Ciegos









Para el día de hoy (02/12/16):  

Evangelio según San Mateo 9, 27-31





Los antiguos profetas de Israel -hombres de mirada distante y profunda- lo habían anunciado: llegarían los tiempos mesiánicos, los tiempos de la redención, y una de las señales distintivas de esa presencia del Mesías sería la de los ciegos cuya vista sería restituida. Precisamente, la lectura del día nos sitúa teológicamente en ese ámbito de Salvación.

No era infrecuente encontrar en la Palestina de aquel tiempo a ciegos o a gentes con graves disminuciones en su capacidad visual: el suelo arenoso y los vientos arremolinados, el fuerte sol que refleja contra las numerosas rocas hacen mella en las córneas. Pero también estaba el criterio de impureza ritual por el cual toda patología es culposa, es decir, producto de pecados propios o de los padres. De ese modo, los ciegos no podían ganarse el sustento y padecían cierto grado de ostracismo social, limitándose a suplicar limosnas para procurar, apenas, sobrevivir a la vera de los caminos.

El Cristo que pasa por donde esos ciegos se encuentran es el misno que pasa a la vera de nuestras existencias, y que escucha y responde a todos los ruegos.
Claman por su misericordia como Hijo de David: si bien esta denominación tiene reminiscencias mesiánicas, en verdad no le gustaba mucho al Maestro. Allí se confundía la universalidad de la Salvación con un talante nacionalista, de poder real, que poco o nada tenía que ver con el Reino que Él inauguraba.


Aún así, aún cuando la precisión y la exactitud son importantes, más importante y decisiva es la confianza en la persona de Cristo. La fé cristiana no es la adhesión y el conocimiento enciclopédico de una doctrina, sino la cercanía con la persona del Señor.
Esos hombres tenían fé, esos hombres confiaban.

Curiosamente, la respuesta del Maestro parece hacerse esperar, se demora contra la urgencia de la súplica. A todos nos pasa. Contra los ruegos inferimos lo instantáneo, pero los tiempos de Dios no son los nuestros. El tiempo de Dios, aunque no se condice con nuestros plazos, es el tiempo propicio, el tiempo santo.

Además, el Maestro atiende a esos dos ciegos al llegar a la casa, una suerte de centro desde donde partía en sus viajes misioneros, muy probablemente la vivienda familiar de Pedro y Andrés. Hay allí otro significado mucho más profundo que el simple detalle anecdótico. 
En la casa todo lo que acontece es cercano y personal; en la casa se reune la familia y nos reconocemos por nuestros nombres y nuestros vínculos.
No hay en el Maestro intención de realizar un espectáculo de sanación que atraiga adherentes -ay, hermanos pentecostales!- sino rescatar y liberar a aquellos que son sus hermanos. La luz que esos hombres requieren no la pueden encontrar por sí mismos, esa luz proviene de Dios, los precede, los trasciende e iluminará desde la fé todos sus pasos.

En realidad, si nos ubicamos en su confianza, esos hombres tienen una discapacidad visual, pero son muchos más los ciegos. Los que pudiendo, no quieren ver. Los que se han rendido a los vanos encantos de las modas, a las trampas del pensamiento único y excluyente, los incapaces de reconocer en el prójimo a un hermano y en los ojos de los pobres el resplandor de Dios. 
Y están también aquellos sobre los que se ha derramado la niebla del poder, de la miseria razonada, del futuro imposible, las garras malditas de la propaganda.

Muchos ciegos, y a menudo muchas súplicas expresadas desde la entrañas que pocos escuchan con atención.

La luz que ilumina todo destino no es exclusiva de la Iglesia. Esta familia que somos es su servidora y la ofrece a toda la humanidad, con la intensidad de no poder callar el paso salvador de Dios por nuestras existencias.

Señor, ponte delante nuestro para guiarnos, detrás nuestro para protegernos y a nuestro lado para acompañarnos en todos los actos de nuestras vidas.

Paz y Bien



2 comentarios:

ven dijo...

Gracias, por su reflexión, un fuerte abrazo.

Ricardo Guillermo Rosano dijo...

Dios la acompañe siempre!

Paz y Bien

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