La luz de las naciones



La Presentación del Señor

Para el día de hoy (02/02/15) 

Evangelio según San Lucas 2, 22-40




Jesús de Nazareth es llevado por sus padres al Templo de Jerusalem para cumplir con las tradiciones de su pueblo y con sus obligaciones religiosas. Son judíos galileos, se les nota en el acento, y son muy pobres: como ofrenda sacrificial llevan un par de pajaritos, pues no pueden adquirir nada más. Han de realizar dos rituales: la purificación de la parturienta y la consagración o rescate del primogénito.

Es extraño, muy extraño. La más pura acude a purificarse, el Redentor acude para ser rescatado, el Santo se acerca a ser santificado.
En realidad hay una señal cierta y un símbolo latente: el Salvador no es una abstracción, sino una persona concreta, enraizado en la cultura y la memoria de su pueblo. La Presentación del Señor es la ratificación de un Dios que se entreteje amorosamente en la historia humana, levadura humilde que fermenta toda la masa para un destino de pan bueno.

El Templo al que han llegado es enorme, imponente en sus ornamentaciones, en sus lámparas votivas, en el oro que refulge. Y ese niño es tan pequeño que parece perderse en la mera comparación. Pero está aconteciendo un éxodo profundo, silencioso, definitivo.
A Dios no se lo encontrará en la pompa y en los rigores cultuales, ni será su morada única y exclusiva ese Templo de piedra. 

Dios se revela en una persona, en un bebé pequeño, templo latiente floreciente de sencillez por el que cada hombre y cada mujer se transformarán a su vez en templos vivos del Dios de la vida. Porque a Dios no se le encuentra en doctrinas ni se procura su favor mediante la piedad: a este Dios que se revela y se comunica se lo encuentra en Cristo, Palabra que se hace carne, persona, historia, niño en brazos de su Madre.

La luz de las naciones resplandece allí, pero la multitud abigarrada está ocupada en demasiadas cosas. Sólo los corazones fecundados por la fé saben mirar y ver, erguidos en plenitud y esperanza.

La tradición rememora a Joaquín y Ana como los padres de María, y el Evangelista Mateo a Jacob como el padre de José, pistas de abuelos de ese niño presentado en el Templo.
Pero es un tiempo nuevo, y los vínculos familiares no se definen por la sangre o el clan sino por el espíritu, en las honduras de los corazones. Allí, en medio de ese mar de gentes, con el incienso que todo lo perfuma y el humo de los sacrificios que tiñe el aire, dos pares de ojos mayores son capaces de la gran maravilla del encuentro.
Son los dos abuelos de ese Cristo en la sintonía de la Gracia, Ana y Simeón, tan cercanos a la muerte para muchos, tan vivos y plenos para nosotros. Y cada vez que acontece un encuentro en el que nos reconocemos tal cual somos, florece una serena alegría y el aire se purifica a pura profecía.

Luz de las naciones es ese Bebé Santo, amor de un Dios que revierte la historia, la fecunda, la transforma, la renueva y rescata desde los pequeños, los que no cuentan, tiempo de niños o, mejor aún, tiempo de mujeres y hombres con corazón de niño que portan en sus almas las llaves del Reino que nos sucede aquí y ahora.

Paz y Bien



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