El vino bueno de la verdad y la fidelidad











Para el día de hoy (28/02/18):  

 
Evangelio según San Mateo 20, 17-28






El pedido de la madre de Juan y Santiago no es el ansia materna por el progreso de sus hijos, ni tampoco una actitud fuera de lugar, pues responde a cuestiones mucho más profundas y persistentes a través de la historia.

Se trata de que Santiago y Juan no han querido comprender la raíz de la Buena Noticia de la Gracia y siguen presos de esos esquemas de poder y de prebendas, en donde el Mesías reinará por sobre sus enemigos derrotados en batalla y, por lo tanto, ellos compartirán los beneficios de su gloria.
Es el ansia tenaz de dominio y sometimiento del otro, aún en nombre de buenas intenciones, es la adicción al poder por el poder mismo, en donde sólo unos pocos han de gobernar y por ello ser venerados y reconocidos, mientras la gran mayoría languidece con migajas y en silencio, carentes de importancia e identidad.
Para esta mentalidad, servicio y fraternidad son solo variables semánticas, inaplicables en la vida diaria, que se declaman con fruición pero jamás se practican. Es la espiritualidad de la Gloria, en donde la cruz sigue siendo -hasta nuestro días- algo que hay que evitar, que es escandalosa y que es una locura.

Los otros discípulos se indignan frente a este pedido de la familia de Zebedeo, y se desata una virulenta polémica; seguramente, se ofendieron porque aquellos dos se adelantaron en pedir lo que todos ellos esperan fervorosamente y en secreto.

No es fácil beber del cáliz del Maestro, claro que no.
Su vino es el mejor de los vinos, el mismo que siempre pide María de Nazareth para que la celebración de la vida no se nos duerma. Ese vino está hecho de vides de servicio y entrega de la existencia para bien del otro, de presentar batalla a todo egoísmo, de hacerse esclavo para la liberación, vides de vida ofrecida para el rescate de muchos, vides de fraternidad y compasión, de no figurar, de quedarse en segundos planos para que los pobres y pequeños pasen al frente.

Con ese vino hemos de brindar si queremos seguir sus pasos en verdad y fidelidad.

Paz y Bien

Servicio y liberación













Para el día de hoy (27/02/18):  

Evangelio según San Mateo 23, 1-12









La enseñanza de Jesús de Nazareth, dirigida hoy a los discípulos y a todo el pueblo, a veces se explicitaba al modo de una crítica feroz, de invectivas durísimas. Y los destinatarios de esas palabras filosas eran, en este caso, escribas y fariseos que detentaban el poder religioso en la nación judía.

Aquí es menester hacer un alto: la crítica se dirige a la ética, a la actitud de esos hombres como dirigentes espirituales de su pueblo, más no como judíos. Inferir cualquier rasgo -por leve que parezca- de antisemitismo no sólo es estúpido, sino que es ajeno y abiertamente contrario al Evangelio, una afrenta inconmensurable al Dios de la vida que, tristemente, hemos ejercido por siglos y suele perdurar, matizada con argumentos ideológicos.

Cierto es que el Maestro critica la actitud y el obrar más no la función. Esos hombres ocupaban la cátedra de Moisés, es decir, eran custodios de la sagrada herencia espiritual de Israel que es también nuestra herencia y parte de nuestra tradición; en los momentos críticos de su historia, supieron mantener vivo el rescoldo de la identidad nacional y sus vínculos espirituales amenazados por guerras, destierros e invasiones extranjeras. Por ello mismo habla de escucharlos en tanto intérpretes de la Ley y los profetas, pero de ningún modo seguirlos a ellos como ejemplos de vidas virtuosas.

Él señala las posturas típicas de esos hombres: amaban figurar, ser reconocidos y venerados por el pueblo, y así escogían los lugares de honor en los banquetes, los primeros bancos en las sinagogas, el reconocimiento doctoral, y como parte de esa figuración, alargaban los flecos de sus mantos y agrandaban las filacterias.

El término filacteria proviene del griego phylacterion, que remite a objetos destinados a protección piadosa y, más aún, artilugios cuasi amuletos. Para la fé de Israel, el término es injusto y lejano a la verdad, toda vez que en rigor el uso de amuletos es idolátrico y está terminantemente prohibido. Así entonces, el nombre original de las filacterias -en hebrero y arameo- es tefilin, que son pequeños estuches o envolturas de cuero que se ciñen al brazo que no es útil y a la frente del creyente, pues en esos envoltorios se guardan pasajes de la Torah, símbolo de llevar la Palabra de Dios a todas partes, y en todos los estamentos de la vida.
El problema real era la ostentación y la exterioridad, y así esas filacterias se agrandaban en el afán del reconocimiento ajeno, convirtiéndolas así de objetos buenos y piadosos en esos amuletos repudiados. Peor aún, es que llevan sólo por fuera la Palabra, pero ésta no cala en sus corazones, y así suponen establecidas sus prerrogativas, sus títulos y poderes.

Porque el poder, cuando no se ejerce como servicio, necesariamente conduce a la opresión, a colocar cargas intolerables en los corazones.

En esta familia grande que llamamos Iglesia, de un modo distinto pero a la vez similar, continuamos agrandando nuestras filacterias en afán de figurar, del poder, del reconocimiento, del dominio que conduce al desprecio y a la minusvaloración del otro. En esos espacios escasos no hay lugar para la fraternidad, y la fé es sólo una práctica del culto los domingos, un rito a cumplir para que todo siga igual, para que nada cambie.

Es tiempo de Cuaresma, tiempo del regreso a lo que en verdad somos, y de encaminarnos a ese destino eterno que se nos propone y ofrece sin condiciones un hermano, el hermano mayor, Cristo el Señor.

Paz y Bien

Misericordia, la identidad cristiana












Para el día de hoy (26/02/18):  
 
Evangelio según San Lucas 6, 36-38








Hay cuestiones familiares que se adivinan o se intuyen no tanto por los rasgos físicos, sino por los caracteres, por el talante, por el modo de ser en el mundo. Y eso cobra especial valor en un mundo globalizado que tiende a desdibujar y uniformar identidades.
Así, quizás, sea un modo de saber cómo y quienes somos, y adonde pertenecemos por lo que hacemos y por cómo lo hacemos antes que esgrimir credenciales o certificados de pertenencia.

Jesús de Nazareth amplió los acotados lazos biológicos o sociales de tribu o clan a una familia inmensa, de hijas e hijos de Dios, hermanos suyos en verdad y realidad. Nada de como si fueran, nada de eso; certeza indiscutible de pertenencia familiar.

Tal vez, entonces, los cristianos -aquellos que nos declaramos pertenecientes a la familia de Cristo, discípulos y seguidores- nos hemos esforzado demasiado en la portación de esas tarjetas o documentos que nos confieren una pretendida pertenencia religiosa. Porque entendemos lo religioso como la adhesión a dogmas, el cumplimiento de preceptos, la identificación litúrgica; todo ello no está nada mal, claro que nó, pero el riesgo innato es quedarse atrapados en templos de piedra, y postergar u olvidar que el culto primero al Dios de la vida comienza en el templo vivo y latiente del hermano. Porque el culto verdadero es la compasión, y la religión que todo lo trasciende es la misericordia.

Demasiado aferrados a las escasas medidas humanas, solemos olvidar que el amor no es mesurable ni cuantificable. Sin embargo, decide destinos, vida o muerte, trascender o perecer.
Sin temor a ciertos desvíos fervorosos, vivir a imagen y semejanza de ese Dios que es misericordia es ratificar que somos sus hijas y sus hijos y que por ello somos capaces, con Cristo, de transformar este rostro inhumano del mundo desde la solidaridad, el perdón, la generosidad y la justicia.

Paz y Bien

Transfiguración, abdicar de toda resignación










Domingo Segundo de Cuaresma

Para el día de hoy (25/02/18) 

Evangelio según San Marcos 9, 2-10







La lectura de este domingo se nos presenta y ofrece plena de símbolos que nos enriquecen.

El monte elevado -o la montaña- es el ámbito propicio para el encuentro con Dios y en donde acontecen las teofanías, manifestaciones de lo divino.

Es menester tener en cuenta que el Evangelista relata que el Maestro aprovecha la fiesta judía de los Tabernáculos -Sukkot-, fiesta de cosechas pero también memorial de la precariedad con que el pueblo peregrino hubo de vivir esos cuarenta años en el desierto; de allí la edificación de pequeñas chozas o cabañas.

