Boanerges



San Jerónimo, presbítero y doctor de la Iglesia

Para el día de hoy (30/09/14) 

Evangelio según San Lucas 9, 51-56



La señal que el Evangelista San Lucas nos brinda en el día de hoy es inequívoca, y es la decisión incoercible de Jesús de Nazareth en dirigirse a Jerusalem. 
Él se encamina, decidido y sin vacilaciones, a consumar su misión, su existencia, la razón de un destino que ha venido edificando en total armonía con la voluntad salvadora de Dios. Es su sagrado corazón libre el que decide, con todo y a pesar de todo, de todos, de los horrores, los desprecios, las humillaciones; es el primer paso de esa Pascua que inaugurará la ofrenda de Salvación para toda la humanidad, y ello implica -aunque nos cueste asumirlo- que la Ascensión, la glorificación de Cristo ha de pasar primero por el crisol cruel de la cruz, una cruz que siendo patíbulo se convertirá por el infinito amor de la vida ofrecida en árbol santo.

En Jerusalem todo le es hostil. Es la Ciudad Santa de la nación judía, pero allí mandan y deciden el pretor invasor romano, simbolizando los poderes políticos establecidos mediante la fuerza de las armas; el tetrarca Herodes, el poder brutal que no conoce límites éticos ni considera jamás el bien común; y de modo preponderante, escribas, fariseos y sumos sacerdotes que esgrimen el poder religioso de manera omnímoda, absoluta y sin corazón, imponiendo una imagen de un dios vengativo y cruel, religiosidad reservada para unos pocos, yugo insostenible para tantos, creencia sin salvación. Todos y cada uno de ellos se arrogan el derecho de dictaminar sobre el rabbí galileo, pobre y humilde, porque su ascendencia sobre el pueblo y la bondad que ofrece sin condiciones es harto peligrosa para sus posiciones. Porque la caridad es muy peligrosa y subversiva a los ojos de los poderosos, y esos hombres sólo conocen un modo de respuesta, la violencia, y la violencia mortal que suprime disidencias aparentes.

Ahora bien, la ruta hacia Jerusalem parece dictada por la misma geografía palestina. Galilea -núcleo primario del ministerio de Jesús- se encuentra al norte de la tierra de Israel; para llegar a la Ciudad Santa, centro de la vida judía y de Judea, es menester atravesar Samaria -Shomrom-, que se interpone entre esa Galilea de la periferia y esa Judea del centro y de la ortodoxia. La alternativa es una ruta muchísimo más larga y riesgosamente complicada al este del río Jordán. Pero hay una geografía teológica, una geografía espiritual. El paso de Jesús de Nazareth y sus discípulos por tierras samaritanas simboliza que la Salvación no se restringirá a unos pocos, sino que es bendición para todos los pueblos y naciones, aún donde menos se la espera o supone.
Desde ocho siglos atrás, cuando las invasiones asirias, judíos y samaritanos se miran mutuamente con desprecio y odio consecuente. Quizás, puede detectarse un rencor mayor en el pueblo judío, toda vez que imperaban las estrictas normas de pureza, de pertenencia, de cumplimiento religioso y de sangre: los judíos, asirios mediante, habían sido llevados a las penurias del exilio mientras que los samaritanos se habían quedado en sus tierras, habían formado familias mixtas con esos extranjeros y cultivaron su fé a la manera que podían...y que le permitían. Por ello, la inviolabilidad de Jerusalem y el templo como centro de la espiritualidad y la vida judías se reemplazaban, para los samaritanos, con el culto que sostenían en el monte Gerizim. sitio en donde supieron tener un templo de importancia crucial para ellos, que también tenían la Torah como Libro Sagrado.
No obstante todo ello, la repulsión era mutua. Por ello, causó tanto asombro y escándalo la parábola del samaritano que Jesús enseñaba a todas las gentes.

El envío de mensajeros por delante de Él a una aldea samaritana es el símbolo del discípulo misionero -a la manera del Bautista- que allana y prepara los caminos para la llegada del Salvador. Parecería una mera cuestión práctica, como la de ir preparando un alojamiento para pasar la noche, pero volvemos al ámbito cordial: se trata de recibir a Cristo, de que éste se encuentre a gusto, en ambiente hogareño, fraterno y amistoso allí en donde se lo reciba. Pero los enviados se equivocan. Algunos dirán, no sin razones, que fracasan sin ambages; pero la medida de la historia no está signada por éxitos y fracasos, sino más bien por la compasión y el servicio ejercidos.
Esos enviados anuncian que Cristo se dirige a Jerusalem, y omiten lo esencial, es decir, que voluntaria y libremente se encamina a poner su rostro y su persona frente a aquellos que lo detestan con tanto peligro. Esos mensajeros no han entendido cabalmente la misión del Maestro, ni aceptan un Mesías derrotado, que morirá con escarnios y humillaciones a manos de sus enemigos; en ellos prevalece la imagen del Mesías glorioso que aplasta a sus oponentes, que devasta las fuerzas contrarias, que gobernará como rey la tierra de Israel. Por eso su mensaje es defectuoso, y aquí no hay medias tintas: su mensaje no es veraz. No anuncian la verdad de Cristo, anuncian la verdad de ellos mismos.
Así terciarán odios antiguos y prejuicios persistentes, y por ello Jesús y los suyos serán rechazados en el poblado samaritano. Se trata de otro predicador judío más, más de lo mismo, nada nuevo, nada bueno.

Los hijos de Zebedeo, Juan y Santiago -Jacobo-, eran dos hermanos de personalidades fuertes, encendidas, violentas. Parece ser que todo se lo tomaban con una apasionamiento tal que el mismo Jesús los apodaba Boanerges, literalmente hijos del trueno. Con ello no son hijos de Zebedeo, ni hijos de su pueblo y sus tradiciones, sino esclavos de sus pasiones atronadoras. Ellos, en nombre de los Doce, piden venganza contra esos samaritanos atrevidos que los ofenden, recordando la tradición del profeta Elías, y suplican una lluvia de fuego que los consuma. 
En realidad, esos Boanerges -quizás sin darse cuenta- piden fuego punitivo para ocultar su propia torpeza: los samaritanos rechazan porque el mensaje recibido es equívoco y parcial.

Así como no han comprendido el real carácter del Mesías que con ellos camina -el Siervo sufriente de todos-, tampoco han aceptado la fuerza de la semilla del Reino que se les ha sido confiada. Todo tiene su tiempo de germinación y crecimiento, y hay una cuestión fundamental: los esfuerzos son importantes, pero esa semilla, ese mensaje, no les pertenece. Tiene vida y tiempos propios, y cuando no es recibida hay que seguir adelante, esperando con mansa confianza tiempos mejores para que haya buenas cosechas.
Ninguna venganza, por sabrosa que aparezca, por justa que se asome, tiene asidero en la Buena Noticia.

Quiera Dios que esos fuegos que a nosotros también nos suelen encender, se vuelvan fuegos humildes y pacíficos de entrega, de servicio, de compasión y misericordia, en imitación cabal de un Maestro que no reniega de la cruz, de un Dios que prefiere siempre la Salvación de todos, pues a todos sale al encuentro, y envía a los suyos en búsqueda primordial de los extraviados.

