La mesa de la vida plena




Para el día de hoy (31/10/14) 

Evangelio según San Lucas 14, 1-6


La tradición del Shabbat indicaba que luego del culto y la enseñanza sinagogales, seguía a continuación un banquete importante y específico en cada hogar de Israel, al modo de culminación celebratoria del día sagrado. Esta cena también tenía sus normas estrictas: su preparación se realizaba en días previos y las familias pudientes tenían a esclavos o servidores no judíos por las rigurosas prohibiciones de acción y movimiento prescriptas para ese día.

La liturgia de hoy nos sitúa en ese ámbito. Lo que es significativo es que el Maestro es invitado a la mesa de un fariseo importante: por sus estrictas prescripciones religiosas de pureza y pertenencia, a la mesa de un fariseo no se sentaría cualquier persona, sólo pares o dignos de participar. Que a esa mesa pueda acudir Jesús de Nazareth implica, ante todo, que a pesar de todas las desavenencias y enconos, allí se le consideraba un rabbí: de cualquier otro modo, sólo sería un campesino provocador galileo, y por ende indigno de participar. Y es dable suponer que hay también la siempre presente desconfianza hacia su persona, y por eso lo observan con suma atención, con el detector de heterodoxias y errores encendido a pleno...aunque no por ello está ausente esas humanas y naturales ganas de mirar y ver de cerca a ese predicador y taumaturgo ambulante del que tanto se habla.

Allí se encontraba un hombre enfermo de hidropesía, quizás un término algo anticuado a la ciencia médica actual. Se trata de una patología que, a grandes rasgos, puede provocar edemas e inflamación en el abdomen y también en las articulaciones, siendo su etiología multicausal; si vamos a sus consecuencias, ese hombre tendría su forma física -la percepción de sí mismo y por parte de los demás- deformada, y además se encontraría con serios problemas de movilidad por los edemas articulares. Un hombre borroso y casi paralizado.
A todo ello, y de acuerdo a los criterios imperantes en la época, su enfermedad es consecuencia directa de los pecados cometidos, por sí o por sus padres. Una enfermedad, entonces, es producto de la justicia divina, toda vez que es el castigo justo que, según esas mentalidades, Dios propina de acuerdo a las faltas.
Además del sufrimiento físico, toda enfermedad implicaba también -por su naturaleza de pecado- que el enfermo es un impuro, un indigno de participar en la vida religiosa y comunitaria, condenado a cierto ostracismo social, y que esa impureza no debía tomarse a la ligera: quien se atreviera a entrar en contacto con un impuro a su vez adoptaba la misma condición, al modo de cierta virulencia moral contagiosa.

Pero así como la mesa de los fariseos es estricta y restrictiva en su puntillosidad solemne, la mesa de Jesús de Nazareth tiene el sagrado descaro de ser tan humana que en ella, las miradas límpidas y transparentes pueden advertir la inefable presencia de Dios. Porque en la mesa de Cristo se celebra la vida plena, y la invitación es tan amplia y generosa que nadie, por ningún motivo, puede faltar.
Como el horizonte no posee un ceño fruncido sino la amplia y sonriente bendición de Padre, no hay nada ni nadie que impida el festejo compartido. No hay excusa alguna para el socorro y la compasión, no hay riesgo que detenga la acción salvadora del Señor.
Por eso mismo Jesús de Nazareth se inclina sin temores ni reservas a ese hombre doliente, para que su cuerpo y más aún, su corazón, sea el de un hombre libre y pleno, íntegro, recreado por el perdón y la bondad de Dios que es misericordia viva entre su pueblo, y no vacilará en transgredir esas normas que de tan rígidas son inhumanas, y han olvidado a ese Dios que les dá sentido, normas que son medios y que se establecieron como fines, rito sin corazón ni existencia transformada.

Que nuestras mesas sean amplias, mesas de Cristo, mesas de hermanos y gratitud compartidas.

Paz y Bien




En la tradición de los profetas




Para el día de hoy (30/10/14) 

Evangelio según San Lucas 13, 31-35



Jesús de Nazareth continúa tenaz y decidido su peregrinar a Jerusalem, en donde le espera la cruz, la Pasión, la muerte. Pero su fidelidad y su libertad es mayor a cualquier amenaza y a cualquier miedo.

Algunos fariseos se acercan a Él, curiosamente sin intenciones ocultas: lo anotician y le advierten que Herodes está buscando matarle.
Herodes Antipas, tetrarca de Galilea, gobernaba con poder omnímodo y despótico sus dominios; a su vez, su poder era vasallo del César, y eran las legiones romanas quienes garantizaban en cierto modo su trono. Antipas es hijo de Herodes el Grande, aquel rey que intentó -siendo un bebé- acabar con la vida de Cristo en Belén; en una siniestra coincidencia, parece una tradición familiar el querer matar al Mesías.
El asesinato de Juan el Bautista es otra muestra explícita de la brutalidad sin límites de este reyezuelo infame, para el que la violencia es una herramienta política fundamental para perpetuarse en el poder, y es dable suponer que la figura ominosa de Herodes proyecte terror sobre todo el pueblo y la misma dirigencia, incluidos allí los fariseos.

Pero el Maestro no se deja amedrentar. Siguiendo la tradición de los profetas, se mantiene incólume, firme en su fidelidad, constante en su misión, el fuego del Espíritu que lo anima no puede apagarse. Porque los profetas anuncian las cosas de Dios, y con la misma voz fuerte y clara denuncian todo aquello que se le opone y es contrario a la voluntad divina, a la vida misma.

Jesús de Nazareth no es un provocador ni alguien que se toma con ligereza todas las cuestiones. Sin embargo, su fidelidad está revestida -como los profetas- de valentía, una valentía que se vuelve explícita en la respuesta a ese consejo de unos fariseos: con algo de ironía y humor, pide que le transmitan al tetrarca su horario, y las cosas que hará; el calificativo de zorro a Herodes sólo tiende a relativizar el aparente poder arrollador de Herodes. 
Antipas no es tan importante ni todopoderoso: quien cuenta y quien en verdad decide la historia es su Dios.
Pero a pesar de su ácida ironía, hay una carga simbólica importante: en el hoy, mañana y tercer día se condensan su existencia, su Resurrección, su misión inclaudicables.

Jesús es un fiel hijo de su pueblo, y lleva a su patria en los huesos. Por eso llorará al divisar a Jerusalem cerca de los días de su Pascua, por eso eleva sus ayes. 
Jerusalem es santa por el Dios que la ha bendecido y que le confiere sentido eterno, y nó por las impresionantes construcciones y por su historia. Lo que cuenta es el presente, y en ese presente los que deciden y rigen los destinos son los fariseos, los escribas, Herodes, los romanos, y todos ellos han desplazado a Dios.

Hay sitios -y la tierra entera- que devienen sagrados porque la Encarnación de Dios inaugura el tiempo santo de Dios y el hombre, y el anuncio de la Buena Noticia bendice a toda la creación.

Quiera Dios que por todos los profetas fieles que siguen estando entre nosotros, nos demos cuenta que a pesar de todas las amenazas no pueden avasallar corazones si Dios está presente. 
Y más aún, que cada vez con mayor frecuencia descubramos la necesidad de descalzarnos frente a la presencia sagrada de Dios en el pan de la Eucaristía, en el rostro del hermano.