Moisés es el gran legislador de Israel, y su presencia es la expresión de la Ley.
Elías es el profeta mayor que iba a regresar para la restauración de un Israel liberado de sus opresiones.
En la escena, la Ley y los Profetas se subordinan amistosa y humildemente al rabbí galileo, y en ese diálogo diáfano se intuye que ambas, Ley y profetas, encuentran sentido en ese Cristo resplandeciente. Más aún, apuntan a Él, preparan los caminos a través de la madeja de siglos para su llegada.

El contexto previo es importante: Jesús de Nazareth les ha anunciado a sus amigos que había de sufrir mucho a manos de sus enemigos, y el desconcierto y la pena de ellos es mayúsculas. Todavía permanecen en sus mentes y en sus corazones viejos esquemas de un Mesías glorioso, revestido de poder que aplastaría a sus enemigos y que enarbolaría sobre sí la corona de Israel. Es de imaginarse que no solamente estén confundidos y deprimidos, sino presa fáciles del desánimo.

Pero nadie queda librado a su suerte o, necesariamente, ha de encerrarse en sus estados de ánimo. Éstos son como los resfríos, hay que dejar que se pasen nomás, hay algo más que es lo que en verdad trasciende.

Pero el Maestro lo sabe, y les brinda una anticipación de su Pascua que es también la de ellos y de todos nosotros. Porque en la cruz, a pesar del horror y el espanto, resplandece en Cristo la gloria de Dios por el amor llevado hasta el final, por la muerte que no tiene la última palabra.

Ese Cristo transparente es nuestra esperanza y nuestro signo decisivo para abdicar de toda resignación. Cristo es el Hijo Amado al que hay que escuchar, y por Él todos somos hijas e hijos amadísimos.

Nuestro distingo, precisamente, es la escucha atenta a ese Cristo transparente de luz que nos transforma, transfigura y compromete. Por ello no podemos quedarnos allí quietos, instalados a pesar de el afable momento.
Del monte hay que bajar al llano oscuro para que la luz se expanda, pequeñísimas antorchas que somos, señales de auxilio y esperanza para nuestra gente.

Paz y Bien

El acento redentor en buscar la plenitud del otro













Para el día de hoy (24/02/18):  

 
Evangelio según San Mateo 5, 43-48







El mandato de Jesús de Nazareth de amar a los enemigos quizás sea, de toda su enseñanza, el más difícil de hacer vida, de encarnarlo en el tiempo.
Es claro que a la hora de las declamaciones, es fácil embarcarse en ampulosos discursos teñidos de romanticismo algunas veces, y de autojustificaciones otras. Pero en lo profundo de nuestros corazones sabemos que la verdad es bien distinta, y que amar al que nos hace daño y desea fervientemente nuestro mal no es para nada fácil e implica una decisión extrema que nos resulta demasiado costosa a nuestros planteos. Como un ejemplo de ello, el ámbito de la violencia que se infringe o, también, el compromiso nacional cuando se tiene la obligación de participar en una guerra, aún cuando ésta implique la justicia y la liberación, no dejan lugar a dudas, y es que el Reino no anda por las mismas veredas que nosotros.

Así podemos encontrarnos con un mundo organizado en tanto sociedad comercial, en donde sus participantes se asocian, colaboran y entre sí alcanzan el éxito económico, pero es un mundo para beneficio de pocos y miseria de muchos.
Podemos hallar también el mundo de los que buscan con afán hacer triunfar su proyecto ideológico no sólo en su ámbito sino con proyecciones totales, en donde su núcleo primordial siempre se protege a sí mismo y tiene el rótulo prebendario y protector de la pertenencia.
También podemos encontrar el mundo religioso, ése mismo que combina pertenencia nacional y religiosa para asegurar instauración de su universo de creencias, y en donde el participar de ese credo asegura, de algún modo, la asistencia y protección de los otros participantes.
Así son a grandes rasgos los diversos mundos posibles que pueden combinarse entre sí, y que acentúan algunos de sus rasgos a través de los tiempos, pero todos ellos tienen algo en común, y es que se agotan en sí mismos, reafirmando el nosotros y execrando el ellos.

El Reino, en estas verdades, surge como otra alternativa a menudo impracticable. 

Sin embargo, y aunque su aplicabilidad parezca lejana o en algunos casos escatológica, su misma reflexión nos obliga a conceder su posibilidad. El Reino no es una abstracción simpática o difícil, y el amor a los enemigos es el desafío de Jesús de Nazareth no sólo para los creyentes, sino para toda la humanidad, la posibilidad de concretar un mundo cada vez más amplio e integrador a pesar de todas las diferencias que portamos, una fé que no se acota a la práctica piadosa o la adhesión a dogmas y creencias, sino más bien el acento redentor en buscar la plenitud del otro, aún cuando en ello se nos vaya la vida.

Paz y Bien

La vida no se celebra individualmente













Para el día de hoy (23/02/18):  
 
Evangelio según San Mateo 5, 20-26








Seguir a Jesús, ser su discípulo no es nada fácil. Entraña exigencias y condiciones que no están predeterminadas: en la ilógica del Reino, tienen su fundamento en el amor primero de Dios, y en la ofrenda total que hace el Maestro de su propia existencia. Pide porque, ante todo, se ha brindado sin reservarse nada para sí.
En esa aparente paradoja, ser discípulo implica todo un compromiso antes que la adquisición de prebendas y derechos, la responsabilidad de ser testigo fiel de la bondad de Dios descubierta en la propia vida, el sumergirse corazón adentro para reconocer qué es lo que nos va socavando, qué es lo que se nos muere, qué es aquello que debe modificarse o quitarse, pues en esas honduras se encuentran las raíces mismas de todo lo que hacemos y todo lo que somos.

De allí el mandato de superar la justicia de escribas y fariseos. Es un éxodo, y como tal es doloroso, trabajoso pero infinitamente necesario para nuestra liberación, sueño y ofrenda de ese Dios que se desvive por nosotros.
Pues escribas y fariseos era hombres profundamente religiosos, puntillosos en el cumplimiento de las normas, la ortodoxia y exactos en la piedad. El error es suponer que ese cumplimiento superficial de normas acumula beneficios santos que ameritan recompensas y premiaciones divinas. En esa concepción no hay corazones transformados -hay un interés manifiesto-, hay egoísmo, y por sobre todo, hay una negación expresa de la Gracia, del amor incondicional del Creador.
Así entonces no se permite a Dios ser Dios, sino que se porta y se rinde culto a una caricatura o un ídolo que se adecua a necesidades egoístas y banales.

De este perentorio llamado a la conversión no está desligado el prójimo. Por el contrario, toda relación con Dios se refleja en la relación con el otro; pero es el tiempo de la Buena Noticia, de Dios Familia, y ese otro no es una abstracto ni una generalización. El otro es concreto, el otro es mi hermano aún cuando no nos coincida la biología.

Deber santo es que el hermano viva, y viva en plenitud. Enojos e iras, insultos y maldiciones son modos -a veces no tan sutiles- de negar la fraternidad, de sacrificar al prójimo en el ara del materialismo, del homicidio espiritualmente concreto del hermano.

No corresponde tampoco la extrapolación hasta el absurdo que implica renegar del culto y la piedad. Sin embargo, todo comienza y adquiere sentido desde la misericordia que se respira incondicionalmente. Porque a Dios se le rinde culto en el hermano, y por eso el culto primero es la compasión, el escándalo de la solidaridad que no deja nada pendiente, deudas a saldar que lesionan las almas.

Celebramos a Dios celebrando la vida, y la vida no se celebra individualmente, a solas, sino con el otro, cuando crece el nosotros, cuando la comunión abre paso a la fraternidad y así obtenemos canastas santas desbordantes de justicia, perdón y paz.

Paz y Bien

Cátedra de San Pedro
















La Cátedra de San Pedro, Apóstol

Para el día de hoy (22/02/18):  

Evangelio según San Mateo 16, 13-19







Las casualidades no existen excepto en las elucubraciones que nuestra razón adjudica a procesos azarosos. En rigor de verdad, existen causalidades, conexiones, y en cierto modo, podríamos afirmar que las casualidades son esos momentos en la historia en que Dios deja su huella con un seudónimo, en silencio, invisible a miradas comunes pero evidente a los ojos de la fé.

