Galilea, en donde todo comienza



Para el día de hoy (07/01/15) 

Evangelio según San Mateo 4, 12-17. 23-25



Jesús de Nazareth sabía leer mejor que nadie los signos de los tiempos, porque sabe que la historia está fecunda de eternidad. Él conoce bien que es kairós, tiempo santo de Dios y el hombre pleno de signos definidos no por secuencias predeterminadas -días, meses, calendarios- sino por hechos o sucesos específicos que orientan mirada y corazones hacia una realidad trascendente y única de momento propicio y tiempo cumplido.

Por eso, al enterarse del arresto del Bautista, decide irse a Galilea y desde Cafarnaúm comienza su ministerio. Las especulaciones acerca de los motivos que llevan a Jesús de Nazareth a tomar esta decisión y actuar de este modo puede ser útiles, pero de ningún modo agotan o resuelven estas cuestiones: se trata del anuncio del Reino de Dios que ya está muy cerca, presente, humilde y pujante entre nosotros, y que no puede contenerse entre los acotados parámetros de la razón.  

Así se nos presenta Galilea como el lugar en donde todo se inicia, en donde acontece el giro de la historia humana que ha de marcar una encrucijada agraciada para la humanidad. Nos encontramos frente a una geografía de la Salvación que no remite a los trazos fronterizos y a los mapas puntuales, sino más bien a espacios y ámbitos teológicos, es decir, espirituales.

Galilea, en tiempos del ministerio del Maestro, es una provincia ubicada al norte de Israel; por su misma ubicación, ha sido vía de acceso para varias invasiones militares de los enemigos históricos de la nación judía, y en algunas ocasiones ello supuso el destierro de su población original y su reemplazo por colonos extranjeros, paso previo a cualquier anexión política. En el tiempo de Cristo, una franja extensa de la provincia se encuentra poblada por extranjeros/gentiles, y eso implica para el criterio exclusivista de las autoridades religiosas jerosolimitanas -y para los judíos de la provincia de Judea- que los galileos son un pueblo mezclado e impuro, teñido de ajenidad, por lo cual su fé será siempre puesta bajo sospecha. De un sitio así, en esa ratio sectaria, está predeterminado que nada bueno puede esperarse, mucho menos el Mesías que anuncian los profetas de tantos siglos.
Galilea también ostenta una significativa brecha social de injusticia: la tierra, mayormente, está en manos de unos pocos latifundistas y terratenientes, lo que tiene por consecuencia que la gran mayoría viva en la pobreza, apenas eludiendo la miseria, apenas sobreviviendo.

En esa sintonía de geografía espiritual, hemos de regresar a esa Galilea en donde todo comienza. El Reino de Dios surge humilde pero con una constancia imparable desde la periferia de donde nada bueno se espera, allí mismo en esos sitios que ya, de antemano, se los presupone estériles o contaminados. Y muy especialmente entre los pobres, entre aquellos para los que no hay nada nuevo ni bueno.

Volver a Galilea significa convertirse, converger al corazón sagrado de Cristo que enciende luces en donde campean las tinieblas, luz de esperanza y compasión, la asombrosa luz de la Gracia que es justicia, fraternidad y sobre todo amor que se encarna en los más pequeños.

Paz y Bien

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