santiago, y los convoca a seguirle. Porque el llamado es personal -con nombre y apellido, nada abstracto- y porque la vocación cristiana es seguir a Alguien, a ese Cristo que siempre se acerca primero.

Posteriormente, lo encontraremos enseñando en las sinagogas y expulsando el mal de almas y cuerpos atormentados. Es un ambiente complicado y peligroso, pues a causa principalmente de los escribas -y en parte de los fariseos- cierto fundamentalismo fué enquistándose en la institución sinagogal, un fundamentalismo que al igual que todos reacciona con violencia frente a lo distinto, y busca la expulsión de la heterodoxia, que en este rabbí galileo es manifiesta.

Al fin, llegamos a Cafarnaúm. Jesús de Nazareth se ha afincado allí, muy probablemente en el hogar familiar de Simón Pedro y de Andrés. El Evangelista lo señala con inusitada precisión, y entendemos que su intención no es determinar un ámbito público -como puede ser el de la sinagoga o el de las multitudes que lo buscan- confrontado al ámbito privado de una vivienda común. La intención profunda es teológica, es decir, espiritual.
Porque en el ámbito del hogar, por esa misma intervención de un Dios que se llega, lo considerado profano se transforma en espacio sagrado, lejos de los fulgores del Templo, distanciada de la rigurosa sinagoga.

Las primeras comunidades cristianas lo sabían: al calor cordial del hogar, crece sencilla y silenciosamente la comunidad.

Muy modestamente, y con una renuncia expresa a imágenes pueriles o románticas, es dable atreverse a afirmar que esta Iglesia que amamos -y que a veces tanto nos duele- suele tener una deuda pendiente de casa, de hogar.
Una casa en donde todos son valorados y tenidos en cuenta, en donde se corre en auxilio del que sufre -como las prisas puestas al Maestro por la salud de la suegra de Pedro-. Un ámbito en donde a veces bastan los gestos afectuosos para poner de pié a los que han caído, en donde no falta la cordialidad.
En donde se comparte con los demás con la alegría de encontrarse y de ser mejores por renunciar a ciertas comodidades. En donde los que se han liberado de condenas cadenas se ponen de pié al servicio del otro, sin importar género o status, sino que cuenta el amor y la compasión.

Una casa en donde Jesús se encuentre a gusto junto a su familia, todos nosotros.

Paz y Bien

Libertad y responsabilidad



Para el día de hoy (14/01/14):  
Evangelio según San Marcos 1, 21-28




Contrariamente a la creencia usual, las sinagogas -en especial, en la Palestina del siglo I- no eran templos: Templo había uno solo, y las sinagogas eran recintos, a veces simples hogares de los vecinos, en donde se reunía la comunidad preferentemente en el Shabbat y se celebraba el culto al Dios de Israel, un culto que incluía la oración, la lectura de las Escrituras y una predicación pública en carácter homilético que refería al pasaje leído -también y con el tiempo, las sinagogas fueron centros educativos-.
Por no ser templo, en una sinagoga preponderaba la asistencia laica y masculina: uno de los fieles cumplía un rol símil presidente de la asamblea, que a su vez distribuía las diversas funciones.

En aquellos tiempos, los escribas eran tenidos en alta estima, y así ocupaban sitios preferenciales en los primeros asientos de la sinagoga. Ellos eran eruditos en el estudio e interpretación de la Torah, y solían exhibir credenciales de mayor o menor graduación de acuerdo a los grandes doctores con los que hubieran estudiado. Su método era una exégesis redundantemente conservadora, con profusión de citas que referían a otras autoridades en la Torah anteriores a ellos, y a mayores citas de otros, mayor es la relevancia de lo que enseñan, convirtiéndose en la ortodoxia de la fé de Israel. Sin embargo, ese exceso de erudición no implica necesariamente sabiduría, y solían transitar por la superficie formar de la Palabra, ignorando o dejando de lado al Espíritu que la sustenta e inspira. Por ello una fé así se vuelve o bien una ideología, o bien un cúmulo de preceptos a cumplir en donde el corazón no tiene lugar, y la piedad es práctica acumulativa, nunca amorosa.

No obstante ello, todo varón judío mayor de treinta años tenía el derecho a leer la Palabra y a comentarla. Sin dudas, una voz nueva como la del rabbí nazareno iba a ser bien recibida en esa sinagoga de Cafarnaúm. Y Jesús se pone a enseñar.