Por ello los acontecimientos del Evangelio para el día de hoy los ubica Mateo en Cesarea de Filipo. Es la antigua ciudad helénica que rendía culto a ignotos dioses -el dios Pan-, que se edifica en honor del César y lo considera un dios, y por ello le erige un templo, es el fasto que exhiben los vasallos a los opresores de quienes depende su poder. No es una ciudad extranjera pero casi se escapa de los límites del tetrarca Filipo: es el Israel que se desdibuja por la confluencia de gentiles, es el símbolo del sometimiento a Roma, es el confuso lugar en donde se rinde culto a dioses muertos y falsos, y que se sostiene a fuerza bruta de legiones romanas.

Allí, al borde el monte Hermón -punto máximo del norte hacia el que llegará el Maestro en su ministerio- Él les pregunta a los discípulos quien dicen las gentes que es, cual es su identidad.
Ese pueblo padecía desde hacía muchos siglos la ausencia de profetas; por ello la voz inclaudicable del Bautista les resultó tan importante, y también la del Maestro. Por ello mismo, en esas ansias que todos ejercemos, trasladamos a la búsqueda de la verdad nuestros deseos y frustraciones, y así ese rabbí galileo se les hace el Bautista redivivo, Elías, alguno de los antiguos profetas. Intuyen que viene de Dios, pero se quedan en el plano humano nomás. Porque reconocer a Jesús de Nazareth como Hijo de Dios y Salvador no es cuestión de razón sino más bien de co-razón, y ése es terreno del Espíritu de Dios que todo lo ilumina.

Simón hace una confesión tan contundente, que prácticamente no tiene parangón: sin ambages ni vacilaciones, afirma en esa ciudad enrarecida que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Es Simón ben Jonás el que habla, pero es el Espíritu de Dios quien le dicta las palabras, quien le revela la verdad mayor, y Simón dejará de llamarse Simón y será Pedro -Petrus, Cephas, piedra- sobre el que el Señor edificará la Iglesia. Porque es Dios quien edifica, siempre- y nosotros somos apenas unos simples albañiles escasos.
Pedro es también piedra por cabeza dura, por aferrarse endurecido a viejos esquemas muertos, por dejarse llevar por los estados de ánimo, por pensar que puede reprender al Maestro cuando éste le revela el destino de cruz de su ministerio.

Aún así, Pedro es el que dará solidez a los corazones y confirmará en la fé a sus hermanos. Pedro y todos los Pedros que lo sucedan.

No hay casualidades. En esa ciudad en donde parpadean constantemente las luces mustias de ídolos muertos, de dioses falsos, de imperialismos y opresión, allí se abren las puertas de un ámbito nuevo, de espacio y recinto amplio, mesa para todos en donde la muerte -inevitablemente- retrocede. Se trata de la familia que llamamos Iglesia, y que es mucho, muchísimo más que una estructura, una institución, poderes establecidos. Es en donde florece el Reino, un reino extraño en donde la nobleza la encarnan los últimos, y los principales son servidores incondicionales de todos los demás.

La tarea de Pedro es enorme, y no puede con ella en soledad. Siempre lo asistirá el Espíritu del Resucitado y el auxilio y la ayuda de los otros discípulos.
Pedro, como roca, no adquiere privilegios ni coronas, sino responsabilidades mayúsculas de servicio. La tarea de establecer lazos entre los hermanos que se han separado, hacedor de puentes de fraternidad y justicia -literalmente pontífice significa hacedor de puentes- y debe también desatar nudos, todas las coyundas que oprimen y suprimen la vida, minimizan la humanidad, impiden la alegría.

Su misión es misión de comunión, de anuncio siempre joven y nuevo, de apertura de miradas, del Reino que está ahora y aquí entre nosotros.

Dios nos cuide a Pedro.

Paz y Bien

El amor y la misericordia de Dios no tienen límites












Para el día de hoy (21/02/18):  
 
Evangelio según San Lucas 11, 29-32






La raíz de la crítica de Jesús a su generación -y a todas las generaciones similares- es la búsqueda de hechos prodigiosos, mágicos, signos en modo espectacular que, de algún modo, legitimen el obrar de Cristo. Pero en realidad, el requerir una señal de esas características en el fondo oculta las ganas de no querer creer, y de pasar por alto el testimonio solar y luminoso de toda la existencia y enseñanza de Jesús de Nazareth, signo absoluto del amor de Dios. Porque todo se oculta a la mirada mezquina de la razón subjetiva, pero resplandece a los ojos de la fé.

Así el Maestro afirma que a esa generación no se le brindará otra señal que la de Jonás. Detengámonos por un momento en esa historia.

Jonás era un profeta elegido por Dios para predicar la conversión a los habitantes de Nínive, capital del imperio asirio, quienes eran feroces enemigos de Israel. En la memoria colectiva judía, perduraban las derrotas y las humillaciones conferidas por los ejércitos y los reyes asirios, y si a eso le añadimos las tradiciones religiosas, cualquier varón que se reconozca como hijo fiel de Israel no sólo evitará todo contacto con ese pueblo extranjero y pagano, de dioses extraños, sino que a su vez deseará -razonablemente- la destrucción de ese enemigo que está muy cerca de sus fronteras, en ansias de prodigar cierta tranquilidad política y geográfica. También, la desaparición de un enemigo fuerte aumenta las posibilidades de Israel de erigirse como potencia sin competencia.

Sin embargo, Jonás es enviado a los ninivitas a predicar el arrepentimiento y la conversión bajo apercibimiento de una destrucción cercana.
Una lectura lineal nos conduce a imaginar a un Dios que elimina con un simple gesto a los enemigos de su pueblo, sembrador de venganza, de muerte y destrucción. Sin embargo, se trata de algo mucho más profundo, y es que la elección de una vida en pecado -es decir, en deterioro progresivo por el mal vivido- conduce necesariamente al abismo. Somos nosotros los que nos aniquilamos en nuestras miserias.

Jonás es reticente y renuente a ir hacia la capital enemiga, más los motivos no son los que imaginamos. Él sabe bien que el Dios de Israel es rico en misericordia, clemente y compasivo, lento para la cólera, y lo que en realidad está ofreciendo a los ninivitas es una mano amiga de Salvación. En su prejuicio, huye hacia Tarsis. Prefiere escapar de la misión que Dios le ha confiado a ser artífice de que la misericordia llegue a esos extranjeros que odia y desprecia. Prefiere la destrucción de los asirios, sin darse cuenta que así socava sus mismos días, y su vida es la que queda malherida, en grave riesgo.
La amenaza de un naufragio lo arroja a las aguas encrespadas del mar, y pasa días en el vientre de una ballena, sepulcro viviente para su espanto y su reflexión. Esa muerte lo devuelve luego de tres días -signo de la Resurrección de Jesús- y su rostro marcado por la terrible experiencia de la muerte cercana y de esa bondad de Dios que lo confunde, lo vuelven indubitablemente creíble y fiable, con la entereza que solemos encontrar en la integridad de tantos hombres y mujeres. Esa entereza convence a los ninivitas, que se convierten a la misericordia de Dios desde el mismo rey al último de los súbditos, incluido el ganado.

Jonás es una señal inequívoca y asombrosa para los judíos de su tiempo: el amor y la misericordia de Dios no tienen límites. Las restricciones las imaginamos e imponemos, y por eso mismo Jonás también es una señal para todos nosotros, que solemos apropiarnos de manera monopólica de las bondades divinas.

Pero este Dios llueve su bondad y su perdón a todas las naciones, y se desvive para que las gentes emprendan el camino del regreso a la humanidad plena, y esto lo sabemos por la revelación de Jesús de Nazareth, que sin lugar a dudas, es algo más, mucho más que el bueno de Jonás.

Paz y Bien

Padre Nuestro, la causa de Dios es la causa del hermano











Para el día de hoy (20/02/18) 

Evangelio según San Mateo 6, 7-15






Durante el surgimiento de las primeras comunidades cristianas, la Iglesia primitiva solamente enseñaba la oración de Jesús de Nazareth a las mujeres y los hombres de fé madura y probada. Sólo rezaban el Padre Nuestro aquellos en los que la fé hubiera echado raíces firmes y brindado frutos buenos.
Lejos de cualquier arcano esotérico o iniciático, el Padre Nuestro era el distingo de la comunidad de los creyentes, de la comunidad misionera dispuesta al testimonio perenne, incluso si ello desembocaba en los horrores del martirio.