Paz y Bien
 

Los verdaderos privilegios




Para el día de hoy (29/10/14) 

Evangelio según San Lucas 13, 22-30



La pregunta que le realizan a Jesús de Nazareth es producto de inquietudes nada nuevas y muy persistentes, a tal punto que siguen, en nuestro tiempo, teniendo una singular relevancia.
Esa pregunta refiere al número de los que han de salvarse: en general, y aún cuando sea formulada desde diversas ópticas religiosas, responde a criterios restrictivos y de pertenencia, y ha sido y es, en numerosas ocasiones, la vía u oportunidad para ejercer terror en los corazones, procurar la adhesión religiosa forzada a través del miedo.

La restricción vía pertenencia responde a cuestiones elitistas, es decir que por pertenecer a un pueblo, a una nación o a una confesión determinadas, automáticamente se adquiere el favor divino mayor, la vida postrera. Ello supone también, tácitamente, que el creyente es un mero espectador pasivo de su destino, y suele aparejar exactos fervores rituales desprovistos de corazón y de compromiso extra templo.

Para el Maestro, la pregunta que le realizan es falaz porque parte de supuestos erróneos. En la sintonía del Reino, no se trata del número de individuos a salvarse, ni de los privilegios adquiridos por pertenecer, sino antes bien de la invitación a la vida plena como celebración perpetua, mesa grande de fraternidad porque el Dios de Jesús de Nazareth es Padre y es Madre, y todos somos hijas e hijos y, por ello, hermanos.

Esa invitación no admite pasividades. El Reino de Dios aquí y ahora es el tiempo santo en que la humanidad edifica su destino y escribe su historia junto a Dios, el misterio asombroso de la Encarnación.
Para ir a ese banquete es menester -como decían los abuelos- adecentarse. La puerta de acceso está abierta pero deviene estrecha a los egoísmos y las injusticias: las existencias egoístas e injustas, impermeables al amor, tienden a engrosarse irremisiblemente capa tras capa, en corazas cerradas en donde no hay sitio ni para Dios ni para el hermano. Y así, enormes y torpes, no podemos pasar por nuestra exclusiva responsabilidad.

Lo importante, lo que realmente cuenta es que todos, sin excepción, hemos sido invitados al ágape de la Salvación, que es don y es misterio. Nos queda preguntarnos qué debemos cambiar, hacia donde debemos converger/convertirnos para ser reconocidos como invitados, y a la vez descubrir que otros tantos que ni siquiera imaginábamos han de sentarse junto a nosotros.

Porque el verdadero privilegio es la Gracia.

Paz y Bien

Confianza de Dios





Santos Simón y Judas, apóstoles

Para el día de hoy (28/10/14) 

Evangelio según San Lucas 6, 12-19




Monte, noche y oración, simbología perfecta del encuentro con Dios, de común unión mística, de identidad absoluta entre Cristo y el Padre. 
En el ministerio de Jesús de Nazareth, la oración es una constante imprescindible, y así debería ser también nuestro peregrinar por estos campos, vidas orantes, existencias que se sustentan en la eternidad que quiere anidar en nuestros corazones.

Podría haber perpetuado el Maestro el cálido abrazo de esa noche de oración, en paz y calma totales. Pero así como la oración lo sostiene, la compasión lo impulsa -Espíritu de Dios en humanos pasos- y Él sabe que en el llano no hay paz, ni Dios, ni luz, y sobreabundan agobios, enfermedades, toda noticia es de antemano mala y nada tiene de novedad, una constante de dolor y humanidad derribada.
Y en ese llano no se dan casos aislados, sino que es una multitud de dolientes, librados a su suerte, al borde de todos los caminos, descartados de la vida. La tarea se asoma como inmensa para un sólo hombre.

Así entonces el Señor elige a doce de entre los suyos, doce con nombres y apellidos concretos porque no se trata de una cuestión abstracta sino de un llamado personalísimo. Son doce los primeros, símbolo y signo de las doce tribus de Israel, símbolo y signo de pueblo nuevo, de pueblo en marcha, de pueblo hacia la tierra prometida y santa de la liberación, pueblo nuevo congregado por la Gracia y el amor de Dios, colores primordiales de la Iglesia apostólica.

Esos hombres serán venales, falaces, traidores y también héroes, tenaces servidores y valientes testigos, como lo serán las mujeres y los hombres elegidos y enviados por la misma bondad a través de la historia, señales vivas de auxilio para las gentes.
No hay en juego cuestiones de éxito o derrota, sino de fidelidad y confianza.

Curiosamente, fidelidad y confianza son rasgos distintivos de Dios para con su pueblo, para con todas sus hijas e hijos. Él cree en nosotros, en asombrosa asimetría respecto de la fé y la confianza que en Él depositamos. De Dios son todas las primacías.

Él confía en nosotros y permanece en amorosa obstinación fiel hasta el fin a todas sus promesas, y ésa es la clave y horizonte de todo destino, nuestra esperanza y nuestra alegría.

Paz y Bien


El tiempo de Dios, la vida en pié




Para el día de hoy (27/10/14) 

Evangelio según San Lucas 13, 10-17


 

El Shabbat era una de las instituciones más fuertemente arraigadas en la religión y la cultura del pueblo de Israel. Día sagrado de la semana en que la comunidad se reunía en la sinagoga -cuya etimología, precisamente, responde a congregación- a estudiar y a reflexionar la Torah y a honrar a Dios.
Luego de una de las derrotas militares más catastróficas, la gran mayoría del pueblo judío fué deportada al exilio; viviendo lejos de su tierra, en una cultura extraña y rodeados de una religión ajena corrían el severo riesgo de disolver su identidad, contaminados de todo aquello tan distinto. En esos menesteres, el Shabbat es la respuesta a una identidad de un pueblo que se considera único y que no quiere disiparse ni perderse en relativismos de idioma distinto.

Durante el trascurso del Shabbat se debía evitar toda tarea, para que ese tiempo libre y de reposo pudiera dedicarse plenamente a Dios y a restablecer los vínculos familiares. Pero con el correr de los años, se acentuó la observancia del precepto hasta extremos intolerables, al punto de estar prohibida cualquier clase de actividad. 
Quizás el problema de fondo era que el precepto devenía como fin en sí mismo, relegando a ese Dios que había inspirado ese día como punto de reencuentro.

Jesús de Nazareth es un fiel hijo de su pueblo y respetuoso de las tradiciones de sus mayores. Como todo varón judío, concurre y participa en la sinagoga de las celebraciones del Shabbat. Pero Él siempre tiene por horizonte a su Dios, un Dios que es Padre y Madre, que es vida, felicidad, cuidado. Por eso en numerosas ocasiones chocará con ciertos hombres religiosos y severos que imponían esa obligación intolerable, opresiva, intrascendente.