Paz y Bien
 

Una realidad trascendente




Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael

Para el día de hoy (29/09/14) 

Evangelio según San Juan 1, 47-51




En el plano religioso, como en el acontecer diario, los mecanismos de transferencia juegan un rol destacado. Sin la intención de caer en psicologismos estériles, en algunas figuras solemos depositar nuestras miserias, nuestras frustraciones, nuestras ansias, nuestras comodidades y también nuestros prejuicios.
Por entre los abundantes ejemplos, destaca nuestra actitud frente a los ángeles, a veces con carácter de fingida religiosidad que se interna en la superstición, a veces con rotunda ingenuidad. Aunque en verdad, son los niños quienes deberían dar cátedra a toda la Iglesia acerca de los ángeles.

Pero la Encarnación de Dios en Jesucristo ha inaugurado un tiempo nuevo y santo, tiempo de Dios y el hombre, tiempo de la Gracia, tiempo de tiempos. Y así, la historia humana es mucho más que una sucesión concatenada de episodios perceptibles por los sentidos, aún cuando la razón pueda establecer profusas teorizaciones. 
Los ángeles -mensajeros de Buenas Noticias- nos anuncian que hay una realidad trascendente, en donde se enraiza toda esperanza, y que es el fruto mejor de un Dios que es amor, vida que se ofrece sin condiciones ni restricciones. Esa trascendencia tiene un significado importantísimo: implica que la eternidad está entretejida en nuestra temporalidad, que los límites y los imposibles no son definitivos, que el infinito nos abraza en el aquí y el ahora. No se trata de otro mundo -tal vez, ajeno o postrero- sino una dimensión que puede y debe alcanzarse desde la cotidianeidad. Porque cuando se hacen presentes los mensajeros, es señal inequívoca de la presencia del mismo Dios.

Así también sucede con mucha gente, mujeres y hombres silenciosos y humildes, a menudo invisibles, pero que desde su integridad, de hombres sin dobleces, hacen memorial permanente de Dios con nosotros, de maravillas y milagros cotidianos, de una vida redescubierta como don único y valioso.

Paz y Bien




En los patios de la Gracia



Para el día de hoy (28/09/14) 

Evangelio según San Mateo 21, 28-32



Jesús de Nazareth se encuentra casi al final de su peregrinación. Está en Jerusalem, la Ciudad Santa que sólo ha sabido mostrarle un rostro cruel, que le ha hecho derramar lágrimas de tristeza por presente y por el futuro que avizora, que incuba entre sus muros un odio irrefrenable que desembocará en los espantos de la Pasión. La aversión que suscita su presencia entre la dirigencia judía enrarece tanto el ambiente con su cruda hostilidad, que podría cortarse con un cuchillo.

Pero el Maestro no retrocede ni vacila, convencido de su misión, firme y fiel. 

La liturgia nos ubica, precisamente, en el centro simbólico y real del odio que le profesan, el Templo de Jerusalem, ese templo enorme y fastuoso, orgullo de generaciones, característica primordial de todo un pueblo.
Ese segundo templo llevó mucho tiempo edificarlo, y su construcción responde ante todo a motivos teológicos -espirituales- antes que a concepciones arquitectónicas, las que se subordinan a esas ideas fundantes, y los patios que ostenta son símbolo y señal exactos de las ideas religiosas imperantes así como de la imagen de un Dios que domina.

En ese Templo nos encontraríamos con el amplio patio de los Gentiles, es decir, el recinto que casi no es parte del Templo y que aloja a los extranjeros y a los no creyentes. Un segundo patio se destina a las mujeres y a los eunucos, de los que no cuenta su fé ni su piedad. Están allí porque las mujeres carecen de relevancia y no tienen derechos, están los eunucos por ser hombres defectuosos, impuros, falsarios.
En el tercer patio podríamos encontrar a los varones -un criterio específicamente genérico y sexista-, pero muy especialmente a los varones puntillosamente observantes de la Ley y los profetas, siempre y cuando esa observancia se atuviera a la minuciosidad opresiva de los fariseos.
Y casi como una consecuencia lógica, el cuarto patio está restringido a los sacerdotes encargados del culto.

En ese ambiente tan cerrado y sofocante para los corazones, la Palabra viva y libre del Maestro ha de resultar, seguramente, como una bofetada, una falta de respeto a los acartonamientos instaurados, a la precisión de un dios que castiga con eficiencia y velocidad, y del que se obtienen premios mediante la acumulación de méritos por unos pocos selectos.
Él les está diciendo que su Dios tiene por preferencia cordial y bondadosa a todos aquellos que usualmente no tienen siquiera la posibilidad de asomarse a ninguno de esos patios exclusivistas.

Él ha venido a buscar a los perdidos y extraviados, a sanar a los enfermos, a rescatar a los oprimidos, los excluidos, y que se inaugure el tiempo definitivo de la Misericordia.
Y que la vida y la Iglesia tenga un sólo espacio, un único e inmenso patio, el patio de la Gracia en donde todos se congregan afablemente y nadie queda fuera, porque es un patio del encuentro con un Dios que se revela Padre y Madre, patio de hijos, patio de hermanos, recinto de Salvación y libertad.

Paz y Bien

Un Mesías inaceptable



Para el día de hoy (27/09/14) 

Evangelio según San Lucas 9, 43b-45



Las multitudes se admiraban del rabbí galileo; desbordaban de entusiasmo, les resultaba increíble y a la vez esperanzador, una señal clarísima de Dios.
Ese entusiasmo era difícil de soslayar, potro joven que en mayor o menor medida todos querrían galopear. El entusiasmo, en su positividad, es leve, ligero, no cuesta nada, y Jesús de Nazareth colmaba muchas de su expectativas truncas, de sus frustraciones, de las humillaciones que sufrían a diario. No está nada mal, claro que nó, esas gentes intuían con certeza que en el Maestro se revelaba el asombroso amor de Dios.

Pero hay más, siempre hay más. Y el Maestro quiere los suyos, sus discípulos, emprendan el éxodo de la tierra esclava de los preconceptos, para que puedan asumir con Él su Pascua.
Así entonces les anuncia la Pasión que asumirá dentro de muy poco tiempo. Pero eso no es todo: se reconoce como Hijo del Hombre, es decir, Hijo de la humanidad, un Dios que se hace hermano, hijo, muy pero muy cercano, tan cercano al hombre que es parte de su familia, de todos los pueblos, de todos más no propiedad exclusiva de unos pocos.

A todas luces, es un Mesías inaceptable. Es un Mesías que reniega de pompa y honores, de poder que se detenta, de fuerza que derrota militarmente a sus enemigos, un Mesías que parece escaparle al éxito, que asume humildemente fracasos y derrotas, humillaciones y avances implacables de los malvados.

Los discípulos temen preguntarle acerca de ello, porque en verdad no lo comprenden pero tampoco lo aceptan. Su silencio se corresponde con exactitud al orgullo inveterado de no reconocer que hay cosas que se ignoran y cosas que están por fuera del alcance de la propia comprensión. Y peor aún, decirle a ese Cristo que vive y camina con ellos que en nada se parece al Mesías que ellos esperan.

No hay otra explicación que la del amor, que todo lo trasciende, que supera las miserias y horrores que se imponen, que transforma los patíbulos en árboles frutales, las noches cerradas en amaneceres tibios, la muerte implacable en vida que se acrecienta y no tiene fin.

Paz y Bien

La gran pregunta




Para el día de hoy (26/09/14) 

Evangelio según San Lucas 9, 18-22



El primer versículo del Evangelio que la liturgia nos ofrece el día de hoy caracteriza la totalidad de la lectura, y se proyecta aún más allá, a la totalidad de la vida cristiana.
De las multitudes que le siguen, del bullicio de las ciudades nos trasladamos a un sitio apartado, de recogimiento, en donde el ambiente está revestido de oración profunda y de comunión de Cristo con Dios y de Cristo con sus discípulos. Pues sólo por la Gracia de Dios pueden acontecer los milagros del encuentro vivificante y transformador que se realiza en la oración: allí se encontrará la respuesta definitiva a la gran respuesta, la identidad de Cristo, la verdad que nos hace libres.

