Aferrados al borde de su manto




Para el día de hoy (08/02/16): 

Evangelio según San Marcos 6, 53-56




Jesús de Nazareth y sus amigos regresando de tierra extranjera, desembarcan en Genesaret, que es una planicie fértil que se extiende entre Cafarnaúm y la fastuosa Tiberiades -ciudad construida por Herodes en homenaje al emperador romano-. Es decir, nos situamos nuevamente en territorio judío; esto será muy significativo en referencia a los versículos posteriores.

La escena es sobrecogedora en la extraña mixtura de horror y de confianza en ese Cristo que pasa: de toda la región comienzan a llevar al lugar en donde Él se encontraba un río incontable de enfermos, llevados por los suyos en las camillas en donde languidecen sus vidas. 
Esas camillas no son angarillas al modo convencional ni tampoco se ajustan a la idea contemporánea del traslado de enfermos, en donde puede hallarse cierta comodidad y eficacia en la movilidad; en realidad, se trataba de los colchones utilizados por los pobres -krabattois-, que en estos casos se toman de los cuatro extremos por familiares o amigos para llevar a los dolientes donde el Señor.

Hay aquí dos cuestiones que no es posible pasar por alto; por un lado, son principalmente los pobres los más receptivos y sensibles a la presencia del Salvador. Por otro lado, las rígidas normas religiosas imperantes consideraban a las enfermedades como causal de contagiosa impureza ritual, y a menudo se entendían como consecuencias directas de los propios pecados o de los padres. Por ello estremece aún más que esa multitud que lleva a todos sus enfermos se componga de excluidos, de impuros, de aquellos que nadie quiere cerca, que nadie acepta, que usualmente se rechaza y deja de lado.

La fé redescubre valentía, y hay mucho coraje en esas gentes, un coraje que es producto de la confianza que ponen en ese Cristo caminante. La impureza ritual es contagiosa, y por eso el impuro no debe entrar en contacto con quien no lo es, bajo apercibimiento de transferir tal condición al otro: el Maestro a nadie rechaza, y aunque sólo intenten tocar el borde de su manto, lo tocan a Él, le confieren -multiplicado por miles- ese rótulo que deviene a su vez en un Cristo impuro y excluido también.

En los tiempos del ministerio del Señor, la vestimenta también se ajustaba a la Ley y por ello poseía características simbólicas importantísimas. Un varón judío normalmente se vestía con una túnica larga -jalut-, confeccionada en lana o lino, que le cubría el torso, los brazos, las piernas; su cabeza se cubría con un paño o con un turbante que además protegería la nuca y la parte posterior de la cabeza. Finalmente, utilizaban un manto o talit/tallit, que era una pieza de tela cuadrada y sin costuras, que se colocaba sobre la túnica. En los cuatro extremos del talit se anudaban flecos o borlas que representaban el sagrado e impronunciable Nombre de Dios -YHWH-.
Algunos hombres, especialmente los fariseos, solían extender la longitud de esos flecos como señal de una piedad profunda, pura exterioridad.

Pero las gentes sabían bien que significaban los bordes del manto de Jesús. El Evangelista es taxativo al respecto: todos los que tocaban esos flecos quedaban sanos.
Ello implica, a simple vista y contra toda crítica feroz que se le realizaba por su pretendida heterodoxia religiosa, que Jesús de Nazareth era un varón judío observante de las tradiciones y la fé de sus mayores.

Esas personas que ansiaban tocar esos flecos no realizan una acción teñida de superstición, pues superstición es la fé que se corrompe y por ello se deposita el corazón en ciertos objetos, una idolatría encubierta. Nada de eso, y quizás bastaría observar la fé de los más pobres, de hoy y de siempre.
Esas personas tocan los flecos porque se aferran al Nombre de Dios, que es Salvación, que es salud.

Nosotros también, con nuestras miserias a cuestas, deberíamos emprender el mismo camino. Confiar, confiar aunque todo diga lo contrario. El Cristo de los caminos a nadie rechaza, a todos acepta, y es menester aferrarnos al borde de su manto, a su Nombre Santo para recibir la inmensa bendición de su Gracia, sol de justicia en toda nuestra existencia, alba perpetua de Salvación para todas las naciones.

Paz y Bien

1 comentarios:

Caminar dijo...

Qué bien viviríamos si siempre nos cogiéramos al borde de su manto ¿verdad?
Buena semana.

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