En la ocasión que el Evangelio para el día de hoy nos ofrenda, acontece mucho más que un milagro de sanación.
En pos de una comprensión más profunda, no podemos soslayar la situación de la mujer en el siglo I en Palestina; las mujeres carecían de derechos legales, sociales y religiosos, excepto aquellos que le otorgaba el esposo o, en su defecto, el padre o el hijo varón. El no tener derechos implicaba que careciera de voz propia, y por ello no hablaría con nadie fuera de su hogar, y a su vez tendría un espacio relativo y menor dentro de la sinagoga. A ello debemos añadir la creencia perdurable de considerar a las enfermedades como consecuencia de un pretérito pecado, transformando al enfermo en un impuro ritual condenado al ostracismo comunitario, pues esa impureza poseía visos contagiosos.

En ese Shabbat suceden varios escándalos. Más allá de toda torpe discusión de géneros, la congregación miraba hacia otro lado, vuelve invisible a la mujer y, peor aún, a una mujer enferma. Dieciocho años de estar doblegada en su columna y agobiado su corazón en acostumbrada resignación que tiene los colores fúnebres de la injusticia. Sólo Jesús de Nazareth la mira y la vé, la vé como mujer y como hermana -hija de Abraham-, y no vacila en imponerle sus manos, en un gesto que tiene la taumaturgia propia de la bondad y la compasión, aún corriendo el riesgo de impurificarse irremisiblemente Él mismo.
Ella -que callaba y nada pedía, ni siquiera unas migajas de auxilio- se yergue íntegra, vida en pié, vida florecida en liberación que canta en gratitud la gloria de un Dios que se expresa en el amor y en la salud.

Con Jesús de Nazareth se ha inaugurado un tiempo nuevo, definitivo en la eternidad que germina en la cotidianeidad. Un día ofrecido al Señor es importante y necesario, pero es más importante aún que por esa asombrosa Encarnación el tiempo es kairós, tiempo santo de Dios y el hombre, y cada instante es tiempo sagrado, tiempo de bondad, de gratitud, de salud, de Salvación, de felicidad.

Paz y Bien  

Reglamentos



Para el día de hoy (26/10/14) 

Evangelio según San Mateo 22, 34-40




Con el fin de situarnos en una perspectiva correcta, debemos ir primero por lo evidente, y ello queda explícito en el primer versículo del Evangelio para el día de hoy: en un clima de hostilidad creciente, se movilizan los fariseos en tren de interrogar a Jesús de Nazareth, toda vez que sabían que el rabbí galileo, a fuerza de verdad, había hecho callar a los saduceos, quien ese año detentaban el poder del sumo sacerdote del Templo de Jerusalem a través de Caifás.
A pesar del tenor de la pregunta, la intencionalidad primera es la de ponerle a prueba, es decir, interrogarle para encontrarle errores tan graves que impliquen una condena contundente por parte de la ortodoxia imperante, hacerlo callar por argumentaciones torpes o procurar una condena a muerte por blasfemia.
Ahora bien, el fariseo que se acerca a Jesús se dirige a Él mentándolo como maestro, y puede inferirse que hay cierto desprecio velado, cierta entonación burlona producto de una ironía escondida. Puede ser, es claro que sí, pero no perdamos de vista otra cuestión: no es lo mismo interrogar sobre temas cruciales como los mandamientos a un campesino galileo, al que se presupone mal formado y cuya heterodoxia o inexactitud puede ser mirada conjurada con eficacia sin mucho trámite ni importancia, que establecer un debate teológico con alguien de una autoridad reconocida, equiparable a la de ellos mismos. Así entonces, y quizás sin proponérselo, ellos consideran y ubican a Jesús de Nazareth en su rol profético y magistral.

El tema no es menor ni es banal. Los fariseos eran hombres profundamente religiosos -a su manera, claro está- y severos exégetas de las Escrituras. Ellos habían determinado, con el correr de los años, que en la Torah podrían catalogarse 613 mandamientos, 248 de carácter afirmativo y 365 de carácter negativo o prohibitivo, 248 por cada uno de los huesos del cuerpo humano y 365 por cada uno de los días del año, simbolizando la soberanía de Dios en la totalidad de la existencia humana. Ahora bien, aún a esos hombres expertos se les hacía muy complicado cumplir con esas 613 prescripciones y, a su vez -en su rol dirigencial- hacerlas cumplir al pueblo. De allí, la necesidad de establecer, de entre todos esos preceptos, cuales eran los mayores, los más importantes, los de cumplimiento insoslayable.
La discusión era espúrea. Ellos anteponían preceptos y normas a todo y más aún, olvidaban a Aquél que inspiraba a la Escritura. Ellos querían discutir acerca de reglamentos, pero el amor de Dios es infinito, inmenso, no puede acotarse ni codificarse, y cuando comenzamos a internarnos por esas veredas de obligaciones legalistas sin corazón, comienzan los problemas, y sobreabunda la desolación, la sed de Dios de un pueblo hambriento de trascendencia.

Jesús de Nazareth lo sabe, pero aún así no elude la respuesta, y es menester destacar la valentía en su respuesta. Está en esa Jerusalem para Él tan peligrosa, con la sombra ominosa y creciente de la cruz, y les habla directamente a aquellos que quieren suprimirlo, negarlo, acallarlo.

El Maestro reorienta entendimientos y corazones hacia donde en verdad está el horizonte de todo destino, Dios mismo. Y unificar allí -en ese lugar, frente a esos hombres- el amor a Dios y el amor al prójimo es de una osadía que a nosotros, veinte siglos después, quizás se nos haga esquiva.

El amor es el fundamento de todo. El Señor no hablaba con abstracciones ni de manera simplista. Habla del amor y de qué tipo de amor. Amar a Dios con la totalidad de esto que somos, con toda la existencia, es reencontrar las huellas perdidas, volver a casa, recuperar un horizonte de liberación y plenitud. Amar a Dios es trascender, amar a Dios es hablar el mismo idioma del Creador, porque el amor es la única revolución veraz, duela lo que duela y moleste lo que moleste el término.
Y la Encarnación es un Dios descendido, eternidad que se entreteje en el tiempo, Dios que se hace historia, que se hace vecino, Dios con nosotros, por nosotros y en nosotros. Como brazos inseparables de la cruz, un madero hacia las alturas y el otro como un abrazo amplio y sin límites hacia los lados al prójimo, al otro que es mi hermano pues tenemos el mismo Padre.

No sobreviviremos con reglamentos. La Salvación entre nosotros -don y misterio- es la humilde declaración de que vivimos y per-vivimos para siempre porque amamos, y amamos porque Dios nos amó primero.

Paz y Bien 

El regalo de la conversión



Para el día de hoy (25/10/14) 

Evangelio según San Lucas 13, 1-9




Siempre es pertinente recordar/nos que los Evangelios no son crónicas históricas estrictas: no es ese su fin, ni tampoco su constitución. Los Evangelios son relatos teológicos, es decir espirituales, aún cuando se mencione en numerosas ocasiones hechos que puedan tener su correlato histórico y social.
En la lectura para el día de hoy, Jesús de Nazareth hace mención de dos hechos que hoy, más de dos milenios después, no podemos constatar científicamente por vías historiográficas convencionales, pero que podemos suponer la importancia que tenían para los oyentes del Maestro.