Es que Jesús de Nazareth no pasaba ni pasa inadvertido, para bien o para mal. Muchos lo verán como el que condensa las esperanzas de un pueblo o una nación, otros proyectarán en Él sus deseos y frustraciones, sus propias imágenes, sus limitaciones, sus miserias. Algunos lo definirán como una amenaza a suprimir, mientras que otros lo acusarán con las definiciones más crueles y soeces, como método espúreo de desmerecerlo y esmerilar a medida su ministerio, en la pretensión de acotar la Buena Noticia.

Pero todos ellos nunca llegarán a la verdad primera, porque la gran pregunta -Quién es Cristo- sólo puede responderse desde la fé, una fé que es don y misterio.
Y sólo desde la fé a Jesús de Nazareth se lo reconoce como Hijo de Dios y Salvador, el Hijo de María de Nazareth que es capaz de asumir en absoluta libertad los sacrificios más horrendos para que nadie más sufra, para que no haya más crucificados, para que todos se salven.

Es menester que volvamos a la oración, y más que repetir formulaciones religiosas, a la escucha profunda de ese Dios que nos habla, nos llama y nos busca sin descanso. Allí nos encontraremos con Él y con los hermanos.

Paz y Bien

Cristo pone en evidencia




Para el día de hoy (25/09/14) 

Evangelio según San Lucas 9, 7-9



Jesús de Nazarth no pasaba desapercibido para nadie. Ni para el pueblo, ni para la clase dirigente, ni para la oficialidad imperial romana. Todos ellos intentaban comprenderlo -y clasificarlo- desde las gafas opacas de sus preconceptos producto de su religión enquistada, de tradiciones pétreas, de su ideología o de la pura praxis política que ansía la perpetuación en el poder.

Así, para algunos era Elías reaparecido, para otros uno de los viejos profetas de Israel: allí refulgían todas las ansias de liberación y de restauración de un pueblo lastimado y sometido, que sentía en su fuero íntimo la humillación del imperialismo romano y el peligro de disolverse como nación. 
A la vez, para otros era el Bautista resucitado, expresión culposa de quien escucha a medias, con cierta simpatía sin compromiso, esa prudencia extrema que esconde cobardías varias, esa intelectualización sin vida transformada, sin conversión, la actitud del espectador pasivo que no se anima a edificar su propio destino, presa fácil de los poderosos y de los que ejercen dominios sobre mentes y corazones. En cierto modo y de manera tácita, ellos confiesan la necesidad de volver a escuchar una voz tan fuerte e íntegra como la de Juan, para que les disipe las comodidades falaces, para que vuelva a despertarlos.

En la lectura del Evangelio para el día de hoy destaca la postura del tetrarca Herodes frente a Jesús de Nazareth. Este reyezuelo, vasallo de los romanos, ejercía un poder omnímodo en la región que dominaba, sin ninguna limitación ética, apelando a la violencia, a las componendas corruptas, a cualquier tipo de conspiración en tanto que él mismo intuyera que hubiera en ciernes una amenaza a su poder. En síntesis, Herodes no es más que un brutal homicida -muy paranoico y a la vez supersticioso-, que ahora comienza a arrojar manojos de tinieblas sobre el Maestro, pues comienza a interesarse en Él, y no es un interés genuino en conocerle, sino en determinar con rapidez si a este rabbí galileo es menester aplastarlo como hizo con sus familiares, con el Bautista, con muchos de sus súbditos.

Todo esto nos realiza un convite aún mayor, que es el de otra perspectiva, más profunda, trascendente, y es el darnos cuenta y tomar conciencia que la presencia de Cristo pone en evidencia qué somos y cómo somos, lo que somos especialmente en relación con los demás.
Todo sale a la luz, nada ha de quedar escondido

Y a pesar de los ingentes peligros y las brutas amenazas, hemos de suplicar que otros tantos Cristos, esas hermanas y esos hermanos del Señor que siguen sus pasos en humildad y fidelidad desde la caridad, sigan poniendo en evidencia y cuestionando a los poderosos, a los que hacen daño, a los que nada les importa y sacrifican en el ara del poder y con la liturgia del egoísmo la raíz humana, el prójimo.

Paz y Bien

María de la Merced




Nuestra Señora de la Merced

Para el día de hoy (24/09/14) 

Evangelio según San Juan 19, 25-27




Nuestra gente te reconoce.

Sabe de tus pasos jóvenes y descalzos con la vida creciente, con Dios en tu interior, socorro y servicio presurosos, allí en donde hay necesidad, hay riesgos, hay peligros.

Conoce en tu pequeñez tu Sí enorme, cósmico, definitivo que ha cambiado para siempre la historia humana, abriendo las puertas de tu corazón a la Gracia y las del mundo al Salvador.

Los nuestros saben también que cuando la existencia amenace con apagarse, con adormecerse, con encerrarse, allí estará tu mirada atenta y solícita buscándonos el vino de tu Hijo, para celebrar la vida.

Lo tuyo es cuestión de amores y de sangre, de sangre ofrecida generosa para que otros vivan, sangre ofrecida para dar vida al Salvador, sangre ofrecida en tu Hijo para la Salvación del mundo, vida que se ofrece para la redención de los que no pueden más, no aguantan, se nos caen.
Porque donde está la Madre está el Hijo, y ese Hijo hace presente el anuncio de la Buena Noticia a los pobres, viene a vendar los corazones afligidos, a liberar a todos los cautivos, a redimir a todos los oprimidos, la infinita bendición de Aquél que es nuestra alegría, nuestra justicia, nuestra liberación.

Tu Hijo se te parece mucho en la mirada y en la humildad, y nosotros te sabemos también como Él, mensajera de todas las esperanzas, Madre redentora, hermana cálida y servidora de todos los humillados y oprimidos que languidecen y agonizan en calabozos de hierro y en mazmorras de corazones endurecidos de olvido e indiferencia.

El nombre es bellísimo y es impulso decisivo. Porque la misericordia es el amor de Dios que sostiene al universo, los nuestros saben en las honduras de su alma que te llamas María y más aún, María de la Merced, de la Misericordia.

Que no hay amor más grande que dar la vida por los amigos, y que no hay sonido más grato que el de las cadenas que se rompen y las almas que vuelven a erguirse en la dignidad propia de las hijas e hijos de Dios.

Para todos mis hermanos mercedarios, y para toda la Iglesia, hoy es día de Madre, día de celebración orante, día de esperanza que no acepta brazos cruzados ni resignación.

El sueño y la fidelidad de Pedro Nolasco y sus compañeros sigue siendo vigente y está vivo en todos aquellos que amamos con pasión y a veces con dolor esa libertad que es hija dilecta de la verdad que habita entre nosotros por el Cristo que ha pagado nuestro rescate.