Descenso y ascenso.
Un Dios que se inclina hacia la humanidad, un Dios graciosamente miope que sólo puede distinguir hijas e hijos, un Dios que no se encierra en la lejanía, un Dios cercano, un Dios que se comunica, se hace Palabra, Verbo encarnado de nuestra salvación.
Y suben hacia su amorosa eternidad como ofrenda la respuesta de los hijos. Porque orar es adentrarse en el misterio infinito de Dios, a pura bondad suya, sin condiciones.

La causa de ese Dios es indisolublemente la causa de los hermanos, ambos brazos de la santa cruz.

El Maestro nos revela el misterio mayor, que Dios es tan cercano y dador de vida como un Padre, y más aún, como Abbá, Papá nuestro, por el que todos recibimos como rocío bendito el bautismo filial de ser sus hijos, y por ello hermanos entre nosotros, hermanos que suplicamos por un Reino que es puerto y destino de nuestro peregrinar, hambre feliz de nuestras almas, un Reino que acontece aquí y ahora y que es la plenitud para toda la creación. Porque la voluntad de Dios es la vida que prevalece, que no se acota al tiempo ni a la muerte, cielos abiertos iluminando estos arrabales a veces tan agostados.

Pan de la Vida es el cuerpo de Cristo ofrecido, pan del sustento en la mesa de los pobres es nuestra confianza en una justicia que es preciso edificar.

Perdón que descubrimos redentor, que libera prisiones autoimpuestas que nos alejan de Dios y del otro, perdón que cura, que sana, que salva, que vuelve a conciliar los corazones opuestos por todos los odios.

Y que la tentación del olvido se aleje de nosotros, la desmemoria de esa identidad única de las hijas y los hijos que quieren desertar de todo mal, para celebrar el ágape maravilloso de la vida compartida por Dios y en Dios.

Paz y Bien

Amor y justicia, el juicio de las naciones












Para el día de hoy (19/02/18):  
 
Evangelio según San Mateo 25, 31-46








En los tiempos postreros y definitivos, cuando acontezca la justicia definitiva, lo que decidirá todos los destinos no es tanto la pertenencia religiosa, la exactitud ritual, la puntillosidad en el cumplimiento preceptual o los amores declamados, sino el amor proclamado y ejercido hacia los pequeños, los desamparados, los indefensos.

Esta cuestión deja perplejos a los discípulos y a nosotros también, ovejas y cabritos, a la derecha o a la izquierda, mujeres y hombres de toda religión, cultura y nación que no tienen demasiada conciencia del Evangelio y de Cristo. Porque el Dios de Jesús de Nazareth no sólo se pone del lado de los más pequeños, de los que no cuentan, de los derribados por la pobreza: este Dios está en ellos, y la realeza y el reinado mesiánico en ellos se manifiesta.

No se trata de una opción ideológica, un teísmo, una interpretación más dentro de las diversas corrientes eclesiales y exegéticas. Históricamente, por varias razones y no pocos pecados, hemos estructurado instituciones organizadas de fé compartida, las religiones que practicamos y a las que pertenecemos.
Pero Jesús viene a plantear algo más profundo y universal, que no se limita a la fracción creyente del universo.

Asombrosamente, parece que la religión que la que Él impulsa tiene que ver con ese amor concreto y cabal, ejercido a pura bondad con los hambrientos, con los sedientos, con los forasteros, con los que no tienen ropas, con los presos y cautivos, con los que sufren y los enfermos.
El amor como religión, el amor como culto verdadero, el amor como única dimensión para mensurar la estatura humana.

Todo lo demás -culto, preceptos, estudios, pertenencias- es importante, sin lugar a dudas. Pero hemos de buscar primero el Reino y luego todo vendrá por añadidura.
Quiera Dios que nuestra única credencial válida y vigente sea la de la solidaridad y el socorro, frutos primeros y mejores de la Buena Noticia, cimientos de la alegría, fundamentos de la paz y la justicia.

Paz y Bien

Cristo, el nuevo Adán de la nueva creación














Domingo Primero de Cuaresma

Para el día de hoy (18/02/18) 

Evangelio según San Marcos 1, 12-15







El Espíritu lleva a Jesús de Nazareth al desierto. Es la plenitud de Dios que siempre empujará todos y cada uno de los instantes de su ministerio y de toda su existencia, y el Maestro es dócil, se deja conducir pues por nada se distrae, nada lo hace perder su centro que es su Padre.

El desierto es el ámbito en donde lo seguro, las comodidades y las certezas sin fundamento se desvanecen. Uno se queda allí inerme, a corazón abierto, al descubierto la propia fragilidad, y esa fragilidad es también crisol en donde se nos purifica lo que perece y lo que en verdad nos hace morir.
En un extraño movimiento interior, uno se halla enfrentado a sí mismo, y es el momento propicio para encontrarse frente a Dios.

Cuarenta días de desierto nos hacen eco de los cuarenta años de peregrinar hacia la tierra prometida, de los cuarenta días de diluvio. El desierto de Cristo se asoma así como tiempo de purificación y camino de liberación a la promesa inmensa de la vida eterna, la amorosa ratificación definitiva de la Pasión y la Resurrección.

Un detalle pequeño puede pasarse por alto, pero es crucial: Jesús convive en el desierto entre las fieras. Lo que habitualmente sería otra amenaza a la propia subsistencia, es símbolo del paraíso primigenio, de la armonía de la creación, las bestias aliadas a la humanidad sin violencias.
Cristo es el nuevo Adán en una nueva creación germinal, que no acontece en un vergel sino en las lisuras áridas del desierto, pues todo se edificará nuevamente desde las raíces y de manera definitiva.

El Evangelista Marcos no tiene un estilo literario en el que sobreabunden datos. Por ello no detalla las tentaciones, y es una motivación teológica -espiritual-: lo que cuenta es ese Cristo sometido a los deslizamientos propios de la condición humana, tan limitada. Y más aún, la asunción del Maestro de nuestras fracturas es también certeza de victoria, de superación de todos los abismos en que solemos caer.
Los ángeles que le sirven es la presencia perpetua de Dios en su vida y en la nuestra. La mano está siempre tendida para no desbarrancar, para no caernos.

El primer Adán abdicó a las tentaciones. El nuevo Adán es el hombre definitivo en su plenitud y eternidad.

Así entonces, purificados y asumidos en nuestra condición de pequeños hijos, allí sí acontece un nuevo impulso y comienzo de la Buena Noticia, la vida de la Gracia, converger hacia Dios y hacia el hermano.

Paz y Bien

Mesa de Cristo, mesa de todos sin excepciones
















Para el día de hoy (17/02/18):  
 
Evangelio según San Lucas 5, 27-32






Compartir la mesa, en los tiempos del ministerio de Jesús de Nazareth, no era un acontecimiento menor, pues tenía una gran relevancia familiar, comunitaria, social y religiosa. Las familias se sentaban a comer juntas y se acrecentaban los lazos familiares, los amigos compartían vida y amistad, y religiosamente -en especial, los rígidos fariseos- se sentaban con quienes ellos consideraban puros, iguales en la estricta obervancia de la Ley mosaica. Jamás compartirían mesa y pan con impuros, con pecadores evidentes.

En esa categoría estaban ubicados los publicanos. Recaudadores de impuestos -judíos ellos- que cobraban tributos para el opresor imperial romano, y que se valían de su posición para expoliar de manera corrupta a sus paisanos, toda vez que mediante prácticas extorsivas cobraban de más, y amasaban pingües fortunas. Por ello, por ser traidores de Israel, por contaminarse con extranjeros y por sus abusos cotidianos -especialmente con los más pobres- estaban sindicados en el mismo nicho moral en el que se ubicaba a las prostitutas. Como pecadores públicos, nadie en su sano juicio se acercaría a ellos; más bien, por repulsión y por temor todos rehuirían de su compañía, ante lo cual sólo tendrían esporádica socialización con sus pares.

Así entonces el llamado decidido y sin vacilaciones que el Maestro le hace a Leví, sentado éste en su escaso universo de la mesa de cobro de impuestos, asombra no sólo al recaudador sino a propios y ajenos. Se dirige a Leví sin ambages, prejuicios ni medias tintas y lo hace parte de su misma vida, apóstol y misionero de la mejor de las noticias que experimenta desde ese instante en su existencia. Por eso es capaz de dejarlo todo y seguirle. El encuentro con Cristo, cuando es pleno y sin reservas, transforma mentes, corazones y cuerpos, y Salvación tiene que ver mucho -muchísimo- con salud.