Una de esas cuestiones mencionadas es el asesinato de varios galileos en el Templo de Jerusalem por parte de Pilato, el procurador romano. El hecho es terrible: al homicidio cruel, los legionarios romanos añaden la increíble ofensa a la nación judía de mezclar la sangre derramada de los asesinados con la sangre de los sacrificios ofrecidos en el altar del Templo, y quizás a nosotros, mujeres y hombres del siglo XXI, se nos haga difícil captar la profunda significación de estos hechos. Y si bien no podemos constatar este hecho por otras fuentes, es perfectamente acorde al uso brutal del poder que efectuaba Pilato, a su brutalidad ilimitada y a un antisemitismo usual que buscaba constantemente humillar a la sometida Israel. Pero la respuesta del Maestro es desconcertante, no parece demostrar empatía para con los masacrados y más aún, hace un inefable llamado a la conversión; para una cultura férreamente nacionalista como aquella, aparenta no importarle demasiado la brutalidad del ocupante imperial y su conducta injuriosa. 
Esa respuesta entraña una valentía difícil de mensurar, en una circunstancia que normalmente podría desatar las furias de los presentes; en su propia patria chica, los nazarenos intentaron despeñarlo por elogiar a los gentiles.

También Jesús hace mención a otro hecho luctuoso, la muerte de dieciocho jerosolimitanos a causa de del derrumbe de una torre en Siloé. Y la conclusión del Maestro es la misma.

De un lado, galileos probablemente comprometidos con el movimiento zelota, masacrados por los romanos bajo motivos sediciosos. Del otro, pacíficos habitantes de la capital nacional que, sin connotaciones políticas, mueren a causa de un accidente. Simbólicamente, toda la nación judía está comtemplada, el norte galileo, el sur jerosolimitano.
La cuestión raigal no es el espanto de una muerte inesperada, de una muerte injusta, violenta, supuesta como antes de tiempo y su causa. En esa época, la tradición que prevalecía sostenía la idea de una religión retributiva, y de un Dios que amerita o castiga a las gentes según los pecados evitados o cometidos, y para Jesús de Nazareth la desgracia no estriba en el modo de morir, sino más bien en cómo se ha vivido. Valga lo que valga la redundancia aparente, la desgracia proviene de desechar la Gracia.

Podemos pensar al modo de aquella época, justificando de alguna manera las desgracias que acontecen. Podemos también resignarnos ante lo inevitable, y es que todos moriremos.
Pero ambas actitudes ocultan lo que verdaderamente cuenta, y es el vivir, vivir en plenitud, vivir de veras, no apenas sobreviviendo, no afectados por el devenir de los días o las rutinas a las que nos aferramos.

Siempre hay tiempo para ser felices, que no es otro el significado de la plenitud. 
Por eso, en la santa ilógica del Reino, la conversión no es una pauta regulada, normada en manuales o dogmas obligatorios, sino más bien un asombroso regalo, un don concedido sin tener en cuenta méritos, a pura bondad y afecto, tiempo santo para el regreso a los campos fértiles de la Gracia, para que nuestras vidas sean frutales y abundantes.

Ese tiempo inmerecido ha sido generosamente comprado para nosotros a precio de sangre por Jesucristo, nuestro hermano y Señor.

Paz y Bien

Lectores del tiempo




San Antonio María Claret, obispo. Memorial

Para el día de hoy (24/10/14) 

Evangelio según San Lucas 12, 54-59





Muchos de los hombres que escuchaban con agrado y atención al Maestro eran labriegos y pescadores. Por su oficio, no sólo estaban acostumbrados sino que les resultaba imprescindible analizar los signos del clima para poder organizar sus tareas, para que sus esfuerzos no resultaran en vano.
Así, sabían cuando vendrá un día de calor bravo, cuando un aguacero, cuando un viento que les podría voltear sus pequeñas barcas a partir de la interpretación exacta de todas las señales que el tiempo iba arrojando a su paso, día a día.

La lectura que la liturgia nos ofrece en el día de hoy es pequeña pero a la vez muy intensa. Lleva el imperativo impulso del Maestro para convertirnos en agudos lectores del tiempo, de sus signos más profundos, de una realidad trascendente que nos deja señales en el día a día, a cada paso, y que solemos dejar de ver, pero que aún así son señales imprescindibles para permanecer con vida, pero vivos en plenitud, no meros supervivientes aferrados a tablas vanas en los naufragios que nos acontecen o que también solemos provocar.

Entretejidas en la historia humana y en el mapa cierto de nuestras existencias, los signos del Reino, del paso Salvador de Dios están allí, tangibles, evidentes para ojos capaces de mirar y ver, señales que nos dirigen la mirada hacia lo que en verdad hay que prestarle atención, y es que Cristo estuvo, está y estará siempre presente en los grandes hitos de la humanidad y en los aparentes devenires rutinarios del día a día, cristo siempre presente, Cristo salvador, Cristo compañero, lluvia buena de la Gracia que nos fructifica.

Paz y Bien


Corazón sagrado en llamas



Para el día de hoy (23/10/14) 

Evangelio según San Lucas 12, 49-53



Puede resultarnos complicada y hasta muy difícil de aceptar esta imagen bravía de Jesús de Nazareth hablando de manera tan apasionada, con su corazón sagrado en llamas, hablándonos de fuego, de crisis, de divisiones. Tan lejano está de esa fotografía que nos hemos hecho a medida, de un Cristo a veces ingenuo, inocuo, pura dulzura sin conflictos.
Porque Cristo es nuestra paz, pero no es nuestro sedante. Nos mueve y con-mueve sin resignarse jamás pero a la vez sin ceder a la tentación de la violencia.

En tanto que seguidores, amigos y hermanos de Cristo, nuestra vocación y nuestro horizonte es el Reino de Dios y la búsqueda incansable e insaciable de la justicia. Y ello apareja choques y riesgos a menudo extremos con los poderes del mundo.

La búsqueda del Reino es entrañable, nace desde las mismas honduras, no admite medias tintas ni tibiezas, fuego puro del Espíritu que nos enciende estas vidas que tanto se nos adormecen. 
Como los dolores de parto, que preanuncian la vida nueva en ciernes, han de existir fricciones y dolores y hasta separaciones, claro que sí. No es que se deseen, quizás se trate de consecuencias necesarias toda vez que nuestros pasos se encaminan a una vida nueva, que implica también relacionarnos con el prójimo de un modo novedoso y santo.

La fidelidad a la Buena Noticia es como una pequeña llama en medio de la oscuridad: pone en evidencia incuestionable el sitio en donde habitan las sombras. Allí está la división primera, que no es acusatoria, sino que es evidencia de quien se pone del lado de la vida y el amor y de todo aquel que supone a los demás como objetos a utilizar en provecho propio, escalones a pisar para ascender, materiales descartables por los que Dios no pasa.

En la Escritura, el fuego es el símbolo de la presencia sagrada.
Quiera Dios que toda la tierra se encienda de estos fuegos. Y que felizmente debamos descalzarnos más a menudo, ante la presencia de Aquél que nunca deja de buscarnos y cuyo rostro resplandece en los más pequeños.

Paz y Bien 

El administrador fiel





San Juan Pablo II, papa. Memorial

Para el día de hoy (22/10/14) 

Evangelio según San Lucas 12, 39-48




A pesar de tantas vueltas, discursos, razonamientos y bibliotecas, todo se decide en la fidelidad, y es un término que tiene la misma raíz que la fé, es decir, fides, intrínsecamente ligados por el mismo amor que es esencia del Dios de Jesús de Nazareth.