Paz y Bien



"En un mundo de opresiones, ser redentores con Jesús"

Familia de Cristo




San Pío de Pietrelcina, presbítero y religioso

Para el día de hoy (23/09/14) 

Evangelio según San Lucas 8, 19-21



En los pueblos semitas mediterráneos del siglo I y en otras tantas culturas, la pertenencia tribal y racial era un factor determinante que confería identidad y pertenencia. En el caso específico de Israel, el núcleo primero de la tribu era la familia, y a su vez era la vía de acceso a la nación y pertenencia judías; en los tiempos de la predicación de Jesús de Nazareth, las tribus y familias judías se cerraban cada vez más sobre sí mismas pues su nación estaba sometida por el poder militar de una potencia extranjera, y por el riesgo creciente de la contaminación extranjera, de una colonización imperial que les ganara no solamente el territorio sino también su cultura, es decir, sus mentes, sus almas.
Otro factor importante a tener en cuenta también es el miedo, el miedo a que el opresor romano -a quien se desprecia- tome cualquier actitud sospechosa o extravagante como subversiva y, en consecuencia, la aplaste con devastadora violencia.

Como una cuestión puramente objetiva y abstracta, detengámonos por un momento en la vereda de la familia y la tribu nazarena de Jesús: el niño que vieron jugar y crecer, el hombre que tenía el mismo oficio de su padre José -tekton-, de repente se larga a los caminos a hablar de Dios y a hablar en nombre de Dios, a curar enfermos, a juntarse con indeseables, a enfrentarse sin ambages con los guardianes de la tradición religiosa de Israel. Y las gentes más sencillas cada vez lo seguían en número creciente, con especial agrado y atención.
Allí había una ruptura y un peligro para Él y para ellos. Ese Jesús o se había vuelto loco, o estaba cometiendo demasiadas imprudencias que podían desatar las furias romanas. Pero además, hay algo más primordial que eso, y es que este rabbí caminante ha roto el molde, no se corresponde en nada con lo que los suyos esperan de Él, la vida que para Él han imaginado y hasta diseñado. 
Así es harto lógico que se lleguen a Cafarnaúm a buscarle, para en cierto modo rescatarlo de esa locura, hacerlo volver en razones y llevarlo al reducto seguro de Nazareth, menos expuesto que en la ciudad de gran movimiento en donde se encuentran ahora.

Si extrapolamos esta situación al ámbito de nuestros corazones, nosotros también, en cierto modo, gustamos de hacer lo mismo, regresarlo a la tribu de nuestros templos o a la seguridad de nuestras creencias -que nó de nuestra fé- para que este Cristo no nos quiebre nuestros mediocres esquemas ni se nos difuminen las caricaturas mesiánicas a las que nos aferramos, porque es mucho más de lo que esperamos. Y porque no permitimos a Dios ser Dios.

Allí en Cafarnaúm, el Maestro -rodeado de gentes sedientas del agua viva de la Buena Noticia-, la Madre y los parientes, esa tribu originaria, se hacen presentes arrogándose quizás el derecho y la primacía sobre Jesús. Ellos están primero, y a ellos les pertenece.
Pero este Cristo no le pertenece por la sangre, ni por la raza, ni por la cultura. No es de una familia escasa, ni de un grupo puntual, ni de los nazarenos, ni de la misma Iglesia.
Él borra esas fronteras de pago chico, y amplía la familia hasta límites insospechados.

Los nuevos vínculos familiares son vínculos espirituales, crecidos a la luz y cobijo de una Palabra que está viva y es Vida, Palabra escuchada y practicada.
La familia de Cristo es un insondable misterio de amor, abierta a toda la humanidad. Dios mismo nos hace parte de su familia, hijas e hijos, hermanos en el presente en camino hacia la plenitud eterna.

Paz y Bien


Lo que no se esconde



Para el día de hoy (22/09/14) 

Evangelio según San Lucas 8, 16-18




Las parábolas que utilizaba Jesús de Nazareth para enseñar la Buena Noticia no requerían explicaciones. Sus oyentes no las necesitaban pues Él les hablaba a partir de cosas que todos ellos conocían y vivían a diario, y es eso, esa voluntad de hablar con las mujeres y los hombres de hoy a partir de sus aconteceres diarios, en sus mismos idiomas, lo que nos anda faltando. Nos gusta perdernos en las tortuosidades de profusos razonamientos eruditos, psicológicos o teológicos invariablemente teñidos de abstracción, contrapuestos al maravilloso sentido de la Encarnación de Dios. Y así la misión deviene en una mera captación de adeptos.

Esas gentes entendían perfectamente. En los tiempos de la predicación del Maestro la luz era un bien muy preciado...y muy caro. Cuando caía la tarde en Palestina, sólo quedaba irse a dormir debido a la oscuridad; las viviendas familiares de la gente sencilla estaban compuestas, por lo general, de un monoambiente amplio en donde convivía la familia. Y para prolongar por un rato más el día, compartir con los afectos, comer, rezar, mirarse, y hacer alguna tarea pendiente, se ubicaba una lámpara de aceite en el sitio más elevado de la habitación. A nadie se le hubiera ocurrido colocarla bajo la cama o cubrirla con un recipiente. La lámpara, la luz, ha de estar bien a la vista para que a todos irradie.

No hay que ir a menos. La luz no nos pertenece, de ningún modo, pero con una inefable confianza depositada en nosotros, se nos ha confiado su cuidado, el portarla, el llevarla a todas partes. La luz de la verdad, la luz de la justicia y el derecho, la luz de la compasión, la luz de la solidaridad, la luz del servicio, la luz de la fraternidad.

No se trata de premios o castigos.

Cielo e infierno no sn cuestiones específicamente postreras. Se deciden mayormente en el aquí y ahora, por la libertad que ejercemos si somos fieles a la verdad, por las tinieblas que nos empeñemos en enarbolar. Todo ha de saberse, y es en cierto modo una cuestión de cosechas. No es tanto el mentado todo vuelve, sino más bien los frutos de las semillas que andamos esparciendo. Todo se cosecha en la existencia.

Más allá de todas estas pobres especulaciones menores, la verdad primordial y fundante es el amor de Dios. Pues todos somos niños pequeños dependientes absolutos de su Misericordia.

Que la luz de la Palabra sea lámpara para nuestros pasos.

Paz y Bien   


Con los últimos




Para el día de hoy (21/09/14) 

Evangelio según San Mateo 19, 30-20, 16




Distintos, muy distintos y alejados son nuestros andares respecto de los caminos de Dios. Nos aferramos a ciertas formalidades, nos acostumbramos a corruptelas, nos dejamos ganar la partida por el egoísmo y la envidia, y en esas veleidades la justicia es una forma razonada de permitirnos abundantes miserias.

La parábola que nos ofrece la liturgia en este domingo, además de ser una bellísima construcción literaria, debería constituir un profundo llamado de atención para todos nosotros, especialmente para aquellos que ejercen algún tipo de poder o decisión sobre los demás.

El dueño de la viña hace cosas muy extrañas. 
La búsqueda de trabajadores, lógicamente, debería realizarse por la mañana, bien temprano, para que rinda el día. Pero este dueño sale de madrugada, pero también varias veces a horas intempestivas durante todo el día. Y se lleva consigo a todos los que están a la deriva, sin empleo, sin salario y por ello sin posibilidades de sustento, los que nadie ha llamado, los que nadie quiere, los últimos, el resto, los que sobran.
Para colmo de males, a la hora del pago tiene una actitud escandalosa: paga igual a los que comenzaron temprano como a los que ingresaron al final.

El escándalo de denarios entregados sin orden de mérito es el escándalo de la generosidad.
La Gracia es escandalosa, el amor de Dios es ofensivo para un mundo que todo lo calcula.

No es bueno caer en el error de las abstracciones. La Palabra ha de encarnarse en la vida cotidiana, y ése precisamente será el signo de la conversión al Reino.
Para tantos estrictos dispensadores de un desempleo que es injurioso, va siendo hora que detengan su mirada en lo que hace el Dueño de la Viña: en sus constantes búsquedas, nadie queda sin trabajo, y allí está el pago, mucho más que en el denario que a la postre les brinda. Que la vida cristiana es fidelidad, es amor, es solidaridad y es justicia expresada en una misericordia que nunca sigue las razones mundanas.