Y la respuesta es gratitud, alegría grande que se comparte en una mesa bien distinta. En esa mesa, por los imperativos sociales, está el Maestro comiendo con Leví y con otros que son como él, publicanos también, pecadores públicos de fama extendida.
Almas puntillosas esbozan murmullos de crítica y desaprobación, y son la queja misma del orgullo vulnerado y de la autosuficiencia que masca su enojo y su imposibilidad de reconocerse enfermos ellos, necesitados también de la salud integral que proviene del perdón.

Porque cuando descubrimos los reflejos de Leví corazón adentro de cada uno de nosotros, las ganas de agrandar la mesa no disminuyen. Estamos enfermos y quebrados, pero todo es posible por ese Cristo que pasa a nuestro lado, nos busca y nos llama.

Quiera Dios que signo de Cuaresma y conversión sea una mesa cada vez más amplia, en nosotros y en toda la Iglesia, en donde se convocan todos los que nos reconocemos falibles e impuros, pero benditos por la Gracia de Dios que es Paz, que es Bien, que es Salvación.

Paz y Bien


Ayuno y justicia













Para el día de hoy (16/02/18):  
 
Evangelio según San Mateo 9, 14-15






Durante muchísimo tiempo nos hemos aferrado a las prescripciones religiosas que indicaban ayuno, y desde allí, la abstinencia de comer carne los viernes y días de precepto. Pero ese cumplimiento estricto, desgraciadamente, está revestido de superficialidad.

Igualmente, hemos de detenernos por un momento en la cuestión del ayuno. Desde tiempo inmemorial, y prácticamente en todas las religiones, la práctica del ayuno es usual y normal, como devoción, como ejercicio para dominar cuerpo y mente, como pequeño sacrificio ofrecido a Dios como penitencia por los pecados cometidos. El mismo Jesús de Nazareth ayunó cuarenta días en el desierto, y el Bautista -siguiendo ciertas tradiciones- lo practicaba e impulsaba a sus propios discípulos a realizarlo.

Pero estamos en el tiempo nuevo, el tiempo de la Gracia, y es por ello que Jesús no les insiste demasiado a los suyos en este tema, lo que suscita la controversia con aquellos que venían del aprendizaje con Juan.
Porque la cuestión no estriba en privarse o nó de alimentos en el cumplimiento de normas prefijadas; el Espíritu del Señor vá muy por delante de todos nosotros, y la cruz derriba todo asomo de amor ritual, declamado pero no practicado.

Por eso nuestros ayunos deberían ser verdaderos sacrificios, sin pátina ominosa, es decir, en el sentido primigenio del término que es hacer sagrado lo que no lo es, santificarlo. Y si hay imposición, se desdibuja su horizonte eterno y se vuelve práctica usual y hasta rutinaria. Más aún, es de una crueldad inexpresable la exigencia del ayuno a quien languidece en su hambre.
Nuestros ayunos han de estar ofrecidos a Dios y vinculados directamente, por ello mismo, al hermano, al prójimo.

La abstinencia no es solamente evitar ingerir determinado tipo de alimentos o directamente no comer. La abstinencia es reconocer desde esa pequeña privación que compartirmos con los demás nuestra finitud y nuestra debilidad, que somos capaces de vaciarnos de lo superfluo para que nos habite la Gracia, y que con el auxilio de la asombrosa Providencia de Dios, desde ese pan que no comemos pueda llenarse el plato vacío de un hermano que sufre la penuria de la miseria, el olvido y la injusticia.

Ayunar así es justicia y es amor y es Reino que crece humilde entre nosotros.

Paz y Bien


Abnegación, vaciarse para que en nuestros horizontes vuelva a amanecer Dios












Para el día de hoy (15/02/18):  

Evangelio según San Lucas 9, 22-25








Los rostros de los discípulos, frente al anuncio de Jesús, seguramente merecerían una instantánea que prolongara en el tiempo su expresión de aturdido asombro y estupor. Sí, estupor, ese término del cual proviene la palabra estúpido, estupidez, estupefacto. Porque firmemente les declara que Él, Maestro y Señor, ha de ser condenado a muerte, y a una muerte reservada a los marginales y a los criminales más abyectos. Y como si no fuera suficiente, en un maremágnum de sufrimientos habría de ser rechazado por los ancianos, por los sumos sacerdotes y por los escribas, es decir, por los que fundamentaban y eran los custodios oficiales de la fé de Israel.

Nada de ello se condecía con lo que esperaban acerca del Mesías, y ellos tambalean entre el desconcierto y una tristeza en ciernes que se les viene agigantando, ominosa y muy cercana.

Y luego, la enseñanza del Maestro -naciente desde sus mismas entrañas- se extiende desde los Doce a todos los demás, entre los que estamos todos y cada uno de nosotros: si lo vamos a seguir, si nos reconocemos como discípulos y seguidores suyos, hemos de estar dispuestos a cargar la cruz cada día. Ello implica atreverse a anonadarse, a hacerse marginal, a ponerse al hombro todas las miserias para que, al menos, la carga de un hermano sea más ligera.
Se trata de una elección libre y consciente, no de un condicional previo. Se trata de la generosidad propia de las hermanas y hermanos de ese Cristo que será humillado y derrotado, pero que refulgirá victorioso para todos en la Resurrección. Se trata de ser ramas fragantes del mismo árbol de la vida.
Se trata de abnegación.

Abnegación es la ofrenda que se hace de la propia voluntad, de todo interés personal -hasta de los propios afectos-. Abnegación es vaciarse, para que en nuestros horizontes vuelva a amanecer Dios y no las cosas y la mundanidad, y por ese horizonte recuperado se vuelve posible la fraternidad. Porque los corazones se ensanchan y amplían para que haya lugar para el hermano.

Durante demasiado tiempo nos han formado y educado para el rictus severo y amargo, el sacrificio como dolor resignado. Nada de eso: la abnegación es la posibilidad de ser verdaderamente plenos, felices, porque corazón adentro se queda lo que verdaderamente cuenta y vale la pena.

Que esta Cuaresma esté ornada de humildes flores de serena alegría y esperanza, porque a pesar de tantas cruces la Resurrección nos amanecerá.

Paz y Bien

Ceniza en la frente y Cristo en el corazón













Miércoles de Ceniza

Para el día de hoy (14/02/18):  

Evangelio según San Mateo 6, 1-6.16-18








El Miércoles de Ceniza marca el comienzo del tiempo de Cuaresma, tiempo de conversión, de penitencia, de regreso a Dios.

Y tiene una característica que no debe pasarnos inadvertida: es el momento ideal para la ruptura de la rutina, para alterar la perniciosa rítmica del acostumbramiento. Porque por miedos, por mecanismos psicológicos de autodefensa o por comodidades, nos vamos acostumbrando a lo inhumano, a aquello que degrada la dignidad de las hijas e hijos de Dios -toda la humanidad-, y nos volvemos fervorosos cultores de la indiferencia.

En todo este camino, al principio y en el horizonte de cruz y resurrección, la voz de Dios nos sigue llamando y convocando al regreso. Porque en estos recodos mundanos nos vamos extraviando, y tratamos de escondernos.

La cruz que se nos comienza a asomar tiene dos brazos, dos maderos cruzados y ligados indisolublemente. Un brazo que apunta hacia lo alto y que, a su vez, sostiene al barral que señala horizontalmente a los lados, a los hermanos.
Volver a Dios es volver al hermano, reencontrarnos con el que no hablamos o estamos enemistados, pero especialmente respirar misericordia en su sentido primigenio.
Porque misericordia significa poner el corazón en la miseria, en el sufrimiento del otro, la compasión para con el olvidado, el rescate del cautivo, el socorro al oprimido, el auxilio al que está caído.

Por eso ayunamos en silencio, no como una cuestión de amores rituales, sino como el culto verdadero que es esa misma misericordia expresada en solidaridad. Nos privamos de alimentos para que algún hermano no pase hambre, nos vaciamos de aquello que es lastre, que no sirve, que es contrario y ajeno a nuestro destino de eternidad.

Llevamos una humilde señal de cenizas en nuestras frentes que nos incita a la conversión, a ese regreso añorado amorosamente por el Dios de la vida.

Que en esta Cuaresma esa señal del amor mayor se nos grabe corazón adentro.

