No nos hundiremos









Santo Domingo, presbítero

Para el día de hoy (08/08/17) 

Evangelio según San Mateo 14, 22-36




Jesús de Nazareth había alimentado a la multitud, y ahora quería volver a la soledad, a la oración, al encuentro con Dios; no debemos perder de vista que, poco tiempo atrás, se había enterado de la muerte del Bautista: en esa ocasión -muy reciente- tuvo la necesidad imperiosa, tanto como el respirar, de retirarse a orar, pues el dolor por la muerte de Juan, la plena conciencia de su ministerio y la certeza de que su final ha de ser similar al del profeta lo impulsa a abandonarse a los brazos de su Padre. Más todo esto se interrumpe por la necesidad de las gentes, por las urgencias de una multitud hambrienta y a la deriva.
Hemos de hacer nuestras las prioridades del Maestro.

El Maestro permanece en oración en el monte, pero los discípulos deben embarcar hacia la otra orilla del mar. Es la imagen exacta de la Iglesia: los discípulos han de llevar el pan de la bondad de Dios a todos los pueblos, y no acotarlo a la nación judía, a unos pocos, y en esa orilla se encuentra el extranjero, el extraño, el que no es como uno, el impar, y eso debe terminar. Todos somos hijas e hijos de Dios.

Los discípulos cumplen, en esa débil barca, el mandato del Maestro. Pero las aguas parecen enojadas y el mar se encrespa y maltrata la embarcación. En realidad, no es una tormenta típica de esa zona montañosa: el viento que los zarandea está en sus corazones, es el viento en contra que los quiere depositar a la fuerza, nuevamente, en los terrenos del triunfalismo, del mesianismo fácil, del exitismo espectacular. Son ellos mismos los que actúan como viento contrario y ancla.

Pero el Maestro no es indiferente a lo que les suceda a los suyos. Aún cuando parece desconectar, siempre está allí, y su presencia no disipa las tormentas: antes bien, fortalece la barca-Iglesia y los corazones para que, firmes, atraviesen cualquier temporal. La señal es que Cristo camina mansamente sobre el mar encrespado, siempre está en camino hacia los suyos, jamás los abandona, y la iniciativa y las primacías son suyas, Espíritu de Dios que no nos abandona.

Ellos creen ver a un fantasma, claro está. Pues este Cristo les rompe cordialmente las fotografías trucadas que se han hecho de Él, porque se han quedado con un personaje y han abandonado a lo que cuenta, la Persona.
Pedro no escapa a la media, a los conceptos viejos, al error que impera. Pedro sigue aferrado a los milagros únicamente como intervenciones espectaculares de Dios que actúa frente a una pasividad estupefacta del hombre, y por eso, en cierto modo, pretende tentar a Cristo pidiéndole que lo mande ir hacia Él caminando por sobre las aguas.

Nunca es un momento malo para aprender, y el Maestro lo sabe.

Pedro, obcecado en su error, comienza a hundirse, y ello sucede porque se hunden sus esquemas, sus ideas vanas, los moldes que le ha impuesto alegremente a ese amigo que es su Salvador. Pero sobre todo, Pedro se hunde porque teme, porque no confía, y nó a la inversa. El temor es anterior a la zozobra.

La mano amiga y bondadosa de Dios está siempre allí, cuando todo indica que pereceremos, y hay una cuestión tan obvia que solemos pasarla por alto: el milagro no acontece solamente por la mano tendida de Cristo, sino también por ese Pedro que se aferra a ella y que sobrevive a la catástrofe inminente.

Es una cuestión primordial de fé: no se trata tanto de lo que Dios puede hacer por nosotros -en especial, en los momentos críticos- sino más bien de lo que juntos podemos hacer de su mano y con su auxilio. Y en verdad, nos atrevemos a bien poco.
Será cuestión de seguir navegando y animarse, que no nos hundiremos.

Paz y Bien

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