Hijos de Dios, hijos de la Iglesia, seremos cada vez más fieles si nos ponemos de lado de los últimos, los olvidados, los despreciados, los que no cuentan, hijas e hijos dilectos y amadísimos por Dios.

Paz y Bien

Surcos



Para el día de hoy (20/09/14) 

Evangelio según San Lucas 8, 4-15




La escena transmitida por el Evangelista Lucas es magnífica: una multitud venida de todas partes que se reune alrededor del Maestro, escuchándole con atención. Muchos de ellos sin dudas eran labriegos o campesinos, por lo que podemos imaginar sin ninguna dificultad sus gestos de asentimiento y asombro frente a la parábola que Jesús de Nazareth les brinda.

Es llamativo que en toda la parábola -no en su explicación privada y posterior a los discípulos- no se mencione Dios, Reino, Salvación o Mesías. En este sentido, la parábola es descaradamente profana y, tal vez, demasiado secular para los religiosos profesionales de miras estrechas. 
El asombroso tesoro escondido tras sus vocablos e ilógica es que el Reino de Dios está indefectiblemente entretejido en lo cotidiano, la eternidad en santa urdimbre con el aquí y ahora.

Pero también enciende las alarmas de nuestras prudencias desmedidas la actitud del sembrador. Pareciera un sembrador demasiado despreocupado, o quizas hasta algo tonto y torpe, pues parte de esa semilla -los campesinos galileos sabían que las semillas eran bastante caras- vá a parar a sitios en donde no hay frutos buenos ni germinación ni crecimiento constantes. Hay algo de pátina azarosa en su conducta, pero hay mucho -muchísimo- de confianza en lo que sucederá en los surcos. Con todo y a pesar de todo, de las tormentas, las piedras, las plagas o la cizaña engañosamente tibia.

El sembrador actúa de ese modo tan extraño porque confía totalmente en la semilla que porta, en su impresionante fuerza escondida, en su maravillosa capacidad de rinde, pródigamente frutal. Y aunque muy a menudo en los surcos no estará a la espera la tierra fértil de las almas, a pesar de ello han de crecer árboles frondosos y habrá una cosecha de frutos extraordinarios.

No podemos permitirnos los desánimos personales ni misioneros. La fuerza de la Palabra de Dios no se deja atrapar por nada, y basta cobijarla al calor de los corazones para que la vida, esa vida que siempre se nos está creciendo y renovando, vuelva a brotarnos en cada amanecer.

Paz y Bien

Discípulas




Para el día de hoy (19/09/14) 

Evangelio según San Lucas 8, 1-3



La lectura que la liturgia nos ofrece el día de hoy se limita a sólo tres versículos. Parece muy corta, especialmente si comparamos con otra como la correspondiente al día de ayer; sin embargo en esos pocos versículos condensa y revela la trascendencia que para Jesús de Nazareth tenían, como hijas de Dios y como integrantes de la comunidad cristiana, las mujeres, sus discípulas.

Ello se destaca si por un momento observamos con detenimiento la situación de la mujer en la Palestina del siglo I, especialmente entre el pueblo judío: ellas carecían de derechos y voz propia -ciertos rabinos, incluso, las consideraban indignas de participar en la sinagoga o de aprender a leer y a escribir-, y estaban en la práctica totalmente sometidas y dependientes de su padre o de su esposo, según su edad o estado. Concretamente, su destino era el concebir los hijos y cuidar la casa, y en ese talante, ninguna mujer que tuviera una conducta honorable y adecuada hablaría ni frecuentaría otro varón que no fuera su padre, su esposo o eventualmente su hijo adulto.

Por ello mismo que mujeres de distinta extracción social fueran tratadas como iguales por ese rabbí galileo horrorizaba y llenaba de suspicacias a las mentes rígidas sin corazón. Peor aún cuando Él no dudaba ni un instante en tocar, recibir, sanar y bendecir a aquellas portadoras de algún estigma insoluble, como la impureza, el pecado, o simplemente la baja reputación.

En principio, el Evangelio para el día de hoy anticipa con toda precisión que quienes serán las primeras testigos privilegiadas de la Resurrección, del triunfo de la vida, y a su vez serán evangelizadoras de los apóstoles, son mujeres que no están allí por arribistas, ni por circunstancias fortuitas o azarosas. Ellas han estado junto a Él desde los mismos comienzos de su ministerio en Galilea, han recorrido los caminos a su lado, han participado como misioneras al igual que muchos otros. Ser testigos es parte de esa misión que les ha ido creciendo y madurando en sus existencias.

Y otra cuestión también es raigal: con deliberada y magnífica intensidad, el Evangelista Lucas señala que algunas de esas mujeres han sido sanadas por Cristo de enfermedades y malos espíritus. Quizás esos malos espíritus tengan que ver con resignarse, con aceptar ser menoscabadas, con no poder vivir en plenitud, ser felices.
Ése es el distingo: son testigos y son discípulas no por haber aprendido una doctrina, sino por redescubrir a cada instante el paso salvador de Dios por sus vidas, y todo el bien que Cristo ha hecho en ellas, un Cristo que es su hermano, su Señor y su amigo.

Esa esperanza y esa reivindicación fraterna -que nada tiene que ver con un feminismo banal- provienen de Cristo y hoy, en pleno siglo XXI, seguimos sin quererlo aceptar en todas sus dimensiones de Buena Noticia.

Paz y Bien

Compartir la mesa




Para el día de hoy (18/09/14) 

Evangelio según San Lucas 7, 36-50




Como en muchas culturas, la comida no es el mero acto de alimentarse sino que conforma una ceremonia compleja y de gran relevancia social, con una carga simbólica que no ha de ser pasada por alto; en una mesa se comparte lo que se es y también cómo se es con los demás.

Ahora bien, en la Palestina del siglo I -época de la predicación de Jesús de Nazareth- ciertos aspectos estaban particularmente acentuados, y evocan con exactitud el mapa social instaurado. Por eso la reciprocidad, es decir las invitaciones a otros a la propia mesa, se sustanciaría entre pares, entre iguales; en las mesas de las clases sociales pudientes no habría invitados de rango social inferior, pues ello restaría ante sus iguales relevancia y por lo tanto poder y negocios.

Así también sucedía algo similar en la mesa de los religiosos, entre ellos especialmente los fariseos. El término fariseo significa, literalmente, separado: en su rigurosa y particular observancia de los preceptos religiosos se consideraban a sí mismos separados tanto de los gentiles/no judíos como así también de aquellos judíos que no observaban la Torah estrictamente. Su influencia era determinante, toda vez que se los consideraban los intérpretes veraces de la doctrina judía, es decir, ellos representaban la ortodoxia y la permanencia de las tradiciones.
Ellos no tenían un gran poder económico; no obstante ello, detentaban un gran prestigio entre toda la sociedad, y simultáneamente se consideraban a sí mismos en el escalón más alto de la honorabilidad. Por ello, no cualquiera se sentaría a su mesa.