Paz y Bien

Hacerse pan para el hermano














Para el día de hoy (13/02/18):  
 
Evangelio según San Marcos 8, 13-21








La vida es una harina que con buena levadura puede hacerse pan, la levadura mejor de la Palabra de Dios que convierte existencias, pueblos, el mundo entero.
El Maestro lo aprendió en su niñez nazarena, cuando observaba atentamente a su madre y a las otras mujeres del pueblo colocando un pequeño puñado de levadura en las medidas de harina para el pan diario. Sabía de la fuerza transformadora de lo en apariencia pequeño, al igual que la semilla del grano de mostaza.
Sin embargo, les advierte a los discípulos que hay otras levaduras que no son tan buenas. Más aún, que son malsanas y corrompen ese destino magnífico de pan nutricio. Y distingue dos levaduras de las cuales han y hemos de estar en guardia, tener cuidado que no nos fermente. Hay cosas que, aunque graves y peligrosas pasan y perecen. La mala levadura es peligrosa por los efectos perdurables que ocasiona, y puede ser nefasta.
Así entonces la levadura de los fariseos. Se trata principalmente de un fermento de cariz religioso; es el puntilloso cumplimiento del precepto por el precepto mismo, es la pretendida manipulación de la voluntad divina merced a la acumulación de méritos piadosos, es la hipocresía de sostener la pura exterioridad y olvidar el corazón, es una vida estructurada en donde todo está dicho, en donde no hay posibilidad de asombrarse ni espacios para nada nuevo, es el ámbito de un dios que premia o castiga según las conductas. En esa levadura no hay sitio para el amor que es el Dios de Jesús de Nazareth.
Por otro lado, está también la levadura de Herodes. Aunque apoye sus pies en cierto sectarismo religioso, se trata de un fermento intrínsecamente relacionado con el poder, con su uso y su abuso. Es la componenda falaz, la racionalización del uso de la fuerza, la perpetuación del dominio, la justificación de los medios de acuerdo a los fines, la supresión del disidente, la corrupción como lógica primordial. En esta levadura la generosidad, el servicio y la solidaridad jamás pueden florecer.
Todos nosotros portamos algún resabio de estas levaduras. Y sólo con el fermento de la Palabra podremos convertirnos en pan para el hermano, sencillo y humilde maná que sea bendición en nuestros lugares, como Aquél que ha satisfecho el sustento ausente de tantos, y el hambre de verdad de todos.
Paz y Bien

Legitimados por la compasión











Para el día de hoy (12/02/18):
 
Evangelio según San Marcos 8, 11-13







Los fariseos eran un grupo de carácter religioso con una gran influencia política en Israel: encontraban su fundamento en el estudio exhaustivo de la Ley mosaica, en la práctica rigurosa de una piedad predeterminada y en el cumplimiento exacto de las normas de pureza moral y ritual.
Este último aspecto supone, a la vez, una teología de la gloria -un Dios muy lejano y decididamente celestial- y una espiritualidad de los méritos y la retribución, un Dios manipulable por la acumulación de actos piadosos, un Dios de premios y castigos. La conclusión necesaria es que habrá un reducido grupo de gentes más cercana a Dios que el resto, los más puros, los religiosamente correctos.

El corazón quedaba relegado al olvido, y es claro que su dios no era el Dios de Jesús de Nazareth.

Abbá es Padre y es Madre que ama por igual a todas sus hijas e hijos, y no está lejos. Por el contrario, sale al encuentro y en búsqueda tenaz del hombre, es un Dios amable que se deja encontrar en las cercanas honduras de cada corazón, en el prójimo, en los ojos de los niños, en el rostro de los pobres.

Este galileo irreverente se atrevía a decir cosas nuevas, y a cuestionar abiertamente todo lo que sus tradiciones estratificadas sostenían; para colmo de males, los parámetros que sostenía no eran mesurables, pues no tienen medida el amor, la libertad, la ternura, la salvación, la increíble y maravillosa acción de la Gracia.

Por ello mismo le piden una señal divina; no obstante, aunque se cayeran los cielos, lo seguirían rechazando. En su repudio predeterminado, en su prejuicio militante se habían vuelto ciegos y sordos a toda novedad.
Le piden ese signo como criterio y credencial de que todo lo que hace y dice es legítimo, es auténtico y está autorizado. Buscan la señal de ese dios lejano en el que creen, no pueden ni quieren aceptar al Dios que Jesús revela y que ya está entre nosotros, manifestándose en cada acto de bondad, en cada gesto de vida.

Hoy mismo los signos están allí, para todo el que sea capaz de mirar y ver, señales de que el Reino está creciendo humilde y sin pausa entre nosotros, que no es necesario buscar la receta mágica o la determinación milagrera.
 
Dios está, camina y cuida de nosotros.

Paz y Bien

La mansa y transgresora solidaridad
















Domingo 6° durante el año

Para el día de hoy (11/02/18):  

 
Evangelio según San Marcos 1, 40-45




Un modo de acercarnos al Evangelio para el día de hoy es, precisamente, desde las trasgresiones a lo férreamente instituido.

Dadas las posibilidades médicas del siglo I en Palestina, es lógico que se tuviera cierto pánico a la lepra: era altamente contagiosa, y su carácter degenerativo literalmente deformaba al enfermo. Por ello mismo, la sociedad judía prefería aislar a los pacientes fuera de los pueblos y ciudades.
Todo ello tenía una puesta en práctica de varios siglos, y se hallaba instaurado desde un punto de vista religioso y social, tal como lo podemos encontrar en los capítulos 13 y 14 del libro del Levítico: es el sacerdote quien realiza el diagnóstico certero del enfermo, y quien dictamina su exclusión de la vida comunitaria, con la expresa imposición de no acercarse a nadie. Este diagnóstico no es solamente una cuestión médica, sino también un rótulo moral: se considera al enfermo como impuro, y quizás ella sea la cuestión primordial del ostracismo que se le impone, así como frente a una hipotética cura, será también el sacerdote quien articulará los ritos cultuales de readmisión a la sociedad.
El leproso, además, debía gritar su condición de impuro a fin de mantenerse alejado y de que nadie se le acerque.

Al paso del Maestro que anda, este hombre afectado por la lepra se acerca. Trasgrede de manera flagrante lo que se le ha impuesto. Es un hombre que ha vencido toda resignación y que toma la vida en sus manos, con la confianza puesta en ese rabbí que camina y no se espanta ni se aleja de su condición.

En la misma sintonía, Jesús de Nazareth también quebranta las normas instituidas. Trasgrede prohibiciones que segregan y alejan al doliente, y con ternura militante lo vuelve a considerar hermano y, por sobre todo, humano. Los estigmas que le han aplicado lo condenan al intolerable dolor de la soledad obligada, y al aceptarlo como hermano acontece el primer milagro: luego, por el mismo amor incondicional de Dios, se sanará su cuerpo enfermo.
El Maestro quiere que todo sane; por ello mismo, envía al hombre renovado y recreado a presentarse a los sacerdotes, para cumplir con los ritos establecidos de readmisión comunitaria y religiosa, con el claro mandato de que guarde silencio acerca de lo sucedido. El reconocimiento del Salvador es un proceso que requiere su maduración, no es mágico ni instantáneo.

Pero este hombre no puede contenerse, y proclama a todo aquel con quien se encuentra lo que ha sucedido, y lo difunde por toda la comarca. Esto trae una consecuencia inmediata, y es la segregación del Maestro: ha tomado contacto con un impuro, volviéndose Él mismo un excluido, y por ello no podrá entrar a pueblos y ciudades.
Sin embargo y a pesar de ello, las gentes acuden a Él desde todas partes, en los lugares solitarios y desiertos en donde se lo encuentra.

Hay que animarse a ciertas trasgresiones, aún cuando ello traiga duras consecuencias. Es menester tener el coraje de trasgredir aquello que entre nosotros hemos instituido como sagrado pero que sólo implica humillaciones y descensos en la condición humana.
 
Es cuestión del Reino, de solidaridad mansa, de impulso de la Gracia.

Paz y Bien

El maravilloso escándalo del compartir















Para el día de hoy (10/02/18):  

Evangelio según San Marcos 8, 1-10








Hay más de una clase de hambre.

Está el hambre que se elige, a veces por motivos estéticos -una mejor figura tal vez-, a veces por motivos de salud, debido a indicaciones médicas. Y está también el hambre voluntariamente buscado, en el que la privación se transforma en gesto amoroso, en cultivo de la voluntad, en pequeña ofrenda para aliviar, aunque sea mínimamente, el hambre de otros.

