Nuestras higueras



Para el día de hoy (29/05/15):  

Evangelio según San Marcos 11, 11-25




Una primera vista de la lectura nos ofrece la imagen de un Cristo movedizo, que no se detiene. Llega a Jerusalem, ingresa y enseña en el Templo, sale de la Ciudad Santa y se encamina a Betania, y luego, sale de la pequeña ciudad de donde eran sus amigos Lázaro, María y Marta.

Así este Cristo inquieto parece que a veces se ha ido, pero siempre lo reencontramos caminando. Él mismo se hace camino para nuestros pasos perdidos, y su andar incansable es signo cierto de un Dios que nos busca por todas partes y en toda ocasión. Es menester dejarse encontrar.

Hay un comienzo, un indicio de principio cuando el Maestro siente hambre: es una señal entrañable de su plena humanidad compartida con todos, pero simboliza sus ansias de justicia y su celo por el Reino. 
Por allí hay una higuera, y quizás, aunque no sea temporada, haya algunas brevas, algunos frutos para ese hambre raigal. Pero sólo ramas frondosas, y hojas abundantes esconden la nada misma, la esterilidad de una apariencia fútil. 

Así también hay higueras rutilantes, hermosas de lejos, de hojas vistosas, pero sin destino pues lo que cuenta -los frutos- hace rato se han desarraigado de su destino, y ésa, precisamente, es una maldición.

El Templo de Jerusalem también es, a su modo, otra higuera estéril. Es hermoso, apabullante en su tamaño, visitado por multitudes. Los rituales son precisos, los sacrificios seguidos al dedillo según la ley de Moisés. Pero allí el corazón está ausente, y los sacerdotes insisten en liturgias que procuran obtener los favores divinos.
Misericordia quiero, que no sacrificios, dice el Señor. El Templo ha olvidado a Dios, ha dejado de ser una casa de oración para devenir en un reducto comercial donde todo se compra y se vende. Por eso es una cueva de ladrones, porque se pretende comercializar lo que Dios ofrece a puro amor, sin condiciones.
Esa higuera estéril será abandonada, pues ahora el Templo es Cristo, y con Él cada hombre y cada mujer tornan en recintos sagrados, templos vivos del Dios de la Vida.

La higuera estéril puede ser nuestra existencia. No hay frutos sin comunidad, no hay frutos cuando rechazamos el amor incondicional de Dios, no hay frutos cuando oímos pero no escuchamos su Palabra.

Hasta que acontece el milagro de la fé, don y misterio, tiempo santo de Dios y el hombre. Allí se inaugura el tiempo de los milagros, de las montañas que se mueven sin dificultad, el tiempo de la confianza ilimitada que Dios ha puesto en nosotros, el tiempo de los hijos frutales.

Paz y Bien

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