La escena que nos pincela el Evangelio para el día de hoy en casa de Simón, un relevante fariseo, no es tan contradictoria como puede aparecer a simple vista. Uno puede suponer que por las críticas feroces que encarrilaban los fariseos contra el Maestro, jamás -por ningún motivo- quebrantarían esos aspectos excluyentes de mesa compartida con un réprobo como Jesús de Nazareth. A pesar de ello, por gran parte de la población Jesús era tenido por rabbí y por profeta, y como hombre religioso, de alguna manera, su presencia confería cierto prestigio a la mesa de Simón. Hay una pauta interesada allí, y aún así prevalecen los prejuicios: por eso mismo, las reglas de hospitalidad usuales en ese tipo de mesa se incumplen al modo de un sutil insulto: no se lavan los pies del recién llegado, no se besan sus mejillas como bienvenida formal, no se ungen sus cabellos con perfume para destacar su honor e importancia.

La irrupción de una mujer en la formalidad de esa mesa es como un vendaval. No se menciona su nombre, pero sí que es una pecadora: ello define un repudio incipiente, y más allá de cual fuera el motivo del epíteto, es claro que sus pecados son de conocimiento público -de allí quizás, el cruel sambenito de mujer pública-. En las mentes más obtusas, se la asocia rápidamente con la prostitución, y ello tiene que ver con cierta misoginia persistente. Pero lo que realiza es aún mucho peor.
Tiene el coraje de entrometerse en donde no le corresponde ni donde jamás se le invitaría. Es una mesa de varones, y de varones portadores de honor y prestigio. Se sitúa específicamente tras del Maestro, al modo de los esclavos o sirvientes, y mientras llora sin parar, lava y besa a la vez los pies de Jesús, los seca con sus cabellos y los unge con perfume. Ninguna mujer en aquellos tiempos soltaría sus cabellos en presencia de cualquier varón que no sea su esposo, y ello la vuelve aún más reprochable, más sospechosa. 

Toda esta actitud se transfiere también a Cristo, pues Él permite ser tocado por esa mujer, de esa manera, y en ese momento y lugar. Ese es el escándalo que aterroriza cizañero el corazón de Simón el fariseo.

Pero al Maestro jamás se preocupó por el qué dirán, y le restaba importancia a todas esas convenciones que, aunque tradicionales, deshumanizaban a las personas. 
Esa mujer sabe que en el Cristo se encuentra la liberación que se logra por el perdón otorgado generosamente, de manera incondicional y abundante. Sus lágrimas lavan cualquier mancha, y en su humildad y en el amor que profesa está presente, de manera valiente y explícita, la hospitalidad que el anfitrión le niega a Jesús. 
Esa mujer, por la talla de la verdad que se permite, por la misericordia de Dios y por el amor que respira es mucho más honorable que multitudes enteras.

Porque en el tiempo nuevo de la Gracia la mesa compartida es también una mesa de pares, pero de pares porque son hermanos, hijas e hijos maravillosamente dispares de un mismo Dios que es Padre y es Madre. No es una mesa restricta, sino que es amplia, en donde nadie, por ningún motivo ha de faltar, y en donde importa más celebrar la vida que guardar ciertas formas sin sentido.

Paz y Bien



Todas las excusas




Para el día de hoy (17/09/14) 

Evangelio según San Lucas 7, 31-35



Es necesario que el Evangelio para el día de hoy lo situemos en un contexto más amplio, para ahondar en su significado primordial.
Es que Jesús de Nazareth ha reivindicado sin ambages la figura de Juan el Bautista, a la vez que expresa su pesar por el rechazo que el hijo de Zacarías e Isabel producía en los rostros severos de escribas y fariseos. Esos hombres eran profundamente religiosos -la afirmación religiosos profesionales no es tan descabellada- y así como rechazaban la íntegra austeridad del Bautista, repudiaban abiertamente el ánimo celebratorio del Maestro, que compartía su mesa con todos, especialmente con los excluidos y con todos aquellos que nadie, en su sano juicio, invitaría a su mesa. Todo un signo y un símbolo de que la vida ha de cuidarse y celebrarse con talante de don único y maravilloso, con todo y a pesar de todo y todos. 
Más no había nada que les viniera bien: del profeta Juan despreciaban esa austeridad que los cuestionaba, mientras que no se medían en exclamar que Jesús era un borracho y un glotón.

Los signos de Cristo no eran suficientes para esos criterios obtusos. Ni el criado del centurión, ni el hijo de la viuda de Naím, ni el vino multiplicado, ni esos cientos de enfermos erguidos nuevos y sanos, nada les conformaba. Como cegados sin ninguna intención de ver, estaban oscurecidos de torpe soberbia. Cualquier excusa, de cualquier signo y color, les resultaba útil para descalificar, para argumentar falacias, para rechazar, en un intento de aislar y menoscabar.

Es que la fé es mucho más que una ideología, la adhesión a un corpus dogmático, y no se deja constreñir por la estrechez de un sistema de ideas.
La fé no es un juego que deba someterse a caprichos y excusas. La fé es don y misterio que ha de cultivarse de manera siempre creciente, y cuyos frutos son siempre buenos, frutos de compasión, de misericordia, de solidaridad y fraternidad, frutos que a veces parecen esquivos o poco abundantes pero están, y germinan en los corazones de esas mujeres y esos hombres que empujan la vida hacia adelante, hacia la plenitud, hacia la justicia, hacia la felicidad.

Paz y Bien

El cortejo de la vida



Para el día de hoy (16/09/14) 

Evangelio según San Lucas 7, 11-17


La liturgia nos sitúa en la ciudad de Naím, a unos nueve kilómetros de la Nazareth natal de Jesús y aproximadamente a cuarenta de Cafarnaúm en donde su ministerio crecía. Es decir, nos escontramos en la Galilea profunda, siempre periférica y sospechosa.

En las puertas de la ciudad, dos caravanas se encuentran. 
Una, es la del Maestro, sus discípulos y una gran multitud, que sigue el rumbo de la Buena Noticia, caravana de la vida, de la Salvación.
La otra, es un cortejo fúnebre camino al cementerio. Es caravana de luto y dolor -cosa de muertos-, de lágrimas, de lo que surge inevitable, irreversible.

Este cortejo se porta un ataúd, pero son dos los cadáveres. 
El habitante nuevo del féretro es un joven, vida y proyecto cercenados antes de florecer y dar frutos. Pero la madre es la otra muerta, aún peor que la joven vida trunca. Es mujer, es viuda y acaba de perder a su único hijo varón.

Es mujer, y como tal apenas cuenta, no tiene derechos ni relevancia social, su entidad y su sustento provienen del esposo que también ha muerto. Pero ahora, el hijo que cuidaría de ella ha partido, y su desamparo es total. Es la injusticia que se ha cebado en su frágil existencia, la injusticia de un sistema que no la tiene en cuenta y que la condena crudamente a la nada, siempre a menos, igualando con obscenidad hacia abajo. Y también es una madre quebrada.

Parecería que en luctuosa mixtura las dos caravanas se unen; la tristeza a veces subyuga por lo contagiosa y porque la resignación frente a la postración de la muerte en cualquiera de sus formas tiene una fuerza demoledora. Esas gentes acompañan a esos muertos -al cadáver del hijo y a la muerta en vida- a un destino que suponen grabado en piedra, inamovible en su oscuridad, definitivo.

Ellos acompañan. Nadie en su sano juicio, en aquellos tiempos de rigores jurídicos-religiosos, se habría acercado demasiado al ataúd: el contacto con un cadáver suponía que el infractor a esa norma, durante siete días, sería considerado impuro, indigno e inhábil para participar del culto y la vida comunitaria.

