Hospitalidad




Para el día de hoy (06/10/15): 

Evangelio según San Lucas 10, 38-42



Como en todo su Evangelio, San Lucas orienta todo el ministerio de Jesús de Nazareth en la única perspectiva de su peregrinar hacia Jerusalem, en su absoluta libertad al encuentro de la Pasión por su fidelidad inquebrantable al proyecto del Padre. Ésa, precisamente, es la perspectiva primordial que nunca hay que perder de vista, su fidelidad hasta las últimas consecuencias, a pesar de todos los horrores que le esperan.

Aunque no haya una cita explícita, podemos inferir que el Maestro se detiene en Betania, en la casa de Lázaro, Marta y María. Betania se encuentra a escasos kilómetros de la Ciudad Santa, es prácticamente un poblado de extramuros, y es una zona peligrosa, por la proximidad de esos hombres que buscan aniquilar al rabbí nazareno, porque lo andan buscando abiertamente, hay un arresto inminente, hay un ambiente de muerte de sofoca.

Pero también en Betania hay un hogar en donde la vida crece y florece porque hay una familia y porque hay afectuosa hospitalidad. 
Ese Cristo nunca ha tenido casa propia: de niño vivió en el hogar paterno de José, carpintero nazareno, y ya adulto se ha marchado a los caminos a anunciar la Buena Noticia. A veces se alojaba en Cafarnaúm, con toda probabilidad en la casa familiar de Simón Pedro y Andrés, y a menudo su mesa era aquella en donde lo convidaban, en donde lo invitaban a quedarse, en donde le hacían espacio.

Cristo no tiene otro hogar que aquél en donde sus amigos le reciben, y es símbolo de la Iglesia, el ámbito cordial en donde Cristo se siente a gusto, en paz, en donde todos son reconocidos en su plena dignidad, en donde los reproches se desvanecen con rapidez porque prima otro interés trascendente, nada más ni nada menos que el amor que allí prevalece.

No hay aquí una alusión a un ambiente bucólico o idílico. Por el contrario, y aunque Cristo es el centro de todas las atenciones, quienes llevan la voz cantante son las mujeres.
En esa época, era impensable que algún rabino enseñase la Torah a ninguna mujer. La mujer no tenía otros derechos que los concedidos por su padre o por su esposo, y debía limitarse a parir, a cuidar casa e hijos, a callarse. Pero con Cristo hay un tiempo nuevo de hermanas y hermanos, todos hijas e hijos de Dios con la misma dignidad y derechos, y para escándalo de muchos y alegría de otros, es tiempo también de discípulas.

María, a los pies del Maestro escuchando lo que Él enseña, es la imagen exacta de los que escuchan con atención la Palabra, la reflexionan, la atesoran en su corazón para luego dar frutos. La escucha atenta de la Palabra, identidad primordial del discípulo, es el tesoro mayor que nada ni nadie podrá quitar, lo más valioso, lo que prevalecerá siempre.

Marta se des-vive sirviendo, en los trajines de un hogar que recibe con calidez y gratitud a quien está de paso. No se trata solamente de ollas, sartenes y platos: se trata de la diaconía, de trata del servicio que todo lo transforma. Y aquí hay un énfasis especial, porque quien sirve y quien tiene mucho para decir es una mujer.
A veces en los afanes del servicio, de la praxis, uno se dispersa. Y solamente en Cristo uno se reencuentra, se vuelve a unificar en la trascendencia de una Palabra que nada tiene de abstracta, sino que es Palabra viva que transforma la existencia.

Cada día debería ser memorial afectuoso y agradecido por todas las Martas y las Marías del servicio y la contemplación, que humildemente hacen de la Iglesia casa cordial para Cristo y los hermanos, que son nuestro orgullo y nuestro tesoro.

Paz y Bien 



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