Señales de identidad del Resucitado



Para el día de hoy (09/04/15):  

Evangelio según San Lucas 24, 35-48



El ministerio de Jesús de Nazareth siempre fué imprevisible, asombroso, sorprendente. Comenzando por esa Galilea de la periferia, se ha empeñado con afectuosa intensidad a todos esos sitios y ámbitos en donde no hay noticias ni nuevas ni buenas, en donde todo discurre oscuro y duramente rutinario, en donde el dolor es parte de la costumbre, allí en donde nada se espera.

El Evangelio para el día de hoy nos sitúa en uno de esos espacios. Los Once y algunos más -entre ellos, los peregrinos de Emaús- se encuentran en Jerusalem para comentar todo lo que les ha sucedido en esas horas tan extrañas. Siempre es una cuestión clave juntarse, reunirse, hablar y escucharse.
Sin embargo esas personas aún están angostadas de miedo, de decepción, de tristeza por esa Pasión cercana del Maestro que aún los demuele con su dura realidad. Entre ellos se cuentan lo que han visto: la tumba vacía, la mortaja abandonada, el Cristo reconocido en el pan compartido y la Palabra escuchada con atención. Con todo ello, siguen siendo un grupo de gente perseguidos por los poderosos de turno, los mismos que condenaron al rabbí nazareno, y tal vez en ellos opere cierta mentalidad de ghetto, las ansias de encerrarse para no diluírse, el cerco autoimpuesto a causa de la abundancia de temor.

Pero no hay tiniebla ni peligro que pueda interponerse a la bondad de Dios, y ese Cristo vuelve a irrumpir en donde no se le espera, y sus palabras re-crean a los discípulos con una paz concedida que es bendición infinita.
Ellos parecen renacer en alegre fervor creciente, pero es un estado ambiguo. A veces, la euforia es sólo la contracara de la depresión, y además se trata de que la fé sea la rectora de sus vidas, y no tanto sus estados de ánimo, que humanamente van y vienen.
Por eso Cristo les ofrece como señales de su identidad única las heridas que abrieron en sus manos y en sus pies los crueles clavos romanos, estigmas de la cruz por el que le reconocemos. Allí mismo, en esa vida ofrecida en total libertad, en amor absoluto, está la realidad de Dios, como está también en todas las llagas que la vida vá dejando en las heridas de nuestros hermanos lastimados.

La irrupción del Resucitado, que es también el Crucificado, se nos transforma en convite y vocación para la misión. Muchos espacios cerrados por el miedo y por tantas amenazas requieren inmediatamente mensajes de paz, de reencuentro con Dios, de conocer y reconocer el rostro de Cristo vivo en la mirada asustada de tantos.

Cristo vive y quiere compartir la mesa grande del Reino con todos.

Paz y Bien


1 comentarios:

pensamiento dijo...

El alma unida a Dios se diviniza de tal manera que llega a pensar, a desear y obrar conforme a Jesucristo.

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