Pero hay otro hambre, y es el hambre no elegido, el hambre impuesto, esa carencia del sustento mínimo que aún hoy a tantos millones de seres humanos agobia con su crueldad. Seguramente y desde distintas perspectivas y abordajes nos encontremos con diversos análisis, en ocasiones muy certeros.
Pero desde nuestro mínimo y modesto lugar no vacilaremos en afirmar que, ante todo, sus causas se originan en el corazón humano, en egoísmos y en negaciones expresas de la existencia del otro, y ése es precisamente el drama. Cada existencia socavada por el hambre, cada hija e hijo de Dios mal comidos, subalimentados o hambreados sin compasión debería ser para nosotros una afrenta intolerable a ese Dios que es Dios de la Vida, un Dios cuyo rostro resplandece en los pequeños, una vida que se angosta y menoscaba porque -debemos reconocerlo- a pesar de tantas declamaciones, nos hemos acostumbrado y, a menudo, cedimos paso a la resignación.

Una multitud había acompañado a Jesús de Nazareth, rabbí judío, durante varios días. Eran todos ellos extranjeros, y a la mirada ortodoxa de Israel impuros y despreciables enemigos de una Decápolis que poco tiempo atrás rogaba a ese galileo que se fuera. Había optado por su piara antes que por la salud del vagabundo enloquecido de los cementerios. Pero ahora la multitud se nutría de muchos enfermos suplicantes de salud, y de otras tantas almas ávidas de una Palabra nueva, sedientos de esperanza.
Seguramente han llevado algunas viandas para los primeros momentos, pero han pasado varios días y desfallecen de hambre, y corren riesgo de caer por el camino de regreso a sus hogares.
Y el Maestro se estremece de pena frente al hambre de tantos, por ese pan ausente, y por ausencia de solidaridad creativa de sus discípulos, que dan una respuesta muy racional pero que nada hacen más allá de manifestar un dictamen con apariencia definitiva.

El dolor del Maestro se multiplica porque sus discípulos tienen la respuesta, pero se obstinan en resignarse, en escapar por tangentes mundanas.

La respuesta está en ellos mismos, y se trata del compartir, aún cuando lo que haya para compartir se asome como bien poco, con patente escasez. Porque ese Cristo todo lo puede, pero en este milagro tienen mucho que ver sus discípulos.
El compartir es un escándalo maravilloso, un río de agua fresca a partir del cual florecen los milagros, y es el paso primordial de la mesa grande que soñamos y que ese Dios con nosotros nos ofrece, Eucaristía de los hermanos que por fin se han reunido.

Paz y Bien

Señales de auxilio, héroes anónimos de la compasión












Para el día de hoy (09/02/18):  

Evangelio según San Marcos 7, 31-37






Los hemos encontrado muchas veces, quizás sin advertirlos, en los Evangelios. Son seguidores de Jesús de Nazareth, en apariencia anónimos, mujeres y hombres que con mucha fé y tenaz confianza llevan hacia el Maestro silenciosamente a muchos dolientes, enfermos, oprimidos.

Estuvieron allí, por ejemplo, cuando la suegra de Pedro se encontraba postrada por la fiebre. Son los cuatro hombres empeñados en llevar a la presencia del Señor al paralítico, abriendo boquetes en el techo. Son todos los que llevaban a los enfermos en camillas y las colocaban al paso de Jesús, en servicio de Salvación, y son tantos otros aún en nuestros días.

Son seguidores del Señor, discípulos desconocidos, servidores de liberación, sal de la tierra y luz humilde de este mundo, a medio camino entre los Doce y los ángeles, y que sin embargo en su modestia y en su sencillez se afanan por pasar inadvertidos, porque lo que cuenta es la misión, y quien debe verse es Cristo, Dios con nosotros.

Son los que a tantos cautivos de toda opresión constantemente están enviando señales precisas de auxilio, heroínas de la solidaridad, héroes de la compasión, sin los cuales esta vida carecería sentido y de sabor.
Se saben mínimos y quebradizos, conocen que nadie es imprescindible, y sin embargo son importantísimos. Pasan por la existencia inadvertidamente, y se retiran en silencio, satisfechos y felices a los brazos de Aquél que los espera siempre, porque han hecho lo que debían, y no buscan premios ni recompensas pues bien cumplidos están. Nada más ni nada menos son felices por anteponer la necesidad del otro a cualquier interés personal, aún el más legítimo y básico.

Los necesitamos, y mucho, y es menester ser capaces de abrir los ojos para mirar y ver, porque siguen estando entre nosotros.
Pues aún hoy persistimos en nuestra incapacidad de oír y escuchar al otro y a Dios, y así nuestra vida deviene un monólogo absurdo e inentendible. Es preciso que el Maestro nos cure para recuperar el habla, Él mismo que es Palabra hecha uno de nosotros, Verbo encarnado, Dios con nosotros, Dios por nosotros, Dios en nosotros.

Paz y Bien

Mendigos de la misericordia












Para el día de hoy (08/02/18):  
 
Evangelio según San Marcos 7, 24-30






En parte porque el ambiente se había sobrecargado y podían desatarse violencias que iban mucho más allá de la mera agresión verbal, en parte por cansancio y, tal vez, para encontrar un poco de sosiego junto a sus amigos, el Maestro se retira a la región de Tiro y de Sidón, en territorio netamente pagano y que para el acervo cultural judío se corresponde con enconados enemigos. Probablemente esperaba encontrar allí algo de anonimato que le brindara alivio, pero ya es demasiada la fama bondadosa que le precede, y los extranjeros saben bien que a nadie rechaza.
El gesto supera por lejos un simple viaje: es un éxodo interior que amplia al universo el anuncio y misión de la Buena Noticia, pues la primer frontera que ha de cruzarse es la del propio corazón.

Allí se encuentra con una mujer que, además de tal, es madre, y que con humildad e insistencia suplica por su hija enferma. Y como madre, sufre lo indecible pues no hay dolor mayor que ver sufrir a un hijo y descubrirse impotente de brindar alivio. De allí su insistencia, de allí esa extraña confianza al rabbí judío que dicen, tanto bien prodiga.

Pero la primer respuesta del Maestro sorprende, y se nos hace durísima: primero deben saciarse los hijos, y no está bien tomar el pan de los hijos para echarlo a los cachorros. No se trata de una figura simpática, nada de ello: el extranjero, y el extranjero enemigo era considerado y llamado injuriosamente un perro -y hoy es un epíteto insultante que seguimos utilizando-. Y Jesús, como judío íntegro, piensa desde las tradiciones de su pueblo, y así primero hay que llevar la Buena Nueva a los hijos, es decir, a lo propio, a lo conocido, a Israel. Y luego, si algo queda, las sobras a los perros, a los cachorros.

Pero esa mujer está impulsada por un amor entrañable a su hija y por una confianza imbatible en la bondad de ese extraño sanador judío, y por ello insiste, tenaz y sin doblez ni resignación.
Muy lejos de cualquier silogismo, desde sus entrañas, quiere ser partícipe de esa mesa en la que han de comer los hijos pero también pueden participar conjuntamente los cachorros, aunque sea con las migas. Esa mujer intuye de manera formidable que la mesa de Dios es mesa de vida y mesa enorme, mesa para todos sin excepción, y lleva de su parte el mejor de los platos: no pedir nada para sí misma, sólo la total preocupación por la hija, por el otro, por el bien del prójimo.

El corazón de Jesús de Nazareth dá un vuelco, y por su amor y por la fé de esa mujer acontece el milagro de la salud, de la Salvación, de la misión universal de Cristo y la Iglesia.

Entre nosotros hay muchas mujeres sirofenicias, en apariencia ajenas y extranjeras a nuestros moderados y escasos ojos. Pero ellas, con su tenacidad y su ofrenda perpetua del cuidado de los demás, están allí humildes, enteras, sin bajar los brazos, para recordarnos que la mesa/vida ha de tener asientos para todos, que no hay tanto propios y ajenos sino hijas e hijos de Dios que comparten dolores y penas y que, a pesar de todo, quieren vivir felices.

Paz y Bien

El desalojo de lo vano











Para el día de hoy (07/02/18) 

Evangelio según San Marcos 7, 14-23




Jesús de Nazareth es un maestro inigualable, y no es nada difícil imaginarnos allí, entre la multitud, convocados a reunirnos cerca de Él para aprender. Siempre hay que aprender.
Y hoy nos sigue convocando y enseñando a través de la Palabra y por su propio Espíritu.