Así entonces, el primer distingo de todo administrador honesto es que sabe bien que lo que administra no le pertenece. No se apropia jamás de lo que es ajeno, y pone toda su capacidad y todo su corazón al servicio de eso que se le ha confiado en el insondable contrato de la bondad. Sabe bien que no hay espacio para mezquindades, y que a pesar de todas las lógicas mundanas -la mezquina ratio del costo/beneficio-, está muy bien des-vivirse por los demás.

Un administrador fiel nunca olvida que el Dueño ha de regresar. En ese regreso se establece su horizonte, y más aún: Él ya está de regreso, ahora mismo. Por ello se mantiene en contacto permanente con Aquél que le ha confiado tanto, para saber qué hacer y cómo hacerlo. Es lo que conocemos como oración, escucha y plegaria.

Un administrador fiel nada exige, pues la confianza que se ha depositado en él es un pago infinito, asombrosamente desproporcionado, maravillosamente ilógico. Un administrador fiel es un hombre feliz por esa confianza que -él lo sabe en las honduras de su alma- no merece, y que sin embargo se le renueva con rotunda determinación familiar, cuestión de Padre y de Madre también.
Esa alegría inmensa de la confianza concedida deviene en servicio y en esperanza compartida con sus hermanos, y tenderá puentes, y reunirá a los dispersos, y conciliará los corazones enfrentados.

Un administrador tan fiel como San Juan Pablo II y tantas mujeres y tantos hombres que administran con pasión la Gracia de Dios.

Paz y Bien







 
 

Espera atenta



Para el día de hoy (21/10/14) 

Evangelio según San Lucas 12, 35-38



Para ahondar en la enseñanza del Maestro, es preciso remontarnos a los tiempos de su ministerio; en la Palestina del siglo I -y antes también- la vestimenta usual se componía de una túnica principal que se pasaba por la cabeza y que, a su vez, tenía sendos orificios para los brazos, llegando hasta las rodillas o más abajo. Entonces, esos ropajes cuasi talares habían de ceñirse al cuerpo mediante una tela, un cinturón o un cíngulo de cuerda para permitir la libertad de movimientos, para moverse sin dificultades. Y las lámparas de aceite eran imprescindibles para poder andar en la noche, para no tropezar en la oscuridad.

Pero además de estas simples consideraciones prácticas, para sus oyentes judíos tenía también un significado simbólico muy especial, pues remitía la memoria colectiva a la noche de la Pascua primera, del comienzo del éxodo, del inicio de la liberación de la esclavitud.

La bienaventuranza que expresa Jesús de Nazareth es bendición de Dios para la felicidad: felices los despiertos, felices los atentos, felices los que esperan en Dios y a Dios. Siempre listos y dispuestos, porque estamos de paso, peregrinos confiados en un horizonte irrevocable de eternidad y liberación.

Porque Cristo regresará a consumar la historia, llevándola de su mano a la plenitud. Y Cristo ya está regresando, ahora mismo, habitando gustoso los corazones de los que se atreven a amar, esos mismos que mantienen encendidas sus lámparas a pesar de todas las noches cerradas, con el aceite de la compasión y la misericordia.

Paz y Bien

Lo que no nos llevaremos




Para el día de hoy (20/10/14) 

Evangelio según San Lucas 12, 13-21



En los tiempos de la predicación de Jesús de Nazareth, lo que nosotros consideramos religioso y secular no estaba tan claramente diferenciado y más aún, las cuestiones religiosas influían directamente sobre la vida cotidiana, sobre el derecho a aplicarse, sobre la resolución legal de conflictos; y en ese orden de ideas, toda autoridad religiosa, además de ocuparse puntualmente de temas de culto y exégesis, también actuaban como jueces o árbitros en cuestiones específicamente sociales.
Por eso mismo, es que acude al Maestro un hombre con el requerimiento de que actúe de ese modo descrito, como juez y como árbitro frente a un conflicto de intereses hereditarios con su propio hermano, toda vez que Jesús era reconocido por las multitudes como un rabbí, como un maestro de las cuestiones de la fé y por tal apto a la hora de dirimir ese tipo de conflictos.

El Maestro se niega a aceptar intervenir en la querella. No le gustaba ese rol que solían adjudicarle. 
Pero además en esa situación contenciosa no se discuten las cuestiones principales, que son la codicia y la fraternidad. No se trata aquí de cosas o bienes a poseer, sino más bien de cosas o posesiones que se han apoderado de los corazones.
Porque el materialismo es causa de sacrificios humanos, pues en el ara del egoísmo se sacrifica al prójimo.

Cuando el otro no es mi hermano, directamente se resiente y lesiona el vínculo filial con Dios, aún cuando el rico de la parábola ofrecida haga gala de cierta pátina e cautela, prudencia y previsión.
Sólo es rico quien busca sin descanso el Reino de Dios y su justicia. A la hora de irnos de estos campos, ninguna cosa nos llevaremos.

A la hora de partir, lo único que contará será la caridad que hemos sido capaces de encarnar en nuestras existencias y en lo cotidiano.

Paz y Bien


Lo que no puede comprarse



Para el día de hoy (19/10/14) 

Evangelio según San Mateo 22, 15-21




Mucho se ha escrito y expresado acerca de lo que nos ofrece la liturgia de este domingo a través del Evangelio según San Mateo. La obediencia a las autoridades civiles, la licitud del pago de los impuestos, la separación de la Iglesia del Estado, todas ellas razonables y necesarias de reflexión, aunque los indicios, signos y símbolos, apuntan hacia otro lado.

Las cuestiones del poder a veces suscitan las alianzas más extrañas y contradictorias. Así, veremos en una misma postura hostil y tramposa hacia Jesús de Nazareth a herodianos y fariseos, habitualmente enemistados y aquí socios fervorosos. Es que los partidarios de Herodes reivindicaban los derechos imperiales romanos, toda vez que el César avalaba y garantizaba la corona de su vasallo Herodes; se trataba de una cuestión de conveniencias y privilegios. Por otra parte, los fariseos renegaban de cualquier contacto con los extranjeros, pues ello implicaba quebrantar las estrictas normas de pureza que regían religiosamente sus vidas, y en cierta forma despreciaban al opresor romano que humillaba a la nación judía.

La pregunta es falaz, pues cualquier respuesta traerá aparejadas al rabbí galileo consecuencias funestas. La negativa al pago de tributos es un crimen capital de sedición para el ocupante romano; y en la zona se encuentran estacionadas dos legiones a disposición del pretor para hacer cumplir la ley. Del mismo modo, una respuesta afirmativa implica legitimar, frente a esas multitudes que siguen al Maestro, al imperio que somete, explota y humilla al pueblo de Israel.

Pero esos hombres, fariseos y herodianos, olvidaban lo que Jesús de Nazareth pensaba acera del dinero, y que no se guardaba de expresarlo abiertamente.

La conclusión es tan evidente que solemos pasarla por alto, y es que las cosas del César no son ni tienen en nada que ver con las cosas de Dios.