Los asistentes no pueden dejar de escucharle, ni le quitan un ojo de encima. Están asombradísimos: este galileo no enseña al modo de los escribas, sino con autoridad propia. No requiere citar a otros comentaristas. Al fin y al cabo, eso quedará para los escribas: ahora tienen, entre ellos, la voz perfecta del mismo autor de esa Palabra.
Y esa autoridad no se limita a una función docente. Auctoritas en su sentido primordial, vocablo asociado al latín augere, que implica promocionar, hacer crecer cosas.
Los escribas requieren lo que otros ha dicho para fundar su enseñanza represiva, la creencia que se impone, que suprime libertades y existencias. El surgimiento de este rabbí galileo los cuestiona en sus cómodas existencias y prebendas, y por eso se volverán sus enemigos mortales.

Jesús de Nazareth enseña lo que eternamente será bueno y nuevo, no lo que se ha ido anquilosando a través de la repetición irreflexiva desconocedora de cualquier rastro humano. Jesús de Nazareth habla de libertad.

En el sitio en donde el pueblo elegido se reune para el recto culto a su Dios, con sabios entendidos en la Ley, han ignorado a un hombre atormentado. En la reunión de los puros, florece una impureza que oprime y no es tenida en cuenta.
Pero a la presencia de Cristo ningún mal se le resiste. Es esa misma autoridad: el poseso es liberado de los fantasmas gravosos que acosan su mente, su alma, y es nuevamente un hombre pleno, total, capaz de vivir, de amar, de ser feliz.

En ello consiste también la libertad traída por el Maestro: que nos purifica para ver lo que solemos pasar por alto, el dolor del hermano sometido, los quejidos del que sufre. Esa libertad no es libertad de, sino más bien libertad para. Como sabía decir un santo mártir obispo nuestro, la verdadera liberación es el paso de la servidumbre al servicio.
Libertad para servir, para la compasión, para el amor, para la vida. 

La fé cristiana no otorga privilegios de Salvación, sino responsabilidades solidarias con el hermano y con ese Dios que se hermana en nuestra humanidad.

Paz y Bien 


Tiempo bendito



Para el día de hoy (13/01/14):  
Evangelio según San Marcos 1, 14-20




La lectura de los signos de los tiempos, es decir, de una realidad mucho más profunda que el mero acontecer y que remita a una trascendencia definitoria. Esa lectura precisa y veraz conlleva a la toma de decisiones que cambian los rumbos de toda existencia hacia su consumación, hacia su plenitud.

Jesús de Nazareth era un lector exacto de estos signos. En todo descubría el trazo bondadoso de Dios, que junto al hombre quiere reescribir la historia, un Dios que se aproxima -se aprojima-, que acampa entre los pueblos, que se hace tiempo, que se queda para siempre. Ya no es el tiempo del puro transcurrir, del devenir constante, sino que es el tiempo propicio, el tiempo justo, el tiempo bendito, kairos, el hoy de la Salvación.

Probablemente, la señal sea la entrega a manos crueles y vorazmente corruptas del enorme Bautista. Jesús se dá cuenta que la luz que portaba Juan ahora debe llevarla Él mismo, pero con otro sentido que se dirige a su misma plenitud.

Parece una contradicción, pero se trata de la ilógica del Reino. Cuando campean las sombras, cuando parece que sobreabunda el horror -la mazmorra herodiana, la ejecución de un hombre bueno- el Dios de Jesús de Nazareth transforma esas noches densas en asomos tenaces de luz.

Siempre es posible que renazcan noticias mejores, una Buena Noticia que nos cambie de una vez y para siempre.

No es casual, tampoco, que el anuncio de esta Buena Noticia comience en Galilea. Tendrá que ver seguramente que era terreno bien conocido por Jesús; posiblemente, habría allí menos peligros y hostilidades que en Judea y en Samaria, zonas del ministerio de Juan el Bautista.
Pero sin lugar a dudas, tiene que ver que Galilea es periférica, que está siempre bajo sospecha de estar contaminada por extranjeros, bajo escrutinio de impureza y de otros tantos estigmas adjudicados. Y tiene que ver que de allí nada bueno ni nuevo se espera. Galilea es la periferia misma de la existencia, Galilea es el margen de la vida, es el campo de los pobres, es el sitio en donde nadie es escuchado ni tenido en cuenta.

La Buena Noticia de la llegada del Reino -Dios mismo entre nosotros- se abre paso desde los márgenes hacia los centros que solemos establecer como primordiales. Este Reino no se condice con nuestras ambiciones, con nuestros esquemas, con cualquier expectativa razonable.