Pero está el Señor, y Cristo jamás pasa de largo ni se mantiene como un espectador pasivo frente al dolor y al sufrimiento de los demás. Por eso toca el féretro sin vacilar, porque no teme a esa letra muerta que multiplica el sufrimiento, y porque jamás se resigna. En Él viven todas las esperanzas.
Por eso mismo el mandato primero es sanador, para que retrocedan las lágrimas, para que se disipen las nubes del llanto, porque otro sol es posible. No hay noche definitiva.

Y en esa misericordia que es, literalmente, poner el corazón y la existencia allí en donde campea la miseria, y es la misma justicia de Dios, acontecen varios milagros.
El joven recobra la vida.
La madre se yergue en su dignidad plena de hija, de madre y de mujer.
Y todas esas gentes son resucitados en humanidad, para que no permitan más ser doblegados, sabedores que serán ellos, Dios mediante, los que han de escribir su propia historia a la luz de la Gracia, porque no hay destino inevitable sino vida por plenificarse que nada tiene de ilusoria, sino que es la verdad que libera y por la que devienen inútiles todas las tumbas.

Paz y Bien

Madre del dolor




Nuestra Señora de los Dolores

Para el día de hoy (15/09/14) 

Evangelio según San Juan 19, 25-27



Para una madre perder a un hijo es desgarrador, inenarrable. De alguna manera, hay un orden natural alterado y un quebranto que no se puede expresar con sencillez, pues una madre que pierde un hijo muere dos veces, por el hijo y por ella misma.

Peor aún es cuando la pérdida es a causa de una circunstancia dolorosa como un accidente. O más demoledor aún, cuando es a causa de la violencia, cualesquiera sea su causa u origen. Un hijo siempre será carne de su carne, sangre de su sangre, vida cobijada en las profundidades de su alma y de su cuerpo.

María de Nazareth vivió todo esto y más. A ese Hijo que amaba se le moría ante sus ojos inundados, entre dolores espantosos, como un criminal abyecto, como un marginal, como un maldito. Había estado preso y bajo custodia cual subversivo de alto riesgo, y hubo de sufrir la atroz eficacia de los verdugos romanos.

Pero Ella permanecía allí, firme, en pié, sin rendirse aunque todo clame llanto y rendición frente a esa tristeza infinita.

Como Madre del dolor, es imprescindible para todos los otros hijos, una multitud enorme de hijas e hijos que han de sufrir tantas cruces. Ella sigue firme, sin bajar los brazos, sin resignarse jamás, compañera fiel en nuestras fiestas -en especial, cuando el vino de la alegría escasea-, madre íntegra a la hora del frío que nos congela los sentimientos y, sobre todo, la fé.

En su alma lacerada no hay modo de que se apaguen los fuegos del amor. Por eso mismo, por vivir y morir para los demás, la esperanza se vuelve rescoldo que jamás se extingue, pequeño calor siempre disponible para que la vida vuelva a encenderse. Con todo y a pesar de todo y todos.

Ella ha sido siempre casi una nada. Niña de aldea ignota y polvorienta, esposa jovencísima de un hombre bueno y gigante en su entereza, muchachita de embarazo sospechoso, madre, hermana y discípula, mujer pequeña que nunca tuvo casa propia.

Porque el hogar de la Madre del dolor estará siempre en la casa de los hijos que la reciben con las puertas del corazón abiertas, para que el aire puro del Espíritu les renueve ese hogar/existencia y esa vivienda familiar que llamamos Iglesia.

Paz y Bien

El árbol santo





La Exaltación de la Santa Cruz

Para el día de hoy (14/09/14) 

Evangelio según San Juan 3, 13-17




Dos árboles que son símbolo y signo de nuestro destino.

El árbol del paraíso, de la caída, del pecado, de elegir la muerte y el exilio de la vida, el árbol que simboliza todos los males que elegimos.

Pero a través de otro árbol, un árbol santo, hemos recuperado la vida merced al pago del rescate pagado al precio de su propia vida por Jesucristo, árbol de la Salvación.

Es la contradicción mayor para las razones de este mundo. Quizás a nosotros, mujeres y hombres del siglo XXI, el pleno significado de una cruz se nos escape en su gravoso significado.
Para nosotros puede significar un símbolo de muerte y horror. Pero para las gentes del siglo I de Palestina y de otras varias provincias del Imperio Romano, la cruz implicaba una ignominia insuperable, el método elegido por los césares para ejecutar a los criminales más abyectos, a los que subvertían el orden, a los marginales. Y como si no fuera suficiente, una interpretación de la Torah implicaba que el ajusticiado era, a su vez, un maldito. Marginal, abyecto y maldecido, sumado al espanto, era la consecuencia de la crucifixión.
Y también un ominoso efecto disuasorio, pues el ajusticiado en su sufrimiento -o su cadáver- queda expuesto a la vista del pueblo para cercenar cualquier asomo de rebeldía o desvío de la autoridad opresiva que se impone.

Sea cual fuere el abordaje pretendido, todos pueden coincidir en el análisis último del sufrimiento y la muerte.
Y en esa lógica, exaltar la cruz es una locura.

Pero en el horizonte de la Gracia, no tratamos tanto con razones sino más bien con co-razones. 
Se trata de un misterio insondable que no puede ser abarcado con mensuras humanas, tan inmenso que es.
Se trata de un Padre que se muere dos veces por los demás: muere dos veces porque es su propio Hijo el que se le muere en esos espantos, y muere para que no haya más crucificados, nunca, y para que toda la humanidad, amada con ternura entrañable, sea plena y encuentre la felicidad y la salud, la Salvación.
Se trata de un misterio de amor y de vida que se propaga imparable porque se ofrece generosa e incondicional.

Ese árbol santo tiene dos ramas, una que lo liga eternamente al cielo de la trascendencia y la eternidad, e inseparablemente otra rama que horizontalmente cobija y señala a todos los hermanos.

Exaltamos la cruz porque en ella Cristo se ha puesto al hombro nuestros sufrimientos, nuestros dolores, nuestras miserias y nuestros pecados, para vivir plenos, sin menoscabo. Y porque no hay amor mayor ni tesoro más valioso que el dar la vida por los demás. Y porque renegamos de todas las cruces que se imponen, crueles y groseras.
Sólo desde la vida ofrecida se nos crece más vida.

Paz y Bien




Frutos conocidos



Para el día de hoy (13/09/14) 

Evangelio según San Lucas 6, 43-49




Poco a poco el Maestro hubo de abandonar su costumbre de enseñar en las sinagogas: allí el ambiente era por demás opresivo, y quienes detentaban el poder religioso -en cierto modo- lo habían arrojado de allí, una manera no tan velada de excomunión. Así Él decidió dirigirse al encuentro del pueblo, allí en donde las personas vivían, trabajaban y acontecían sus existencias.
Por eso lo encontraremos a orillas del mar junto a los pescadores, entre la multitud en un valle o en la falda de la montaña, o en las afueras de ciudades o pueblos rodeado de labriegos y campesinos.

Él conocía bien a esas gentes, y ellos comprendían lo que Él enseñaba. Hablaba de sus cosas, de lo que vivían, de sus experiencias cotidianas. 
Y en una tierra como la de Israel en el siglo I, varios factores confluían en los corazones de sus oyentes. Los esfuerzos y las ansias por hacer pródiga la tierra, el valor de los frutos, la silenciosa dignidad del sudor y el trabajo. Pero esa tierra estaba también sometida por la bota romana, la humillación de la opresión imperial, la exacción de impuestos espantosos destinados al César. Y esas gentes, con amor humilde y tenaz, amaban su patria hasta los huesos.

