Marta de Betania, amiga de Cristo








Santa Marta

Para el día de hoy (29/07/16):  

Evangelio según San Juan 11, 19-27




El ambiente con el cual se dá comienzo a la lectura del día es fúnebre, luctuoso. Es casa de discípulos del Señor, de Marta y María y el fallecido Lázaro; ellos tres profesaban un gran afecto hacia el Maestro, un afecto recíproco que nos representa a la Iglesia como familia, como ámbito de cordial amistad en donde Jesús de Nazareth se siente a gusto, en casa propia. 
Pero ese día prevalecía el dolor, la oscuridad de la pérdida, el horizonte cerrado por la tristeza.

La mención que hace el Evangelista a que muchos judíos habían ido a consolar a Marta y a María remite, puntualmente, a la presencia de integrantes de la fé de Israel que están en veredas opuestas a las enseñanzas de Cristo, habitualmente sus enemigos -escribas, fariseos, saduceos-. Hay un distingo significativo: en los gestos de consuelo que brindan a las hermanas de Lázaro no se manifiesta la misma violencia que esgrimen en gestos, palabras y corazón contra el Maestro.
Como sea, su presencia augura también que allí están con ellos sus viejas ideas, esquemas que en nada se corresponden con la enseñanza acerca de la Resurrección que brindaba Jesús, antiguos criterios que se resignaban ante la muerte -quizás en mayor medida los saduceos-, y frente a una muerte que parece tener la última palabra, no hay lugar para ninguna esperanza, sólo parálisis que se extiende.

Conocemos a las hermanas. María era la que se quedaba con la mejor parte, aferrándose a la Palabra a los pies del Maestro, en la escucha atenta, en la contemplación de lo que no perece. Marta, volcada por entero al servicio de los demás, solía perderse en los afanes de hacer bien las cosas, de brindarse sin medida. En las urgencias, tal vez, se mareaba. 
Pero en esta ocasión es María quien se queda sentada en la casa, y Marta quien sale al encuentro del Cristo que llega, un Cristo que no ingresará a ese hogar tan caro a sus afectos pues allí se ha instalado la muerte, usurpadora de cualquier asomo de vida, de futuro, de verdad.
Marta, impulsiva y proactiva, sale al encuentro del Maestro porque Él es quien en verdad puede compartir su dolor y llorar con ella, y no guardar ciertas formalidades usuales frente al luto, un lo siento, un mi pésame que lastiman más.

Ella sale con la energía de siempre, quizás portando resabios de las viejas ideas, pero con una constante que tampoco se pierde: el Maestro los ama profundamente a los tres hermanos, el Maestro es su amigo, y ella confía, ella lo ama, ella se aferra a Él para no perecer en esos mares de dolor que están agobiándola. Él es su amigo, y en ese tenor afectuoso y entrañable se dirige a Él.
No hay reproche, sino una afirmación confiada y ciertas ganas que tenemos de dibujar hubieras cuando se vá un ser querido hacia las pampas de Dios.

Ella, a causa de esos viejos conceptos, supone que la resurrección será un hecho postrero, post mortem. Pero aún cuando persistan esos criterios erróneos, todo lo define su cercanía cordial con el Señor. La amistad es magnífica expresión de amor y confianza, y por sobre todo -aún por sobre su razón- ella confía en Cristo, y ese es el distingo de la fé cristiana. No implica tanto la pertenencia o adhesión a una idea como la cercanía y la confianza con el Cristo, nuestro Dios, nuestro hermano, nuestro amigo.

En Él acontece la Resurrección aquí y ahora, salvación que es misterio y don de amor de Aquél que nos amó primero. 

Por esa confianza y es cercanía cordial, Marta reconoce a su amigo como Mesías, el Hijo de Dios, y es su amigo y su Dios el que le dice que su hermano vivirá, que todo es posible si seguimos confiando, con todo y a pesar de todo.

Paz y Bien

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