Vocación leprosa



Para el día de hoy (26/06/15):  

Evangelio según San Mateo 8, 1-4



En nuestra perspectiva de siglo XXI, la lepra probablemente no tenga un significado importante, y ello mayormente se deba a los avances médicos y tecnológicos de mediados del siglo XX en adelante. Pero su ausencia -conocimientos médicos, tratamientos, fármacos- tal vez pueda ponernos en la perspectiva de lo que sucedía con los enfermos de lepra en los tiempos de la predicación de Jesús de Nazareth, y en el ámbito de la nación y la cultura judías.

La situación para el enfermo era terrible. 
Por una parte, las consecuencias propias de la enfermedad: como patología degenerativa, deformante y necrotizante, literalmente transformaban al paciente en un desconocido de rostro incierto y espantoso, de miembros carcomidos sin posibilidad de remisión o cura conocidas. A ello se sumaban los casos conocidos -no todos- altamente contagiosos, por lo cual tendía a aislarse al enfermo.
Por otra parte, es menester ubicar estas cuestiones en el plano social y religioso de Israel de aquellos tiempos, en donde la línea divisoria entre lo social y lo religioso prácticamente no existía. 
Se entendía en general que las enfermedades eran causa directa de pecados propios o de los padres, proporcionales los sufrimientos a las faltas cometidas, convirtiendo al enfermo en un impuro ritual. Esto se agravaba en el caso de la lepra, la impureza en grado máximo, de tal modo que quien certificaba la condición de salud/enfermedad era el sacerdote, y de existir, automáticamente el enfermo era aislado de la vida comunitaria.
Se trata del contagio potencial de la lepra pero también del contagio posible de la condición de impuro, condición que el enfermo debía proclamar a los gritos, para evitar el contacto con otras personas.
El leproso prácticamente es un condenado perpetuo, y debe someterse a su estado, pues su condición es, en la religiosidad imperante, querida por Dios.

El leproso es un excluido que sólo puede andar con sus pares, pero a la vez se le exige sumisión a los preceptos.

Por ello, que un leproso se acerque a ese Cristo que pasa rodeado de una multitud es muy extraño. Para algunos, escandaloso y expresamente prohibido. Sin embargo podemos entrever una fé humilde y pujante y un gran valor. La fé es don de Dios pero también implica coraje, la valentía de confiar.
Ese leproso no pide que el Maestro le toque sus zonas afectadas para sanar: confía en el Maestro galileo que, contra todo pronóstico, no lo rechaza. Él confía en el poder liberador de Cristo, al que no se le resiste ningún mal, por fiero y arraigado que parezca.
Acontecen por la bondad de Dios más de un milagro. El Cristo que no se somete a ninguna prescripción inhumana, por sacrosanta que se declame, y que toca con afecto. El Cristo que limpia su cuerpo de las llagas que lo carcomen. El Cristo que limpia su alma de la soledad y el olvido al que otros lo han condenado, y que lo restituye nuevo, íntegro, a la vida de su pueblo. Es por ello que ese hombre, ahora sano, debe presentarse al sacerdote, para ser readmitido plenamente como hijo de Israel por los mismos que lo condenaron a la soledad, a una culpa ajena, al penar.

En cierto modo, la vida cristiana tiene vocación leprosa. Se trata de confiar en ese Cristo que pasa, que todo lo puede, que nos libera de todas las llagas que asumimos o nos endilgan.
Pero también, como el Maestro, tender una mano fraterna a tantos leprosos de cualquier índole, hermanos demolidos por la soledad y la resignación.

Paz y Bien

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