Por eso no es difícil imaginarse la tranquila emoción de esas mujeres y esos hombres que escuchaban con atención a Jesús de Nazareth. Ellos reconocían los frutos perversos de los violentos, de los que dicen pero no hacen, las frutas perniciosas de los despreciadores, los opresores, los saqueadores de sustentos y también de almas. Pero a su vez también sabían saborear con fruición los magníficos frutos de la fraternidad, de la familia, de la abnegación, del trabajo. Y no necesitaban demasiado palabrerío.
Nosotros, como ellos, también conocemos los frutos nefastos de los habituales dispensadores del desempleo, de la exclusión, los que atropellan infancia y vejez, los que rinden culto al dios dinero, los traficantes de todas las muertes. Pero también están los frutos santos de la amistad, de la mesa compartida, de la generosidad, del servicio, de la vida hecha ofrenda humilde como María de Nazareth.

Quiera el Espíritu que nuestra casa/existencia se edifique con cimientos profundos, en la Palabra de Dios. Porque vendrán muchas tormentas e inundaciones -a no dudarlo- pero nos mantendremos firmes.Y que la Gracia de Dios nos vuelva frutales, en compasión y misericordia.

Paz y Bien

Dirigentes diligentes



El Santísimo Nombre de María

Para el día de hoy (12/09/14) 

Evangelio según San Lucas 6, 39-42



Cualquier observador neutro puede colegirlo con facilidad: Jesús de Nazareth era un gran maestro, un fabuloso educador, que siempre se valía de las imágenes y los códigos que utilizaban a diario sus oyentes para transmitir aquello que quería enseñar.
Nosotros podemos coincidir en ello, pero lo nuestro vá por senderos místicos, más profundos y trascendentes. No es un gran maestro, es el Maestro. Además, poseía otra cualidad fundamental, que es tan infrecuente en nuestros días: Él sabía escuchar, y a su vez era capaz de enseñar por su capacidad cordial de aprender de los demás. 

Es una materia que no solemos cursar y que muy frecuentemente reprobamos, y es la de conocer y re-conocer al otro como tal, sin juzgar, apagando el detector de enemigos, predicando primero con la vida antes que con el discurso.

Por eso la crítica se dirige en primer lugar a los dirigentes; neguémonos, por esta vez, a referirnos como clase dirigente. Se trata siempre de personas, de corazones, antes que de pertenencias.
Porque aquél dirigente que no reconoce a los demás, que se sitúa en planos superiores, que se cree algo, y que sobre todo no es servidor, conduce a los demás a abismos tan oscuros como los que campean en su alma. Son los mismos -tal vez nosotros- que antes que cultivar un espíritu crítico, capaz de discernir lo bueno y lo santo, se empeñan en la detección de pecados y heterodoxias...siempre ajenas.

El verdadero dirigente es el discípulo que por su cercanía con Cristo es servidor de sus hermanos, dirigente y diligente en el servicio. Conduce sirviendo antes que mandando.

Nuestros corazones tienen mucho de esa opacidad, que mira sin ver, que oye sin escuchar, que reniega del hermano y no reconoce sus miserias y mezquindades.
Pero por la Gracia de Dios todo es posible.

Paz y Bien

De la reciprocidad a la Misericordia





Para el día de hoy (11/09/14) 

Evangelio según San Lucas 6, 27-38


En el ámbito de la justicia penal, impera como base la idea de reciprocidad. Aplicado esto a la praxis, implica la moderación de cualquier ímpetu de venganza, y adecuar las penas proporcionalmente a las ofensas conferidas. La influencia social de estas cuestiones es muy importante, pues regula las acciones, lo que está permitido y lo que nó a la vez que desalienta cualquier acción punible bajo cuerda; en cierto modo, en la reciprocidad podemos indagar los rastros primeros de todo pacto social.

Habiendo escuchado del Maestro los santos augurios de las Bienaventuranzas, los discípulos intuyen que ellos están en un plano muy distinto, inusual e ilógico. Porque si fuera por ellos, la razón indica que amar a los enemigos es una locura, y que en su vida diaria han de vérselas con mil y un problemas, con el azote de mezquindades, egoísmos, crueldades y destratos, y es muy difícil no reaccionar, no defenderse. No somos de piedra ni inmunes a lo que sucede a nuestro alrededor.

Pero esos hombres y los discípulos de todos los tiempos sólo comprenderán esta ilógica del Reino porque han sido invitados y situados allí por la Gracia, merced a la bondad entrañable de Dios. Sólo desde la gracia, sólo desde la luz del Espíritu del Resucitado es posible que ese Reino, esa vida plena, ese nuevo orden de los corazones se encarne en sus existencias.

Ahora bien, vivir las enseñanzas de Jesús de Nazareth no significa en devenir espectadores pasivos, ni tampoco esgrimir actitudes cobardes disfrazadas de prudencia. Se trata de que palpite la misma iniciativa de ese Dios que sale al encuentro de la humanidad, de todas sus hijas e hijos. Se trata del reconocimiento del otro, del prójimo, desde la caridad. Más aún, aproximarse/aprojimarse, hacerse prójimo.

La santa locura del amor a los enemigos no es una bella utopía, sino una realidad bien concreta de ese Reino que aquí y ahora, en silencio y humildad, crece entre nosotros. 
Es la misericordia que es la única revolución verdadera, la misma misericordia que sustenta al universo, la misma misericordia que supera a nuestra justicia en gratuidad e incondicionalidad.

Paz y Bien

Bienaventuranzas, nuevo orden de los corazones



Para el día de hoy (10/09/14) 

Evangelio según San Lucas 6, 20-26



La expresión nuevo orden es, en el mejor de los casos, controversial. Por lo general, refiere a cuestiones de índole política o ideológica, y en muchos casos es la excusa para implantar regímenes brutales, autoritarios, o sencillamente crueles bajo una pátina revolucionaria. Por desgracia, ejemplos sobran.

Sin embargo, el Reino de Dios inaugurado y predicado por Jesús de Nazareth implica un nuevo orden, pero un nuevo orden de los corazones: es en el corazón humano en donde todo se resuelve.
Porque la bienaventuranza es proyecto y propuesta universal de felicidad, de humanidad plena, de mesa grande de fraternidad comenzando por los que están sumidos en la tristeza, el dolor, la miseria impuesta. Pero debemos estar en guardia contra todo intento de premiaciones postreras, que suelen esconder voluntades de resignación: felices los pobres porque el Reino les pertenece hoy, aquí y ahora. Y el hambre que agobia, y el dolor que persiste no son deseados ni queridos por Dios.

El Padre de Jesús de Nazareth ama sin límites a todas sus hijas e hijos, y ese amor se traduce en trastocar todo lo que deshumaniza, que humilla, que pretende socavar la dignidad única de cada hombre y de cada mujer. Y más aún, es un Dios que se pone abierta y escandalosamente del lado de los pobres, de los que lloran, de los que sufren, de los que nada tienen. Su plenitud y su esperanza está en el mismo Dios.

El Señor ha inaugurado el año infinito de la Gracia, de la Misericordia, tiempo santo de Dios y el hombre.

Pero muchos otros se sentirán satisfechos con lo que tienen, y que no es solamente una cuestión de bienes o posesiones. Nuevamente, se trata de lo que se hunde en las raíces del alma. Almas que se nutren de dinero, de poder, de elogios, de conformismo y resignación. Ahí se afincan las lágrimas porque no hay espacio para la Gracia, porque el prójimo ha sido desterrado.

La invitación a ser felices es un mandato y una vocación tenaz e irrenunciable que ese Dios nos ofrece aquí y ahora.

Paz y Bien

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