En la Fiesta de la Dedicación





Para el día de hoy (19/04/16):  

Evangelio según San Juan 10, 22-30 




La lectura que nos ofrece la liturgia del día nos sitúa junto a Jesús de Nazareth dentro del Templo de Jerusalem durante la celebración judía de la Fiesta de la Dedicación o Hannukah/Jánuca, y que tenía un doble cariz nacionalista y religioso.
En el año 167 ac gran parte de la nación judía se encontraba sometida a los dictados del rey Antíoco IV autodenominado Epífanes, apodo que expresaba visos de de divinidad, como si fuera un dios que gobernaba sus dominios entre los que Judea era otra provincia. Además de la imposición de una cultura extranjera, Antíoco Epífanes prohibió expresamente que se practicara la fé judía bajo apercibimiento de aplicar la pena capital; como si ello no fuera suficiente, la humillación se proyectó de modo geométrico al profanar el Templo, estableciendo dentro del santuario ofrendas al dios Zeus.

Un sacerdote judío de un pueblito periférico llamado Matatías -Matityahu ben Johanan- solía prestar servicios litúrgicos en el Templo según su turno, como todos los sacerdotes de Israel; los funcionarios seleúcidas de Antíoco pretendían también que los representantes de la fé del pueblo sometido también rindieran culto al dios helénico impuesto. Matatías se rehusa con violencia y posteriormente, frente a las autoridades que lo quieren arrestar, se refugia en el desierto y desde allí convoca a la resistencia y a la lucha armada contra el invasor: las filas de los combatientes se incrementaban día a día al igual que una violencia demasiado desigual, un grupo de guerrilleros rurales frente a uno de los mejores ejércitos de su tiempo. A la muerte del sacerdote Matatías, la lucha la prosiguen sus cinco hijos entre los que se destaca Judas -el hijo mayor-, llamados todos ellos Macabeos, término que traducido significa martillo o maza.
La lucha no era sólo militar: los Macabeos destruían todos los templos paganos que encontraban, reviven el culto prohibido por los seleúcidas y hacen circuncidar a los niños judíos a los que no se había sometido al precepto legal por temor a las represalias del emperador. 
Finalmente, en el año 165 ac las fuerzas macabeas desalojan a los invasores de Jerusalem: Judas Macabeo -ante todo un hombre de fé- recupera el santuario para su pueblo, lo despeja de toda intromisión pagana y extranjera y ofrece sacrificios para volver a dedicar el Templo al Único Dios vivo y verdadero.
Cada año, desde ese 165 ac, los hijos de Israel celebraban su independencia, su liberación y su paz. Por ello no es difícil imaginar a Cristo, fiel hijo de su pueblo, entre las enormes columnas que guarnecían el Templo y la alegre pompa de las tradiciones renovadas celebrando con lus suyos.

La mentalidad farisea era demasiado rigurosa. Más que su precisa puntillosidad, tal vez lo que moleste es su manifiesta incapacidad de disfrute, de alegrarse con cosas sencillez, de vestirse con el corazón del pueblo.
Ellos valoraban la restauración macabea, pero consideraban que la dedicación de Judas Macabeo -aún con su fé, aún con toda la sangre que se había derramado- no era suficiente, y esperaban que el Mesías prometido vendría a poner las cosas en su sitio, especialmente, a purificar el Templo y la fé de Israel definitivamente, una cierta obsesión por la brecha abismal entre lo puro y lo impuro. En ese orden se inscribe la pregunta que le realizan al Maestro, de un talante similar a la que en alguna oportunidad le remite el Bautista: quieren saber sin ambages si Él es el Mesías, si no tendrían que esperar más.

No se trata de exhibir credenciales ni de reivindicar rótulos. Jesús de Nazareth no rehuye de dar una respuesta, pero nó al modo caprichoso de esos hombres: sus obras hablan por Él, sus signos son claros, su Palabra es escuchada y puesta en práctica por los que en verdad aman a Dios, su pueblo, ovejas fieles de su rebaño.

La Fiesta celebrada tenía un significado simbólico importantísimo para todos aquellos que querían vivir de acuerdo a su Dios y que estaban dispuestos a luchar y morir por ello. Las ansias de que la santidad del Altísimo no sea profanada y todo lo abarque, y muy especialmente, que el Templo vuelva a ser casa de encuentro y oración, faro unificador de toda la nación judía.

Eso no cambia. Lo que se transforma tiene un decisivo rasgo de éxodo: la victoria macabea se hace definitiva en ese humilde rabbí nazareno que camina por entre las columnas del Templo, y la santidad se desplaza desde las joyas, las piedras talladas, las lámparas votivas a la persona de Jesús de Nazareth, templo vivo y latiente que será derribado por la muerte en el sacrificio de la cruz, pero que será restaurado por el amor de Dios en la Resurrección y en el que se celebra la vida y la libertad en plenitud.

Paz y Bien

1 comentarios:

ven dijo...

El camino de la propia santificación es el santo misterio de la cruz. Gracias, un abrazo fraterno.

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