Por eso es cordialmente natural que Cristo remita al César ese denario que a su vez lleva grabada la efigie del emperador, con títulos que lo deifican. Porque con la acumulación de esos tributos el César aumentará su poder, comprará voluntades y lujos, sostendrá legiones.

Ese denario y todos los denarios de todos los tiempos nada tienen que ver con el Reino. Más aún cuando el dinero pierde su carácter meramente instrumental y deviene en un fin en sí mismo.

Porque las cosas de Dios, la eternidad, la justicia, la solidaridad, la compasión y el amor no tienen precio ni pueden comprarse.

Paz y Bien 

La vida de Dios compartida




San Lucas, evangelista. Memorial

Para el día de hoy (18/10/14) 

Evangelio según San Lucas 10, 1-9




Si la conversión es el éxodo, el peregrinar de la esclavitud a la gloriosa libertad de las hijas y los hijos de Dios, sin lugar a dudas la misión es un perpetuo Adviento, ir allanando los senderos, preparando los surcos para la siembra santa, para despertar los corazones adormecidos y las almas resignadas porque Aquél que todos esperan -aún sin saberlo- está llegando. Y más aún, ya está entre nosotros.
Como Adviento, la misión ha de estar revestida de paz y con un manso tenor de alegría, fermento indispensable, vino del mejor para la fiesta de la vida.

Pero también hay una urgencia. Se trata de algo impostergable, urgentísimo, ni un instante puede desperdiciarse; en parte, se debe también al rotundo contraste entre nuestras mínimas existencias y la inconmensurable eternidad divina, que nos desnuda la exigua longitud de nuestros días.

En la tradición semítica, y especialmente bajo la ley mosaica, eran necesarios dos testigos con el fin de asegurar la verosimilitud de un testimonio, su fiabilidad, su veracidad incuestionable. Por eso la simbología de los enviados de dos en dos, pues la misión es misión de liberación pues se enarbola humildemente la verdad primordial, porque solos nada podemos, y porque especialmente la misión es comunitaria.

Quienes se hacen fieles a esta vocación misionera que es la vida cristiana, se aferran al absoluto que es Dios, a su bondad y providencia. Por ello mismo, no han de preocuparse por las cosas, equipajes y tantos otros menesteres razonablemente planificados. Ante todo, se trata de que los pies sean impulsados por la confianza de no ir solos, aún cuando se vaya abriendo huella en terrenos demasiado hostiles y peligrosos.

No se trata de hacer adeptos ni de sumar afiliados. Se porta una luz que no es propia, se lleva en el corazón una bendición que excede cualquier mensura, una bendición que hace que toda la tierra se haga santa, porque el Dios de Jesús de Nazareth se ha hecho hombre, se ha hecho historia y tiempo fecundado de infinito.

Y todo ese bien que puede prodigarse, merced a ese amor insondable de un Dios revelado como Padre y como Madre, es la alegría mayor y definitiva de que la vida de Dios, por Cristo y para siempre, es vida compartida, causa de toda felicidad, plenitud divina que por ello mismo es plenitud humana.

Paz y Bien

Vidas y corazones opacos




San Ignacio de Antioquía, obispo y mártir. Memorial

Para el día de hoy (17/10/14) 

Evangelio según San Lucas 12, 1-7




La advertencia de Jesús no es menor. En esa multitud que se agolpa hambrienta de verdad, entre los discípulos, podemos descubrirnos a nosotros mismos expectantes también, inmersos en un mundo que se afana en superficialidades vanas y banales que sólo tienen por fruto la inhumanidad y la injusticia.

Él llama a despertarse contra el peligroso sopor de la hipocresía; en su raíz etimológica -hypokrisis- significa literalmente responder con caras fingidas, con máscaras, o sea, actuar lo que no se es. Es conservar una pátina agradable, simpática y a menudo convincente, pero que por debajo de ella se esconde lo perverso, lobos disfrazados de ovejas, corrupción, muerte, la pura exterioridad elevada a la máxima potencia.

Precisamente la hipocresía es la levadura de los fariseos. Las levaduras no se definen por ser fermento, sino más bien por el pan que a partir de ellas se obtiene. Y el pan de los fariseos es un pan individual, producto de egos inflamados, pan para unos pocos que no alimenta, un pan que separa, un pan que intoxica, un pan que vuelve opacas vidas y corazones. Como ciertos vidrios, existencias así no traslucen la luz del sol, sino reflejos tergiversados y convenientes en donde no cuenta el nosotros, en donde no hay espacio para el hermano ni, mucho menos, para Dios.

En cambio, el pan de Cristo -producto de la levadura del Reino- es el pan de la mesa grande, de la abundancia de la bondad, de la previsión por los que no llegan, de la vida compartida como algo digno de celebrarse en una fiesta inmensa a la que todos están invitados, un pan que alimenta y sustenta la existencia desde la cotidianeidad hacia la eternidad que se entreteje en nuestro aquí y ahora.
Se trata de un pan asombroso que nos vuelve transparentes a una luz que no nos pertenece, y que a todos los rincones debe iluminar. Se trata del pan que nos ensancha el pecho y nos clarifica la mirada, por el que nos damos cuenta de que todos somos hijas e hijos, valiosísimos en el corazón inmensamente sagrado de Dios. 
A su mirada de Padre y Madre amoroso, todos, sin excepción, somos importantes, valiosos, únicos.

Que nunca nos falte el pan de Cristo, el pan de Vida, el hacernos pan para el hermano.

Paz y Bien

Una voz libre




Santa Margarita María Alacoque, virgen. Memorial

Para el día de hoy (16/10/14) 

Evangelio según San Lucas 11, 47-54




Un profeta, hombre que en su voz lleva el fuego y la libertad del Espíritu de Dios, jamás calla ni somete su voz. Mucho menos, morigera sus tonos por conveniencias, esa torpe costumbre acomodaticia hoy conocida como corrección política. Un profeta es un hombre de voz libre que anuncia las cosas de Dios y también denuncia todo lo que se le opone, es decir, todo lo contrario a la vida, a la justicia, a la libertad.

Jesús de Nazareth lleva a su plenitud las antiguas tradiciones de los profetas de Israel, siendo Él mismo un hijo fiel y cabal de su pueblo. No es un arribista ni un trastornado que busca deliberadamente la confrontación por la confrontación misma, una enfermiza agudización de las contradicciones. Las cosas como son en verdad, sin eludir ninguna consecuencia.
Así, sus palabras causan asombro: en la propia Jerusalem, en el sitio en donde se afirma el poder político y religioso de Israel, la ortodoxia y el unicato de dirigentes que a nadie escuchen, en sus mismos rostros les endilga lo que todos saben y nadie dice en voz alta. Esos hombres son asesinos de hecho o cómplices de homicidios de justos, esos hombres son opresores de sus hermanos, esos hombres son tumbas que andan, pues por fuera tienen una apariencia límpida y elegante, cuando en realidad sólo esconden en su interior corrupción y muerte.