Entre las enseñanzas de Jesús de Nazareth y las de escribas y fariseos había un abismo infranqueable. Primero y principal, porque el Maestro enseña con una autoridad única, la de su identidad plena con su Padre. Pero más aún, la raíz de todos los conflictos es el Dios que Cristo revela.

Escribas y fariseos propalan la imagen de un Dios distante e inaccesible, severo y verdugo rápido, un Dios airado con facilidad, un Dios al que el pueblo le tiene miedo y no temor, ese temor de Dios que es santo. Para esos hombres, hay todo un manual de procedimientos piadosos para acceder a la bendición divina, para purificarse, para sacralizarse.

En el kairós, tiempo propicio de Dios que es tiempo santo de Dios y el hombre, Jesús de Nazareth nos revela el rostro de un Dios que es Padre y Madre, que se desvive por todas sus hijas e hijos y al que le pertenecen todas las primacías e iniciativas, un Dios que sale siempre al encuentro, un Dios de amor y misericordia.

El Dios de Jesús es el Dios que libera, que purifica, que nos renueva las transparencias cordiales que solemos opacar con nuestras miserias, nuestros quebrantos, nuestros olvidos y omisiones.
Los rituales son necesarios y valiosos siempre y cuando no olviden al Dios que les confiere sentido y trascendencia y es ese mismo Dios al que se orientan por esa necesidad vital de ser hijos.

Que ese Cristo vuelva a limpiarnos, que las almas emprendan el desalojo de lo vano, de lo fútil, de lo que perece. Que los corazones son el templo vivo del Dios de la Vida, feliz de hacer morada en nuestras existencias.

Paz y Bien

Abluciones del corazón














Para el día de hoy (06/02/18):  
 
Evangelio según San Marcos 7, 1-13









Luego del regreso del pueblo de Israel del destierro en Babilonia, sucedieron dos acontecimientos importantes: por una parte, y de manera progresiva, los profetas fueron desapareciendo -y por ello es tan notoria e influyente la figura de Juan el Bautista en su irrupción en el momento justo-. Por otra parte, surge un grupo de estudiosos y eruditos exégetas de la Palabra de Dios, cuya actividad exclusiva es el estudio y la interpretación cabal de la Ley, y varios de entre ellos, a su vez, pertenecían a la corriente o secta de los fariseos. Eran muy respetados por el pueblo, y ante la ausencia de profetas y su creciente influencia, con el correr de los años se transformaron en la voz canónica y oficial en la lectura de la Ley y, por ende, de la voluntad de Dios.

El Evangelista, como en el día de ayer, continúa situándonos en el valle de Genesaret, en donde el ministerio del Maestro es tan amplio, masivo e irrestricto. Por ello, sumado a las voces ferozmente críticas de los fariseos locales a sus acciones y enseñanzas, que bajen desde la misma capital Jerusalem en un viaje de más de cien kilómetros unos escribas es un signo ominoso. El peligro se percibe en el ambiente, y refiere a la preocupación de las autoridades religiosas por la influencia y el prestigio crecientes de ese rabbí galileo.
En cierta manera, se hace presente el martillo rápido y eficaz de la ortodoxia, dispuesto a suprimir sin vacilaciones los desvíos, las sub-versiones de la fé del pueblo de Israel.

Es menester señalar que a través de décadas, estos doctores de la Ley -así también eran conocidos- habían pergeñado un cúmulo de normas, preceptos y rituales, interpretaciones de interpretaciones de la Torah que a través del tiempo se convirtieron en una sólida tradición, tanto o más importante que la misma Palabra.

En esa tradición, cumplían un rol fundamental las abluciones, es decir, los ritos de purificación de las manos previos a la ingesta de los alimentos, así como también la limpieza de los objetos anexos a tal fin. Ello no respondía a cuestiones higiénicas o sanitarias, sino que eran puro ritual que separaba estrictamente puros -es decir, meritorios de la bendición de Dios- de los impuros -es decir, malditos o pecadores-. En es orden de ideas es que critican la actitud de varios de los discípulos, que omiten dicho lavado de manos, y la crítica es un tiro por elevación a Jesús de Nazareth en su condición de Maestro.

Hemos de mencionar también el fervor piadoso de escribas y fariseos. Ellos se aferraban con tesón a las cosas de su Dios, lo que jamás ha de ser censurable en cualquier ámbito religioso. Más el problema mayor, lo verdaderamente grave es que en esos afanes, suplantaron la Palabra Viva de Dios por tradiciones netamente humanas, deificando y sacralizando costumbres que sólo remiten al gesto externo pero que reniegan de lo que bulle en los corazones y, peor aún, se alejan de Aquél que todo ilumina e inspira. Esas tradiciones son traiciones pues pretenden en su soberbia rebajar la eternidad de un Dios que se comunica con el hombre.

Es una hipocresía, una máscara que se adecua y se quita según conveniencia, y el Maestro no se calla.

Porque es el tiempo santo de la Gracia, y para nuestros asombros y todas las maravillas del universo, la purificación no se obtiene mediante la acumulación de actos y gestos puntillosamente piadosos: los corazones se transparentan por la insondable e infinita acción de la Misericordia de Dios en conjunción amorosa con la fé del creyente.

Dios tiene las primacías, siempre se acerca, siempre está en nuestra búsqueda.

Por eso quizás lo santo comience por honrar, en cada día de nuestras escasas existencias, esa vida que se nos ha concedido. Cuidar y engrandecer lo que es humano -imagen de Dios-, proteger la vida, sembrar la alegría y la esperanza. Porque el culto verdadero y el ritual primordial es la compasión.

Paz y Bien

El borde de su manto











Para el día de hoy (05/02/18):  

Evangelio según San Marcos 6, 53-56








En la Palestina del siglo I, tiempos del ministerio de Jesús de Nazareth, los enfermos eran el sector más relegado de la sociedad, quizás más aún que los pobres. No se trataba solamente de una medicina en estadios tempranos, y una gran prevalencia de determinadas patologías propias de la zona y del clima: se trataba especialmente de una concepción religiosa y social que consideraba a las enfermedades consecuencia directa del pecado, es decir, el castigo necesario de un dios severo.

Además, las rígidas normas de pureza ritual existente complicaban aún más la situación, y quien tocaba a un enfermo/impuro a su vez se impurificaba, volviéndose inapto e inepto para la participación en el culto y para la vida comunitaria, autocondenándose a un repliegue automático a la soledad y el ostracismo.

Así entonces, la situación de los enfermos y de sus familias, en aquellos tiempos, era mucho más dolorosa que el sufrimiento que imponía la propia dolencia.


Cuando el Maestro, desde Nazareth, comienza a recorrer pueblos y ciudades anunciando la Buena Noticia y acercándose Él mismo a los enfermos, se produce una gran conmoción.

Por un lado, las gentes se asombran de que Alguien se inclinara hacia los enfermos con tanta bondad; ése hombre irradiaba una fuerza asombrosa que a todos curaba, y lo hacía en nombre de un Dios Abbá, muy distinto del que otros les había enseñado e impuesto.

Por otro lado, los religiosos profesionales, los poderosos dirigentes de la religión oficial estaban que trinaban, y con razón: ese galileo de tonada campesina alejaba al pueblo de sus influencias y doctrinas, y lo que estaba enseñando volvía peligrosamente libre al pueblo. Para colmo de males, todo lo realizaba abiertamente en nombre de un Dios muy distinto del que ellos mismos rendían culto.


Por estos motivos, y porque también la conversión y la confianza no son mágicas ni instantáneas sino que son un proceso de germinación, crecimiento y frutos, las gentes llevaban a sus enfermos en camillas a las calles y plazas, en la esperanza que, al paso del Maestro, pudieran rozar el borde de su manto. Estaban demasiado asustados y temerosos de todo lo que habían asimilado durante siglos para atreverse -de golpe- a cambiar; por ello con temor y temblor, se siguen quedando en los márgenes, en esa esperanza de que la misma periferia de ese Cristo caminante siquiera los roce.


La fuerza de Jesús de Nazareth es asombrosa, y esa Gracia inconmensurable no puede ser contenida ni acotada. Por ello mismo todos los que tocaban el borde de su manto quedaban sanos.


Aún les faltaba un éxodo, y es el mismo que nos queda pendiente. Al tocar el borde de su manto se vestían de alegría y gratitud, pero corrían el peligro de abrazarse al fenómeno puntual.

A la tierra prometida de la Salvación se llega cuando nos atrevemos a tocar el borde del manto que le imponen sus verdugos en la noche cruel de la Pasión.


Paz y Bien

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