Lázaro a nuestra puerta




Para el día de hoy (05/03/15) 

Evangelio según San Lucas 16, 19-31



A pesar de la terrible situación narrada, la parábola que el Evangelio para el día de hoy ofrece -aún cuando se deje de lado su cariz teológico- es una obra literaria magnífica, en la que es menester poner especial atención a su carga simbólica que nos sumerge en las honduras trascendentes del Espíritu, irse navegando en ese mar sin orillas de la Palabra.

Así entonces, lo que suele ser considerado como usual por defecto no lo es tal. Tradicionalmente se identifica al rico como Epulón o Dives y al pobre como Lázaro, y es una cuestión clave a dirimir. Epulón y Dives son adjetivos antes que apelativos, el primero de ellos traduce del latín el término banqueteador y, en el caso de dives, simplemente significa en latín rico, de gran riqueza.
En realidad, en ningún momento el rico es llamado por su nombre, mientras que por entre todas las parábolas del Maestro, Lázaro -que significa Dios sana o Dios ayuda y proviene del arameo Eleazar- es el único reconocido con nombre propio. 
En el corazón del Maestro tienen rostro y nombre, constantemente, aquellos que nadie reconoce ni recuerda.

Contrariamente a los estereotipos usuales, el rico de la parábola no es un opresor habitual, ni un explotador de trabajadores, ni un avaro empedernido, nada de eso siquiera se sugiere. Viste de púrpura y lino, signos romanos de estatus social elevado el color, y el lino fino propio de las gentes de altísimo poder adquisitivo. Celebra a diario banquetes espléndidos, y en el contexto social e histórico de Israel del siglo I, en donde se come algo de carne una vez a la semana con mucha suerte, expresa una indulgente pereza, un tranquilo qué me importa a lo que le circunda.
A su puerta, a un palmo de distancia, languidece de miseria Lázaro. Esa puerta que los separa es infranqueable, pues en el alma del rico hay un abismo, una ausencia demoledora de puentes hacia el prójimo.
Nosotros, mujeres y hombres del siglo XXI, tenemos asimilada con gratitud la idea afectuosa de las mascotas: pero aquí los perros tienen la carga simbólica de lo impuro, de lo más bajo. Lázaro, a contrario del hombre de los banquetes, sólo viste llagas, y éstas a su vez sólo las reconocen los perros, los imposibles que se aprovechan de sus dolencias como si fuera algún bocado eventual y menor.
Lázaro ansía comer lo que cae de la mesa del banqueteador: era usual en ese tiempo utilizar la miga de pan para limpiarse los dedos llenos de grasa. Esa imagen es la existencia paupérrima que suplica, aunque sea, masticar residuos. Algo. Lo que fuera. Pero ni eso logra.
Lázaro así se convierte en una cotidianeidad aceptada, una costumbre apenas molesta en la indolencia celebratoria del otro hombre, y no los separa sólo una puerta, hay un abismo cordial, una quebrada infranqueable en el corazón.

Ambos mueren. 
El hombre rico tiene un funeral espléndido, como si la muerte tuviera aspectos bellos a ser celebrados externamente con fulgores. De Lázaro nada se dice, pues a menudo los pobres ni derecho a una tumba tienen, excepto quizás a una fosa común que es símbolo de el ámbito en donde todo se mezcla para ocultarlo, para terminar de desdibujar identidades, para magnificar olvidos.

Aún así, Lázaro -el insepulto, el que no tiene exequias- es llevado por los ángeles al seno de Abraham, imagen de la vida postrera según la religiosidad de Israel. Ése es un auténtico funeral, pero sería un obsceno error suponer que allí, como secuela post mortem, el pobre encontrará justicia vindicatoria de las miserias sufridas y conferidas.

Los Lázaros de muchos rostros -ésos que no queremos mirar ni ver- siguen silenciosamente agonizando a las puertas de nuestras existencias, y es allí en donde ha de resolverse de una buena vez y para siempre la justicia. El Reino de Dios, aquí y ahora entre nosotros, no es indiferente a cada hermano olvidado, y ciertas indolencias, ciertos acostumbramientos le son totalmente ajenos y contrarios.

Por ello la Evangelización que siga ignorando a esos Lázaros de rostros y llagas concretas no es tal, sino se desvanece y desdibuja como una mera búsqueda de adeptos, harina sin fermento que no será jamás pan bueno.
Así en la Cuaresma, aún cuando la miseria y las llagas nos causen espanto y estupor, se nos ofrece salvar los abismos que nos distancian con los que sólo pueden esperar una muerte anónima que los alivie. Tender puentes -ser pontífices, hacedores de puentes- que reviertan el presente, que concreten la misericordia, que encarnen la solidaridad.
A Dios se regresa, invariablemente, a través del hermano.

Paz y Bien


 

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