Fariseos y doctores de la Ley, ambos afanosos defensores de la imagen de Dios que habían creado a su propia imagen y semejanza. Un Dios escondido en lejanías que ellos mismos escinden cada vez más. Un Dios vengativo y castigador, que puede manipularse mediante la acumulación de méritos piadosos y cumplimientos preceptuales, un Dios para unos pocos que excluye a tantos, un Dios al que se accede mediante cierta erudición de la Palabra detentada por una selecta élite que a la vez torna infranqueable el paso del conocimiento para el pueblo.
Es menester tener prudencia: esos hombres eran, a su modo, profundamente religiosos. Además de todos su gravosos errores y miserias, sostenían que defendían a Dios...como si éste necesitara defensa alguna.
Esos hombres hablaban de una caricatura, de una fotografía trucada, pero en nada tenían que ver con el Dios de Jesús de Nazareth, un Dios Padre y Madre que dispensa bendición y Salvación como el rocío del alba, un Dios que sale a buscar a sus hijas e hijos extraviados, un Dios que se inclina con entrañable afecto hacia los pobres y los pequeños, un Dios que inaugura su Reino como mesa grande, inmensa, fiesta de la vida para el pueblo.

Jesús de Nazareth no cedió ni al miedo ni a las conveniencias, aún cuando la sombra ominosa de la cruz estuviera allí, tan terrible y voraz.
Ay de nosotros si guardamos silencio cuando hay que hablar, desde la verdad, la justicia y la libertad.

Paz y Bien

Nuestro fariseo interior




Santa Teresa de Jesús, virgen y doctora de la Iglesia

Para el día de hoy (15/10/14) 

Evangelio según San Lucas 11, 42-46



Si dejamos en suspenso por un momento las circunstancias históricas y religiosas del surgimiento de los fariseos y su particular influencia en el siglo I en la Palestina del ministerio de Jesús de Nazareth, nos queda para nuestra reflexión su ética y su religiosidad.
Y tristemente podemos percibir que no es una corriente o actitud religiosa acotada a una época determinada, sino más bien que persiste y que tiene raíces en nuestros corazones, a menudo con una conformidad feroz.

Es que ese fariseo que nos persiste es la minuciosidad en el cumplimiento de los preceptos y normativas, cierta puntillosidad ritual y una rigurosa adhesión dogmática. Todo ello, claro está, no está mal: en un tiempo como el nuestro, oscilante entre lo banal y lo relativista, afirmarse en esas cuestiones puede ser necesario y útil. Los problemas comienzan cuando esas actitudes y posturas devienen en lo único a ser tenido en cuenta, y así la fé traduce en la creencia en un Dios de premios y castigos, un Dios punitivo con la gran mayoría y premiador de unos pocos, un Dios alejado cuya voluntad se manipula mediante las prácticas piadosas.
Junto a ello, y en esos afanes fundamentalistas, surgen también las mentes críticas. Pero no se trata de un espíritu crítico, en el esfuerzo fraternal de buscar la verdad que libera, sino antes bien de señalar las briznas en todos los ojos ajenos. Jamás las vigas en los propios.
Es el vayan y hagan, es la declamación de lo que deben hacer los otros, es la fé sometida solamente el domingo, templo adentro, fé sin conversión que por ello se transforma en creencia común, sin trascendencia.
Es la religiosidad que reniega del prójimo pues sólo es capaz de encontrar algunos pares.
Es un corazón en donde está ausente lo que cuenta y decide, la compasión, la misericordia, la justicia, frutos mejores de la Palabra.

La postura del Maestro hacia fariseos y otros dirigentes religiosos siempre fué demoledoramente crítica. Pero es menester no perder de vista que no se trataba solamente de una tala que derriba, sino la angustia de ese Cristo que suplicaba la conversión de esos hombres de corazones petrificados.

Es imprescindible que el Maestro vuelva a repetir con voz fuerte esos ayes. Para despertarnos, y que nos duela, nos moleste, nos conmueva, para regresar y converger -convertirnos- a Dios y al hermano.

Paz y Bien

Cuando se agotan las formas




Para el día de hoy (14/10/14) 

Evangelio según San Lucas 11, 37-41




Uno de los grandes motivos de controversia entre Jesús de Nazareth y los fariseos radicaba en la estricta observancia que realizaban estos últimos acerca de las normas y preceptos religiosos, establecidos por tradiciones y, muy a menudo, definidos por ellos mismos.
Esto implicaba la repetición a ultranza de gestos y ritos con exactitud y precisión, sin reflexionar demasiado -o nada- por su sentido o trascendencia: había que hacerlo y punto, cada uno era un rito reconocido y establecido que se cumplía a rajatabla.

En realidad, escondían tras de esa rigurosidad la creencia de que la Salvación, la bendición de Dios, era algo a obtenerse por los méritos acumulados, por las acciones piadosas. Y no está mal, claro está, llevar una vida piadosa en todos los ámbitos de la existencia.
El grave problema es suponer que la Salvación se obtiene a través de una matemática religiosa, y eso conlleva a afincarse en la pura exterioridad, descuidando la tierra fértil de los corazones.

Porque con Cristo se ha inaugurado el tiempo de la Gracia, de lo gratuito, de lo dado a pura generosidad y bondad, tiempo de amores, tiempo de la Salvación sin fronteras.

El conflicto entre el Maestro y el fariseo extrañado porque Él no realiza las abluciones previas a la cena habla de ello, y refiere a las formas perimidas, formas agotadas no tanto por antiguas sino porque se quedan en la superficie y no involucran un cambio profundo.
Porque el rito primero es la compasión.

Lo que cuenta y decide es todo lo que se hace con el fin de purificar el corazón de las cizañas del egoísmo, del yo antes, yo primero, yo sin prójimo. El modo es a través de la limosna, es decir, del darse a sí mismo, y no dispensar lo que sobra.

Pero más aún, no preocuparse demasiado por todo lo que suponemos que hacemos por Dios, sino antes bien, descubrir agradecidos todo el bien que Dios hace y hará por nuestras existencias.

Paz y Bien

Abandono y confianza



Para el día de hoy (13/10/14) 

Evangelio según San Lucas 11, 29-32



Lejos de toda valoración moral, la intencionalidad de esos hombres que requerían de Jesús de Nazareth un signo que certificara su condición mesiánica refiere a esa necesidad de ver para creer, es decir, exigirle a Cristo que proporcione una prueba constatable, palpable por los sentidos y la razón.

Pero esos hombres también exigían un signo porque se consideraban interpretes válidos y únicos de toda verdad religiosa, fedatarios de toda ortodoxia, y el rabbí galileo -consideraban- tenía la obligación de someterse a su escrutinio. Y más allá de una lógica necesidad humana de saber y conocer, quedarse en el terreno de los signos sin viajar a los planos simbólicos, implica quedarse en las limitadas áreas cerebrales, y desertar del viaje santo hacia la tierra prometida de la trascendencia, que no puede acotarse ni mensurarse, y por ello es ámbito de la fé.

La fé es ante todo don y misterio. Pero en nuestros arrabales se enraiza en abandono y en confianza. En abandono de toda cómoda certidumbre menor -tan a menudo banal-, y en confiar cordialmente en el paso salvador de Dios por cada existencia, recinto ilimitado de verdad y amor y por ello, casa inmensa de justicia y liberación, de eternidad en el aquí y el ahora.