Es un tiempo de locos, y para ello hace falta gente simple, gente común, gente cotidiana.
Los primeros llamados son pescadores galileos, y el descubrimiento de su vocación primera acontece en su tarea diaria. Porque el llamado de Dios se descubre en la cotidianeidad, y florece en esas rutinas que a menudo nos adormecen.

El tiempo bendito es aquí y ahora y convoca a mujeres y hombres concretos, con nombres e identidades reconocidas, navegantes tenaces de mares inciertos que han de llegar a buenos puertos.

Paz y Bien

Bautismo del Señor, cielos abiertos



El Bautismo del Señor

Para el día de hoy (12/01/14):  
Evangelio según San Mateo 3, 13-17



La práctica ritual del bautismo no era desconocida para la fé de Israel; se bautizaba a los prosélitos -es decir, a los gentiles/extranjeros- conversos al judaísmo. Esto se realizaba en la mikve o piscina ritual, que solía ubicarse primordialmente en el Templo; la inmersión en sus aguas -aguas corrientes, nunca estancadas- suponía parte fundamental de ritos de purificación.

Pero en un momento determinado, surge un hombre recto e íntegro como Juan, hijo del sacerdote Zacarías y de Isabel, que comienza a bautizar en pleno desierto, en las aguas del Jordán. Es grave, es controversial y es muy peligroso. 
Juan es un hijo de un sacerdote del Templo y no desconoce la ortodoxia. El desplazamiento del Templo hacia el desierto supone cierto grado de profanación, es decir, pasar del ámbito sagrado al espacio profano de un río. Pero lo verdaderamente riesgoso es que Juan está bautizando judíos, que se llegan a Betania en un número cada vez mayor.
Es inconcebible que un judío se bautice: como miembro del Pueblo Elegido, como hijo de Abraham, tenía asegurada la Salvación y no requería ningún bautismo, y quien se arrogara ese derecho, derecho de Dios, -como Juan lo hacía- era pasible de ser considerado blasfemo, y por tanto condenado a muerte.

Como si no fuera suficiente, el Bautista presiona más todavía: el bautismo es imprescindible como señal de conversión y arrepentimiento para no perecer, para reconciliarse con el Dios al que han ofendido con una miríada de pecados. 
Simbólicamente, bautizarse es en cierto modo morir bajo las aguas para emerger con una vida nueva, renovada. Juan es un hombre del Espíritu, un hombre con capacidad de leer los signos de los tiempos y poseedor de una mirada lejana, y sabe que su bautismo es necesario pero insuficiente: tras de él vendrá Alguien que es más poderoso, el más fuerte, y que re-creará los corazones -la existencia misma- con un bautismo de fuego, la perenne bendición del Espíritu Santo.

Por entre los ríos crecientes de gentes que se dirigen al río para ser bautizados, camina un hombre joven, galileo de Nazareth. Silencioso entre la multitud, aguarda pacientemente su turno como uno más entre tantos.
Desde lejos, Juan intuye quien es. Y en su presencia, se incomoda violentamente y se resiste: es Juan quien debe ser bautizado por el joven nazareno, y nó a la inversa.

Ese Cristo que se llega a bautizarse es señal inequívoca de las primacías bondadosas de Dios, que siempre se nos está acercando humilde y sencillo, sin estridencias.

 Más Jesús de Nazareth persuade al magnífico Bautista de que lo bautice: se trata de una primordial cuestión de justicia, una justicia que no ha de representarse con una señora de ojos vendados y que porta una balanza en perfecto equilibrio, cuyas platinas se inclinan hacia uno u otro lado según la carga de méritos o pecados.
Lo justo referido por el Maestro es aquello de ajustarse a la voluntad de Dios.

Y la voluntad del Dios de Jesús de Nazareth es ponerse del lado de los pecadores, entre los marginales, en medio de los portadores de cualquier estigma, caminar lentamente con la humanidad quebrantada para que todos levanten la mirada.
Pues los cielos están abiertos y todos -todos, sin excepción, creyentes e incrédulos- somos hijas e hijos predilectos y amadísimos por el Dios del universo que se ha llegado hasta nuestros arrabales existenciales y se ha quedado para siempre.

Paz y Bien

Creer en Alguien



Para el día de hoy (11/01/14):  
Evangelio según San Lucas 5, 12-16



Jesús de Nazareth, según podemos rastrearlo en los Evangelios, tenía un carácter fuerte, capaz de profundas emociones, de asumir como propio hasta el dolor y las lágrimas el sufrimiento ajeno, de rebelarse ante la injusticia establecida, de que se le conmovieran sus mismas entrañas cuando se encendía de compasión. Y es claro que ello también resalta su actitud de Siervo manso, desdeñoso de toda violencia. Un carácter así hay que tenerlo bien sujeto a la mente y al corazón.
En el Evangelio para el día de hoy, aunque no explícitamente, podemos intuir algo de ello, y es la indignación que parece ganar el alma del Maestro frente al hecho del leproso que le suplica.

Hemos de considerar el status de la lepra en el siglo I en la Palestina del ministerio de Jesús: lepra refería no sólo al llamado Mal de Hansen sino a una multiplicidad de afecciones dérmicas, y se le tenía un verdadero pánico: en su etapa bacilar, la lepra -en ausencia de terapia antibiótica- es altamente contagiosa, produciendo deformaciones progresivas en la piel, en las extremidades, en el rostro y necrosis en los tejidos, es decir, la piel literalmente se vá pudriendo y muriendo. Por ello mismo, y frente a ninguna alternativa posible, la única práctica sanitaria que se había encontrado era aislar al enfermo, y alejarlo de la vida comunitaria. Pero es claro que no es una mera cuestión de salud, y la lepra -o lo que aparecía como tal- tenía su correspondencia religiosa. El leproso era un impuro máximo y absoluto según la Ley mosaica, y se interpretaba que era el debido castigo a pretensos pecados del enfermo o de sus padres. Tal era el grado de implicación religiosa, que los fedatarios de la condición de salud o enfermedad eran los sacerdotes o, eventualmente, los escribas o rabinos. Además de vivir en soledad, fuera de las ciudades, el leproso había de vestir harapos y proclamar a los gritos su condición de impuro.

Un leproso era un muerto en vida. Al gravamen terrible de la enfermedad, debía sumarle el ostracismo social y comunitario y el repudio religioso que lo considera irrecuperable, un impuro justamente condenado por sus culpas, una ideología que lo doblega y demuele.
Tal era el peso de la carga impuesta, que el mismo enfermo acepta la tumba andante que se le ha impuesto. Sin embargo, no se resigna del todo a ese no-vivir, y es por eso que ruega auxilio al Maestro aduciendo su condición que lo condena: no pide ser sanado, sino purificado. Es esa purificación ansiada la que lo devolverá a la vida comunitaria, al contacto con su Dios, a vivir como un hombre pleno aún cuando, quizás, su piel siga lesionada.

Modestamente, creemos que Jesús estaba enojado por esta situación tan cruel, tan religiosamente lógica y a su vez tan inhumana.
El milagro no es la limpieza de las dolorosas llagas: eso es signo de otra realidad mucho más profunda, y es que ha llegado el Reino de Dios, y que no hay mal que a Cristo se le resista.
Milagro es ese Jesús que no vacila en tocar al leproso, al impuro mayor, aún cuando ello estuviera taxativamente prohibido -impureza contagiosa-, algo tan grave como tocar un cadáver. En santa rebeldía, a Jesús no le importa transgredir lo que se opone a los sueños de su Padre, la plenitud del hombre.
Milagro es la bondad incondicional de Dios que se hace historia, tiempo, gestos concretos, el fin de los imposibles.

El leproso vuelve a ser un hombre entero y vivo. Por eso Jesús, fiel a las tradiciones de su pueblo en la justicia del Espíritu que inspira la Ley, lo envía a presentarse al sacerdote, para que obtenga formalmente la certificación de su sanidad. La misma religión que lo expulsó ahora debe readmitirlo ante la contundencia de la verdad. Y más aún: el que ha sanado debe callar, no contar a nadie lo que ha sucedido.
Por otro lado, el Maestro debe retirarse a lugares solitarios: es por su necesidad de orar a solas, pero más aún porque Él mismo se ha impurificado al extremo de perder su derecho a habitar cualquier ciudad o poblado.
 No es el tiempo justo, y las gentes tenderían a afincarse en esas soluciones mágicas e instantáneas, lejanas a la Salvación.

Porque la Salvación, don y misterio, no es la adhesión a doctrinas, ideas y hasta la consecuencia directa de pertenencia religiosa. La Salvación es Gracia, y es el éxodo de liberación que comienza por creer en Alguien antes que en algo, en Jesucristo, hombre y Dios, Señor y hermano nuestro.

Paz y Bien



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