Desde esa postura de mujeres y hombres frutales -pues todos somos tierra fecunda que anda- no deviene necesaria la búsqueda de señales pues todo está allí, evidente a la fé y al amor, en la cercanía inmediata de los corazones.
Cristo ha abierto las puertas a esa tierra prometida de la Salvación y la vida por siempre; en nosotros, nuestros pasos rectos y eficaces han de recorrer senderos de conversión.

Paz y Bien

En las encrucijadas de la vida




Para el día de hoy (12/10/14) 

Evangelio según San Mateo 22, 1-14



La lectura que la liturgia para el día de hoy nos ofrenda posee dos aspectos muy importantes. 

Como si fuera un acorde colorido en una maravillosa sinfonía, nos descubrimos asombrosamente invitados por Dios con invitaciones personales, intransferibles -con nuestros nombres y apellidos- a la su gran celebración, al ágape, a la fiesta de la existencia en donde todos tienen sitial, en donde se celebra la vida, la paz, la justicia, el amor.
El signo es inequívoco: hemos sido soñados y convidados a perpetuidad para la alegría y la felicidad, con todo y a pesar de todo y de todos. Y aunque sepamos que somos pequeños y mínimos, Alguien nos espera aún cuando estemos a la deriva, extraviados por senderos confusos, en junglas de tristeza y de preocupaciones fútiles. Y se nos espera no por los méritos acumulados sino por el afecto entrañable de quien nos viene invitando desde siempre.

La otra cuestión fundante es la universalidad de esa invitación, y ello compromete. La invitación también es misión que moviliza, una Iglesia con vocación galilea y samaritana, desde las periferias de todas las existencias, los márgenes siempre sospechosos en donde nada bueno pasa ni se espera. Allí, en las encrucijadas de la existencia, agonizan los dolientes, los olvidados, los descartados, y languidecen con monótona rutina sin cambios buenos y malos, justos y pecadores, creyentes e incrédulos.
Precisamente, para el Dios de Jesús de Nazareth es allí en donde el envío de esas invitaciones tan personales ha de tener prioridad, y así la misión, la Evangelización, es misión de rescate y esperanza.

Pero también hemos de prestar atención a un distingo crucial, y es que esos invitados -todos nosotros- no han de ser espectadores pasivos, marionetas semicreyentes que dejan que todo suceda ante su mirada a veces atónita. El convite implica un compromiso desde el mismo momento en que puede aceptarse, rechazarse o ignorarse, y ello tiene sus consecuencias.
Porque no hay que desperdiciar esto que se nos ha concedido en cordial comodato y que llamamos existencia, y todas las sinrazones y desprecios conducen al menoscabo y a los horrores.

Es menester, quizás, volver a revestir el corazón de manera adecuada, para que la existencia vuelva a ser motivo de celebración antes que un mero acontecimiento biológico o social. Porque somos tierra fértil fecundada por el Espíritu de Aquél que jamás dejará de buscarnos.

Paz y Bien 

Bienaventurada




San Juan XXIII, papa. Memorial

Para el día de hoy (11/10/14) 

Evangelio según San Lucas 11, 27-28



Quizás esa mujer que eleva su elogio en medio de la multitud fuera una paisana nazarena. O tal vez una vecina de Cafarnaúm, en donde el Maestro habitualmente enseñaba, o de Caná de Galilea, en donde su madre era conocida. Ciertas historias difusas -apócrifas- hasta le adjudican origen preciso y un hijo llamado Dimas, con tendencia zelota.

Más allá de todo ello, vayamos por la vereda sencilla, que por ello mismo no deja de ser profunda: se trata de una mujer, probablemente una madre, la que en realidad se dirige a otra mujer como ella a través del Hijo, un Hijo que suscita en ella asombro y admiración. Es una dicha compartida entre mujeres, entre madres, ellas y sólo ellas son capaces de comprenderle en las honduras de su significado, en sus entrañas, en su afecto y su sangre.
No podemos sino sumarnos a ese gozo incontenible, bendito sea el Hijo de María, y benditos sean también todos nuestros hijos, que amamos más que nuestras propias vidas.

Pero el Señor vá más allá porque es el tiempo de la Gracia, y hay más, siempre hay más.
Sin lugar a dudas María de Nazareth es bendita por haberlo llevado en su seno, por haberlo criado y cuidado, por lucir con genuino y humilde orgullo su condición de madre.
Pero María de Nazareth es mucho más, es Bienaventurada, es plena, es feliz para siempre porque ha escuchado con atención la Palabra de Dios y la ha conservado en la tierra sin mal de su corazón nobilísimo y puro.

María de Nazareth es Bienaventurada por Madre y por discípula, una creyente con una fé pródigamente frutal, una fé que se expresa en lo concreto, en lo cotidiano, que no se queda en la declamación o en abstracciones a las que uno se adhiere, sino que es el Espíritu Santo que la transforma, clave de todo destino, vino de todas las alegrías.

Y junto con María de Nazareth, justo y necesrio es recordar con afecto entrañable a un hombre de frutos santos, Angelo Giuseppe Roncalli, San Juan XXIII, que supo descubrir el paso salvador de Dios en su corazón y en su ministerio, y que nos ha legado el rostro joven y de mesa grande de la Iglesia del Concilio Vaticano II. Bienaventurado entonces también Juan, el Papa Bueno, tan de Dios y tan de su pueblo, todos nosotros.

Paz y Bien

Falacias



Para el día de hoy (10/10/14) 

Evangelio según San Lucas 11, 15-26




En el ámbito de la lógica clásica, las falacias son argumentos que tienen apariencia de validez pero que de ella carecen, a la vez de ser razonamientos que inducen -deliberadamente en muchos casos- a error. 
Dentro de las distintas falacias, una de las más distintivas y usuales es la llamada argumentum ad hominem, en donde se cuestiona  la veracidad de una afirmación o postulado o enseñanza atacando moralmente a quien sostenga tal postulado. Su trampa estriba en no verificar la veracidad primordial o su evidencia, y es una constante en los submundos políticos y religiosos.
Para muchos, desacreditar a una persona es un pingüe negocio y una herramienta cabal, hasta necesaria, sin importar el bien que haga o pronuncie.

Jesús de Nazareth no fué ajeno a estas manipulaciones crueles. Escribas, fariseos y doctores de la Ley preferían endilgarle todo tipo de rótulos terribles antes que inclinar sus corazones ante la evidencia del bien que brindaba en abundancia, y así buscaban dos objetivos: desacreditarlo ante el pueblo e instalar un argumento necesario y suficiente para condenarle. De ese modo lograrían que el Maestro estuviera aislado y pudiera ser suprimida su voz profética, su voz nueva de Salvación.

Pero en general las falacias no son tan sutiles, y alcanza con tener la mirada atenta para derribar esas edificaciones fútiles y estériles. Es lo que hace el Maestro con el carácter demoníaco que le adjudican a su ministerio salvador.

Quizás, más grave aún es la telaraña que se enquista en los corazones de esos hombres falazmente juiciosos. Pues sólo la verdad nos hace libres, y en el nuevo tiempo de la Gracia, no importa tanto ser libre de como más bien ser libre para.
Porque la verdadera liberación es el paso de la servidumbre al servicio.

Paz y Bien

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